Paprika Johnson y otros relatos. Djuna Barnes
al chico. Le dais un susto de muerte y me lo entregáis a mí. Desde luego –añadió–, podría razonar con él esta noche. Decirle que lo he descubierto. Enseñarle la nota, pero…
Hizo una pausa, mirando en derredor.
–Pero eso no lo detendría por mucho tiempo. Ese tipo de cosas no hace sino disparar la imaginación de un niño.
Aquello los decepcionó un tanto.
–No parece algo ni peligroso ni interesante.
Roger dio un puñetazo en la mesa.
–Para mí –respondió–, para mí… es suficiente. Es importante para mí. Implica el futuro de mi chico.
Se dio la vuelta. Tenía lágrimas en los ojos.
–¿Se lo has contado a tu esposa?
Negó con la cabeza.
–No –dijo–. No quiero que se preocupe; además, en lo que a él respecta basta con que yo lo sepa.
–¿No sería mejor atraparlo algo más cerca del bosque por el que tiene que pasar, al fondo del parque?
–No, no; lo crucial es impedir que consiga poner un pie fuera de la casa… lo que… yo quiero es… como suele decirse… cortar de raíz… Sé a qué conduce esto.
»Nuestros hijos –dijo, ajeno por un momento al parecer de dónde estaba– acuden a nosotros y se alegran de estar a nuestro lado solo mientras sus piernas se niegan a sostenerlos; en cuanto son capaces de usar la cuchara, el vaso o el tenedor ellos solos, entonces… ellos… vuelan –y añadió–: El muchacho tenía razón. Somos monos, o lo que sea, no cambiamos. En cuanto podemos, nos vamos; si es un pájaro, vuela; si es un ternero, echa a andar; y si es una fruta, cae.
Susurraron entre sí. Su rabia los había alterado; estaban encantados con su petición de ayuda, pero su filosofía los confundía, los hacía reír, lo que en ocasiones es lo mismo, pues advertían que ahí reside la diferencia entre la mano que efectúa el acto y el cerebro que la dirige.
Se quedaron así sentados sin moverse hasta el anochecer. Luego, del brazo salieron a la calle y dijeron que parecía que iba a ser una noche de tormenta, ya que no había estrellas. Prometieron ir a casa de Roger después de cenar, y advertidos de que entraran por detrás y bajaran enseguida a la bodega, se separaron.
A las 9:30 era ya noche cerrada, y Roger, excusándose con su esposa, bajó a la bodega. Su hijo no se había presentado a la cena –no era raro en él–, pero esa noche entristeció a Roger y le dio que pensar.
Al poco rato tres golpes en el cristal de la ventana lo alertaron de que sus amigos estaban fuera.
Les susurró que bajaran. Al hacerlo sus pies parecieron haber aprendido a murmurar donde antes se habían arrastrado y formado un gran alboroto. Iban armados con largos palos y mostraban un aspecto tan aterrador que incluso Roger quedó satisfecho.
–No creo que llueva –dijo, abriendo unos centímetros un ventanuco y sacando la mano para tantear la temperatura y la humedad de la noche.
Hablaban en susurros, algo innecesario, pero que les pareció apropiado. Cuando estamos a punto de desconcertar a un hombre, solemos hacerlo en voz baja.
–¿Cuándo crees que va a salir? –dijo uno.
–En cualquier momento –respondió Roger.
–¿Hay alguna puerta cerca de la fachada? –dijo un segundo.
–Ahí –dijo Roger.
Esperaron en silencio; pasó un buen rato. Para asegurarse de que no llovía, Roger deslizaba la mano por la rendija en la ventana y la volvía a meter. Una y otra vez componían por su parte los tres hombres el gesto de la cara para parecer espantosos, en efecto, cuando comenzara el ataque.
A las once Roger caminaba de un lado a otro con impaciencia.
–Se retrasa –dijo–, a no ser que esté esperando a que yo entre en casa. –Ante esto rio ligeramente.
Se acercó de nuevo a la ventana.
–Creo que he oído pasos –dijo. Volvió a sacar la mano por la ventana. Una lluvia fina que parecía neblina le golpeó apenas, mojándole la muñeca. La retiró de golpe con un gruñido. Su cuerpo entero se relajó.
–Llueve –dijo.
Se miraron los unos a los otros.
–¡Bien!
–Bebamos algo. Os presentaré a mi esposa –volvió a reír–. Y a mi hijo.
Subieron las escaleras a zapatazos. Roger abrió de un empujón la puerta de la salita, invitó a pasar a sus amigos y llamó a su esposa.
–¡Aquí! –contestó ella, y entró al poco con un movimiento lento, con su mirada taciturna puesta más allá.
Roger fue hasta la ventana y la cerró.
–¿Por qué la dejas abierta? –preguntó–. Hace frío, cariño.
–Ya lo sé –respondió ella, atravesando perezosa la habitación a la vez que él empezaba a presentar a sus amigos–. Es un placer. Sí, la dejé abierta cuando regué los pensamientos hace un minuto. Lo siento.
Gritando casi, Roger se abalanzó hacia ella.
–¿Cuando qué? –exigió.
Se sentó muy despacio. Se llevó las manos a la cara y estalló en una risa fuerte y pegadiza.
Fue entonces cuando pasó de ser un hombre callado a uno monologante.
Algo se había roto dentro de él, y lo que se había roto era su alma reprimida al desprenderse de su único hijo.
Hizo una única alusión a lo que acababa de ocurrir antes de lanzarse a un torrente de palabras referentes a su juventud.
–Caballeros, ya ven qué es lo que separa a un padre y a un hijo. –Se aclaró la garganta, y proyectando ambas manos hacia delante, empezó–: Bien, en mil ochocientos treinta y nueve, yo, deseando desde hacía mucho convertirme en pugilista, abandoné la casa de mi padre una noche por una de las ventanas traseras…
Ahora era un hombre dulce, aniñado. Sus amigos se sentaron y lo miraron bastante asustados frente a tres palos de madera que descansaban sobre la alfombra a sus pies.
1 De padre navarro (su verdadero nombre era José Villar), Jess Willard fue un boxeador estadounidense, campeón mundial de peso completo entre 1915 y 1919.
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