Gualicho. Gael Policano Rossi
la yema de los dedos hizo circulitos sobre sus pezones: el corpiño de cuerina negro los dejaba traspasar, puntiagudos, paraditos.
Daniel pasó las manos por su cuello y su clavícula. Elizabeth se relajó y movió a un lado su trenza rubia, sintió el calor y la humedad de esas palmas recorrerle la cervical. Cediendo despacio reclinó su cola, ahora sí, contra su entrepierna. Se frotaron, respirando hondo por la nariz, pero la erección no se sentía.
Se la quería mandar adentro a toda costa y con una mano se desabotonó los jean negros y con la otra la agarró del cuello. Con movimientos suaves y sin dejarse llevar, Elizabeth se reclinó sobre sus tacos altos y enfrentó el pubis de Daniel. El pubis estaba sudado y caliente. Lo ayudó maternalmente a bajar el jean hasta la entrepierna e inspeccionó la zona: o no estaba erecta o era un micropene.
Descubrió con delicadeza la verga de Daniel bajando el bóxer de tela: estaba fría, achicharrada, tipo un acordeón cuando no va a sonar. Lo tomó de las hinchadas pelotas con la palma de la mano y la acercó a su boca. El labial pegajoso recorrió el miembro; la boca, húmeda y golosa, lo hizo entrar hasta pasada la lengua pero estaba fría. Lo masajeó con su lengua dando movimiento circulares, para reanimarla, pero la verga no respondía. Dio cinco o seis vueltas con su lengua por la pija pero seguía igual. Daniel, mareado y con la cabeza caliente, tenso y nervioso, no entendía. El cansancio, el sueño o lo que sea que le estaba pasando no lo dejaba comprender por qué no andaba la herramienta, qué carajo estaba pasando que no se paraba ni cómo iba a poder cogerse tremendo pedazo de culo.
Le hizo mimitos en el pelo y en la frente y Elizabeth seguía empujando con su maxilar para adentro y para afuera. La pija estaba blanda, retraída completamente. Le mandó una mirada fulminante desde abajo, inquisidora, sin entender. Elizabeth se lamentó que un muchacho tan bonito tuviera problemas de este tipo, pero la disfunción eréctil no era una novedad en su trabajo.
Confundido y sin entender qué le pasaba, Daniel la miró con un gesto espontáneo, entre asustado e impotente, tipo “en serio no sé qué le pasa que no se sube”. Elizabeth se puso de pie. Él sintió que tenía que besar a esa mujer y le besó la boca. Estiró su cuello largo y le enchufó un beso de esos que te mastican la cara. Hermoso.
Daniel tanteó su bolsillo y le ofreció los cincuenta pesos que tenía. Elizabeth los miró, en el pasillo, sin nada de luz, casi no se veían.
—Qué te puedo cobrar –le dijo con su voz aflautada.
—Disculpá.
—No tomes frula.
—No tomé.
—Hacete ver.
—Aunque sea dejame tu celu… –le dijo, tímido. Elizabeth le regaló media sonrisa.
—Llamame cuando reviva.
4
Daniel daba vueltas en la cama, mareado y agitado. Dudó en ir a ver a un doctor porque se había tomado dos birras y no se le pasaba. Pensó que era un sofocón pero no sudaba. Empezaron los temblores. Uy, este tembleque es nuevo, pensó mientras deliraba en la cama.
No había ido al banco ni llamado a su madre. No iba a poder encarar. El malviaje siguió con un precipitado bajón de presión que lo tumbó boca abajo en el piso y no se pudo levantar. Veía nublado, medio ciego, el suelo y el techo se movían tipo en una calesita macabra.
Se puso de pie como pudo, llegó hasta el baño y vomitó la cerveza y algunas cosas más. Abrazado al inodoro, el frío del piso lo reconfortó levemente. El mareo seguía, se sentía débil y sin fuerza. Una fiebre repentina en la panza empezó a subir.
Se tomó la barriga preocupado de que fuera alguna gilada que había comido, pero no había comido nada fuera de lo común. Pensó en comer pan hasta sentirse bien. Esas cosas a veces funcionan, pensaba, pero no se podía levantar del suelo del baño. La fiebre empezó a tomarle el abdomen y las tripas, se cagó encima en pocos segundos. La diarrea corría pegajosa, achiclada. Salían bolitas cada tanto de algo que no recordaba haber ingerido en su vida. Sus intestinos se estrujaron por completo. A gatas se subió a la bañadera. Se metió. Se limpió.
Afiebrado y mareado recibió el chorro de agua tibia pero nada lo aliviaba. Tenía que limpiarse la mierda. Otro estornudo intestinal volvió a sorprenderlo y salió de su cuerpo un chorro de materia verduzca. No entendió si lo soñó, lo alucinó o lo estaba viviendo.
¿No hay nadie que me ayude?, preguntó al cielo raso temiendo por su vida, con la garganta seca y la respiración agitada. Empezó a enjabonarse las piernas y los pies. Corría el agua sucia por el resumidero. Dejó la ducha abierta, salió de la bañera y con el trapo de piso limpió la mugre del baño. Le tiró un chorro de champú al suelo y abrió el agua caliente. Limpiaba y escurría el trapo en la ducha. Estaba asqueado con ese festín de intestinos que enchastraba azulejos y mosaicos.
Limpió el baño hasta el último rincón y volvió a meterse en la ducha. La agitación seguía y estaba seguro de que eso era una taquicardia. En una guardia le habrían dicho gastroenteritis con ataque de pánico. Le dio miedo cagarse encima en la sala de espera y se determinó por no ir. Empezó a enjabonarse el cuerpo. Se refregaba con fuerza para castigarse: por estar tan enfermo o por lo que mierda fuera que le estaba pasando.
El ardor en el abdomen bajaba hasta su pubis, la pija seguía achicharrada igual que en el trabajo. Con la esponja se puso una buena cantidad de champú en el cuello y empezó a enjabonarse. Con la mano bajó hasta el orto, algo cagado, y empezó a limpiárselo. La cosquilla fue inmediata. No sabía si era la fiebre pero siguió limpiándose la raya un rato más. Se le escaparon algunas risitas y cuando se quiso dar cuenta tenía tres dedos refregándole el ano y haciéndole mimitos. La esponja le mimaba la zona y a medida que se limpiaba más adentro el ardor abdominal le bajaba.
El mareo se convirtió en un sopor agradable, tipo cuando te ponen un trapo húmedo en la frente en plena borrachera.
Daniel no estaba muy seguro de con qué se secó ni cómo salió del baño. Por ahí estuvo un rato parado en el living secándose con el ventilador o se quedó recostado hasta escurrir el agua del cuerpo. No estaba muy seguro de cómo ni de en qué momento llegó al cuarto de Manolo. Era de noche y Manolo dormía en el sommier con las dos ventanas abiertas de par en par. La cama ocupaba todo el cuartito. Dormía destapado, con un jogging, en cuero. Daniel recién bañado, entre ido y dormido, desnudo se le subió arriba a gatas.
Manolo respiraba profundamente dormido con la cabeza echada en la almohada y la boca entreabierta. El jogging gris y descolorido revelaba el bulto de una gomosa erección. Abierto de gambas, Daniel se subió a la entrepierna de Manolo y apoyó la cola sobre el bulto y se acomodó tipo un pie cuando calza en el zapato del talle adecuado.
El calor bajó de pronto y se diseminó por el resto de los miembros de su cuerpo. Estiró los huesos y con la columna erguida sintió que el alivio por fin estaba llegando. Abierto de piernas, intuitivamente, empezó a menear su cintura sobre la entrepierna de Manolo. El bulto gomoso comenzó a desenroscarse con soltura, atrapado entre el jogging y el perineo de Daniel. El calor de la sangre de su amigo le agradó mucho. Una completa sensación de bienestar le llegó al maltrecho cuerpo de Daniel.
Sintió los dedos de las manos de Manolo moverse de a poco. Siguió meneando su pelvis sobre la pelvis de su amigo. La fuerza lo hacía toparse contra los huesos de la cadera de Manolo y la tranquilidad le llegó a su taquicárdico corazón.
—¡Daniel! ¡La puta madre! –gritó Manolo abriendo los ojos. Daniel hizo fuerza para que no se moviera. Ávido, abrió más las piernas y las cruzó sobre la cintura de Manolo. Le hacía bajito “shh, shh”, con los ojos entrecerrados. No podía parar de menearse.
Manolo lo tomó fuerte de la cintura y lo sacó de la cama, lo estrelló contra la pared. Asustado, recién despierto, se tocó el cuerpo buscando qué le habían hecho mientras dormía. Le pidió por favor que se fuera, que lo deje dormir, enojado, perturbadísimo, asustado.
Daniel salió del cuarto, confundido. Manolo cerró la puerta de un portazo. Daniel