Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
con méritos idénticos o superiores a los suyos, sin trabajo. No puedo justificar nombrar a una mujer, estadounidense para más señas, en vez de a un hombre que lo merezca más.
—Soy una estadounidense que enseña literatura americana —respondió atónita—. Tengo una perspectiva única que ni el mejor de mis colegas alemanes varones podría aportar.
—Dígame, frau Harnack —dijo Schönemann, hojeando unos papeles que tenía sobre la mesa—. ¿Sigue animando a sus alumnos a que estudien el marxismo como «una solución práctica a los males del presente», como escribió hace unos meses?
Mildred vaciló.
—Sí.
—Qué lástima. Puede que los anteriores directores del departamento tolerasen una pedagogía tan aberrante, pero yo no. —Se levantó bruscamente, pero aunque Mildred comprendió que la entrevista había terminado, permaneció sentada, incapaz de reaccionar—. Mientras continúe con sus estudios, no lo olvide. Aunque queda despedida como profesora, no ha sido expulsada de la universidad.
—Herr Schönemann, le pido que recapacite. Por favor, eche otro vistazo a mi expediente. Verá que las evaluaciones que me han hecho son excelentes y que he recibido varias menciones…
—En ese caso, estoy seguro de que continuará ocupando sus días con trabajo productivo. —Señaló la puerta—. Como sería difícil encontrar un sustituto a estas alturas, puede usted seguir hasta fin de curso. Que tenga usted un buen día, frau Harnack.
Mildred asintió con la cabeza y se fue antes de que cambiara de opinión y la expulsase también de la escuela de posgrado.
Más tarde, cuando le contó al grupo de Literatura Americana Moderna que en otoño no iba a seguir, fue tal el clamor con que los alumnos expresaron su rabia y su indignación que temió que los profesores de las clases cercanas se quejasen. En los días siguientes, su estudiante Sara Weitz hizo circular una petición exigiendo su readmisión. Sara y sus amigos reunieron más de cien firmas, pero aunque la lealtad de los alumnos la animó, los esfuerzos fueron en vano.
El último día del curso, cuando volvió de supervisar el último examen final, un grupo de estudiantes se presentó en su despacho mientras vaciaba su escritorio.
—Todos le deseamos lo mejor —dijo Sara, dándole un precioso ramo de flores.
—Schönemann está cometiendo un error terrible —afirmó otro estudiante, Paul Thomas, un veterano de guerra que había perdido un brazo en la Gran Guerra.
—Tenéis razón —dijo Mildred como a la ligera, forzando una sonrisa—, pero, por favor, no se lo hagáis pagar al nuevo profesor.
Sara, Paul y un montón de estudiantes más insistieron en acompañarla a casa y le llevaron hasta Zehlendorf sus cajas de libros y sus archivos. Apostada en su ventana, frau Schmidt miraba recelosa con cara de odio mientras Mildred hacía pasar al grupo de jóvenes a su piso, pero Mildred se limitó a sonreír tocándose el ala del sombrero a modo de alegre saludo y cerró la puerta.
Una vez dentro, sacó pan, queso, rodajas de salchichas ahumadas y una botella de schnaps. Al poco rato llegó Arvid cargado de provisiones, interrumpiendo un acalorado debate sobre los méritos del socialismo frente a los del comunismo. Se sumó de buen grado a la conversación mientras Mildred sacaba más comida para sus invitados. Parecía una fiesta como Dios manda.
Se quedaron hasta pasada la medianoche hablando de política y literatura, y algunos de los estudiantes más imaginativos fraguaron complicadas argucias para conseguir que Mildred recuperase su empleo. Al final, en la última media hora, el ambiente se puso melancólico.
—Nos seguiremos viendo en el campus —les recordó Mildred cuando se estaban despidiendo—. Podemos formar nuestro propio grupo de estudios. Herr Schönemann puede echarme del profesorado, pero nadie puede impedir que nos reunamos por nuestra cuenta para hablar de lo que se nos antoje.
—Al menos, por ahora —murmuró Paul.
—Ni ahora ni nunca —dijo Mildred con firmeza, pero aunque los estudiantes asintieron con la cabeza, sus semblantes estaban oscurecidos por la rabia y la duda.
La pérdida del sueldo de Mildred significaba que Arvid y ella ya no podían permitirse vivir en Papageiensiedlung. Por mucha pena que le diera abandonar el rincón del bosque en el que tan felices habían sido, no iba a echar de menos las miradas recelosas de sus vecinos nacionalsocialistas. Después de una breve búsqueda y gracias a una carta de recomendación de un amigo del grupo ARPLAN, alquilaron tres habitaciones en un quinto piso del número 61 de la calle Hasenheide, más o menos a un kilómetro al norte del campo de aviación Tempelhof, cerca de la basílica de San Juan y del parque Hasenheide. El inmueble estaba en el límite noroeste de Neukölln, un barrio obrero con una nutrida población comunista.
—Si tengo que escoger entre vivir con los pardos o con los rojos, me quedo con los rojos sin pensarlo —dijo Arvid después de que firmasen el contrato de alquiler.
Abandonaron su piso discretamente, al amparo de la noche, y no dejaron ninguna dirección de destino, lo cual le trajo a Mildred el incómodo recuerdo de su infancia en Milwaukee y las numerosas ocasiones en que su padre, desempleado y con varios meses de retraso en el pago del alquiler, había trasladado a la familia de una casa a otra para huir de un casero malhumorado.
Mientras Arvid y ella deshacían las maletas y se instalaban, Mildred decidió centrarse en todo lo que le encantaba de su nuevo hogar y no pensar obsesivamente en lo que echaba de menos del antiguo. Las habitaciones estaban maravillosamente decoradas con atractivos colores modernos: cálidos amarillos, marrón café con leche, azules y verdes claros, y el mirador del cuarto de estar dejaba pasar mucha luz, refrescantes brisas y preciosas vistas de las anchas avenidas bordeadas de árboles. Mildred tenía una habitación propia, pequeña y soleada, con su mesa, sus estanterías y su lámpara favorita, y aunque ni ella ni Arvid lo decían, algún día, cuando fuera necesario, sería el cuarto perfecto para los niños. Arvid colocó su escritorio en el cuarto de estar, cerca de dos jarrones muy altos que Mildred adornó con ramos de cosmos color lavanda. Durante el día, pero sobre todo a primera hora de la mañana, el piso se llenaba de los aromas dulces y tentadores de la pastelería de la planta baja.
—Es el lugar perfecto para dos estudiosos como nosotros —le dijo a Arvid cuando terminaron de colocarlo todo—. La luz, el aire y estas habitaciones tan agradables nos servirán de estímulo y trabajaremos de maravilla, estoy segura.
Su primera tarea fue buscar un nuevo puesto como profesora para el trimestre de otoño.
Actualizó su currículum, reunió cartas de recomendación y pidió información de todo tipo, armándose de valor para enfrentarse a respuestas indiferentes e incluso hostiles. Insistiría todo lo que hiciera falta. Lo único que tenía que hacer era encontrar un centro de enseñanza en el que ser una mujer estadounidense antifascista fuese una ventaja, no un inconveniente.
Capítulo siete
Julio de 1932
Sara
Dieter llevaba más de quince días en Budapest y Belgrado por negocios, pero cuando la madre de Sara sugirió que celebrasen su regreso con una cena familiar en la residencia de los Weitz, Sara se quedó tan sorprendida que vaciló antes de aceptar. A veces sus padres charlaban un ratito con Dieter cuando iba a buscarla, y una tarde, después de que la acompañase a casa, le habían invitado a tomar un café y pastel, pero una invitación a cenar era otra cosa completamente distinta. Sara no podía evitar decirse que ojalá se debiera a un cambio en los sentimientos de sus padres hacia Dieter, un deshielo de aquella reserva cortés que, se temía, encubría su pesadumbre y su decepción.
Desde el principio, Sara había sospechado que a sus padres no les acababa de gustar del todo su relación con Dieter, aun cuando no tuviesen nada personal contra él. Dieter y ella se habían conocido a través de Wilhelm y del jefe de Dieter, al que Wilhelm había contratado para que le suministrase un raro mármol italiano con el