Gualicho. Gael Policano Rossi
que no y le preguntó cosas de la oficina. Le mandó “me gusta ese shorcito verde” y ella le mandó un signo de pregunta.
Abrió la última foto: Claudia se había hecho una autofoto en un probador de ropa con un shorcito verde. Era tan cortito que se le escapaban las nalguitas, por abajo, bien blancas. No había tomado tanto sol. Dos tiritas de la bikini amarilla sostenían sus modestas tetitas.
“Mandame foto de la playita que me aburro” le puso Daniel. Claudia le clavó el visto y no contestó. No quiere picar, pensó. Siguió chusmeando las carpetas. Claudia con su amiga gorda en la playa. Claudia con su amiga gorda y con su amiga flaca haciendo un meneadito. Claudia haciendo una selfie. Claudia de cuerpo entero: cintura de avispa, los labios en trompita y el ortito bien en primer plano.
Actualizó el iPhoto y estaba Claudia en un espejo agarrándose el pelo y mostrándole la pancita. Esa había salido medio borrosa. Después otra foto más, un poco más nítida pero oscura. Al rato otra con la luz prendida. Estaba probando poses para mandarle. Daniel las veía sin que ella se las mande. Al rato se actualizó otra. Ella sin bikini cubriéndose los pechos y bien de perfil mostrándole la curva de su espalda bien arqueada, con la cola bien salida para afuera. Qué lindo culito, se relamió. Se tanteó la pija. Estaba fría.
“Alguna puedo ver?” insistió Daniel por WhatsApp, haciéndose el que no sabía lo que ella estaba haciendo. Claudia le mandó la de la luz prendida: ella, frente al espejo en remerita. La sin bikini se la está guardando para dentro de un rato, pensó. Daniel abrió la foto en grande en su BlackBerry y con la otra mano se desabotonó el jean. “Me gusta así pero me gusta más sarpada también” tipeó. Pero no se animó a mandarlo.
“Me gusta” mandó, “más” mandó después. Daniel se mandó la mano a las bolas y se las empezó a sobar. Tenía las pelotas calientes y chivadas, la pija muy fría. Se bajó los pantalones hasta las rodillas y apuntó con su celu a sus bóxers. De erección, nada.
Claudia le mandó otra. Esta vez, atrevida y directa: era la foto sin bikini. Su antebrazo cubría y aplastaba sus tetitas, tenía cara de perra y la boca abierta en ‘o’, de frente en el espejo del cuarto. Lo acompañó con “jiji”, como para moderar el tono, para seguir atorranta pero medio no hacerse cargo.
Daniel se pasó la lengua por la boca con ganas de pasarle la lengua por la panza, subir hasta los pechos, lamerle la unión de las tetas y comérselas en dos tarascones. Estaba al palo pero la pija seguía fría.
“Me encanta porque me das lo que me gusta” le escribió como para entusiasmarla. Ella le mandó el emoji del besito. Daniel quería que se le pare pero la verga estaba helada. Probó sacarse una foto igual, de la entrepierna, aunque sea para mostrarle algo, pero sin erección no tenía sentido, no estaba pasando nada. Miró algún elemento del escritorio para meterse y que pareciera parada. Probó con un fibrón pero no parecía.
Claudia le mandó un “Y?”. Él no tenía nada para mandar. Buscó alguna foto vieja en sus mails, algunas se había sacado en una pileta hacía mucho. Había una en un balcón del verano pasado, pero no las encontraba. No estaban en ningún mail de trampa, las había borrado en su momento, cuando se puso de novio.
“No quiero problemas con Cata” le mandó a los pocos minutos Claudia. Daniel no tenía nada para mandarle.
Abrió una página porno. Tipeó “Jayden Jaymes”. Tipeó “Jenna Jameson”. Tipeó “california black guy blonde bitch”. Buscó, puso y adelantó hasta la parte caliente de un video que le encantaba: dos rubias platinadas echadas en la alfombra de una mansión con cuatro negros tipo patovicas. Ellas hacen petes profesionales y académicos. Petes perfectos, buenas mamadas de pijas bien hinchadas, gordas y negras, pero nada.
Claudia aparecía como desconectada ahora. Daniel se tironeaba la pija pero estaba helada, dormida y chiquita. Nada. “Te voy a comer toda” le mandó. Pero nada. Ni el visto le clavó.
Siguió mirando la porno y no se le paró. Antes se clavaba cuatro pajas al hilo en el laburo, con ese video de 32 minutos le alcanzaba para llenar una botella de leche, pero ahora nada. Un calorcito tipo molestia le bajó por el bajo vientre. Una fiebrecita por detrás de la verga hasta su culo empezó a subir temperatura.
La pija seguía helada pero Daniel estaba muy caliente. La culebrilla que llevaba adentro se retorcía de hambre y de ganas.
3
Hay una calle bien angosta, por el barrio de Once, que a la tarde tiene la penumbra perfecta y el lumpenaje adecuado para que la oferta de prostitución pueda trabajar sin complicaciones.
Sin llegar a la plaza, entre dos calles cortadas, hay algunos edificios sin ventanas y veredas angostas donde los tacheros, colectiveros, obreros de provincia y policías de la federal pueden pasar por turnos breves a conocer mujeres que después no vuelven a ver.
Daniel cruzó la avenida y se metió por las callejuelas camino a su casa. Se bajó antes del colectivo porque estaba mareado y aturdido, el calor lo tenía ahogado y la calentura se le había convertido en un dolor de huevos.
Con cincuenta pesos se puede hacer algo, pensó. Una doña lo chistó pero no se dio vuelta.
En verano los aguantaderos se vuelven insoportables. Las chicas sacan reposeras a la vereda, toman sol toda la tarde y algunas hacen topless mientras toman tereré.
Marilyn tenía unas bucaneras de cuero negras que le habían traído de Brasil, con taco largo, fino y cubierto de látex: rajaba la tierra. Un top de red rojo le cubría el piercing de su pancita y se trepaba hasta sus pechos. Fiona, de 25 años, meneaba su cola de caballo mientras caminaba con un pie delante de otro, desde una punta hasta la otra de la cuadra. Eva, morena y con dos pechugas bien turgentes, tenía una cartera sobre llena de estupefacientes y forritos: su minifalda era un escándalo. Ese orto despampanante le doblaba el cuello a más de uno: orgullosa lo pavoneaba.
Daniel pasó por la puerta de dos lugares que creía recordar y recibió piropitos, saluditos y ofertitas. Un chico de 1.90 no pasaba desapercibido entre tantas lobas. De las puertas de los aguantaderos salía un vaho inenarrable. Las madamas ventilaban el mormazo abriendo puertas y ventanas y ofreciendo la carne calenturienta al aire libre. Combatían el calor con abanicos y seducían mariposeando las pestañas, esperando que sea carnaval y con baldazos y bombuchas alguien las refresque un poco. Daniel no tenía bombuchas pero las pelotas le estallaban de leche y contra algo había que reventarlas.
Elizabeth estaba abajo de un álamo; entre los árboles y los edificios aparecía detrás suyo la luna sobre el cielo celeste. Cuando lo vio se descruzó de piernas y le cerró el paso. Daniel, atontado por el calor, vio la mujer que quería ver y hablándole de cerca al oído le preguntó dos o tres cosas. Hace mucho estás acá, tenés ganas de hacer algo, a dónde se puede ir.
Las chicas de la cuadra saben que los hombres hablan bajito por los nervios, tipo los actores cuando son amateurs. Para ahorrarles rápido la vergüenza que los invade, se muestran prontas a resolver la ubicación, las condiciones y lo necesario para llevar adelante el encuentro: hay que abrir una puerta de madera, pesada y algo podrida de un “hotel familiar”, y sin subir la escalera de mármol, en el pasillo, ahí mismo, podían hacer lo que el hombre necesitaba hacer.
Elizabeth no fue directo al grano porque si algo disfrutaba era enseñar su cuerpo. Daniel temblaba nervioso, mareado y con la vista nublada. Se echó de espaldas contra la pared en el estrecho pasillo y la miraba. Elizabeth, contra la pared opuesta, abrió sus piernas y se reclinó dándole la espalda. La raya colorada de una tanga calada expuso sobresaliente sus glúteos: infartante. Subía por la lumbar una cadenita de plata que cruzaba su espalda, delgada, finísina, hasta el cuello: una correa de plata para que la saquen a pasear. Una perra. Flor de perra. Daniel soltó un resoplido aliviado: eso es un orto, la puta madre que lo parió.
Abiertas y bien separadas, las dos gambas tenían medias oscuras, muy suaves al tacto. Daniel recorrió sus piernas largas con la punta de los dedos. El perfume de un jazmín le acarició la nariz. Con sus dedos largos subió hasta la tela tensa de la tanga colorada que le cubría el