Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
y nada más verle se había quedado impresionada por su atractivo, su seguridad en sí mismo y sus atentos modales. Amalie le había invitado a comer con la familia antes de emprender el largo viaje de vuelta a Berlín, y Sara y él se habían enfrascado tanto en la conversación que Amalie dijo entre risas que se sentía desplazada. Al despedirse, Dieter le preguntó si podían quedar en Berlín para seguir la conversación, y Sara fingió un momento de prudente reflexión antes de responder que sí. Amalie y Wilhelm le tomaban el pelo diciéndole que estaba embelesada con los soñadores ojos azules de Dieter y su sonrisa deslumbrante, pero, en realidad, lo que más admiraba de él era su tranquila confianza en sí mismo, las historias de sus viajes a lugares remotos y capitales famosas que ella solo conocía por los libros y su asombrosa perseverancia, que le había permitido embarcarse en una carrera profesional de éxito partiendo prácticamente de cero. Se había ganado todo lo que tenía con su trabajo, y Sara jamás le había oído ni una sola palabra de amargura o de envidia sobre otros hombres que se beneficiaban de los contactos y las fortunas de sus familias.
Los padres de Sara no habían puesto ninguna objeción a su primera cita, pero habían enarcado las cejas e intercambiado miradas elocuentes cuando les había anunciado la segunda. Dieter y ella llevaban dos meses saliendo cuando Sara oyó a su madre lamentándose con una amiga sobre la desafortunada predilección de sus hijas por los gentiles. Wilhelm era estupendo, se había apresurado a añadir, y en absoluto lamentaba que Amalie se hubiera casado con él y le hubiera dado dos nietas preciosas, pero que Sara siguiera por el mismo camino le partía el corazón. Que una de tus hijas se casara con un gentil era mala suerte. Dos, una tragedia.
Sara se había apartado en silencio con las mejillas al rojo vivo. No había estado pensando en el matrimonio, ni con Dieter ni con nadie; desde luego, no a corto plazo. Hacía tiempo que había decidido sacarse el doctorado, viajar al extranjero y forjarse una carrera profesional antes de casarse y formar una familia. Pero a medida que Dieter y ella seguían viéndose, empezó, casi sin darse cuenta, a dar vueltas al asunto. Quería que las cosas siguieran como estaban, pero Dieter le sacaba varios años y quizá quisiera sentar la cabeza pronto. A veces hablaban de sus creencias y tradiciones religiosas, pero nunca de los abrumadores desafíos a los que se enfrentaban los judíos y los cristianos que se casaban. Y aunque Amalie y Wilhelm habían demostrado que podía hacerse con elegancia y comprensión, Sara sabía por las confidencias de su hermana que su felicidad no había sido coser y cantar.
Por ahora, lo único que deseaba era disfrutar del tiempo que pasaba con Dieter sin preocuparse por el futuro. No obstante, si en los años venideros los sentimientos se hacían más profundos y seguían siendo tan felices juntos como ahora…, entonces ya vería. Cuando no fuera capaz de imaginarse viviendo sin él, se casaría con él, si se lo pedía.
Desde hacía varias semanas, el tema predominante en los cafés y en la prensa habían sido las inminentes elecciones. Al presidente Hindenburg, de ochenta y cuatro años y con mala salud, le habían convencido para que se presentase a la reelección porque su partido, el de los socialdemócratas, le consideraba el único hombre que podía derrotar a Adolf Hitler y persuadir a las facciones rivales para que colaborasen por el bien superior. En las calles de Berlín, los fascistas y los comunistas andaban siempre a la gresca: un grupo atacaba al otro, este tomaba represalias y se desencadenaba una espiral de violencia cada vez mayor. Frau Harnack había dicho una vez a su grupo de estudios que los tiroteos le recordaban los enfrentamientos que había en Chicago entre las bandas mafiosas por el territorio.
La víspera de la cena, los nacionalsocialistas habían celebrado un inmenso mitin de campaña en el Lustgarten, la gran plaza de enfrente del palacio del káiser. Miles de obreros e intelectuales comunistas fueron hasta allí a manifestarse, pero se encontraron con que la plaza ya estaba abarrotada de apasionados nacionalsocialistas, casi todos vestidos con la indumentaria nazi. Natan cubrió el acto para el Berliner Tageblatt, y más tarde dijo a la familia que, a juzgar por las pancartas con eslóganes, las canciones triunfales, el revoloteo de minúsculas banderas con la esvástica, como un inmenso enjambre de furiosas polillas rojas, negras y blancas, al menos había cuatro veces más nazis que comunistas.
Mientras su hermano describía la escena, Sara escuchaba incrédula. ¿Cómo podía apiñarse tanta gente en el Lustgarten para jalear a los nazis? ¿Acaso no entendían lo que defendían los fascistas? Los nazis siempre habían sido un partido marginal. ¿De dónde salían estas multitudes de simpatizantes?
—El mitin ya ha pasado, pero habrá más. —Natan cruzó una mirada con Sara, que supo que más le valía prepararse para encajar la disculpa que iba a darle su hermano—: Lo siento, Sara, pero mañana no voy a poder venir a la cena.
—¡Pero es que quiero que conozcas a Dieter!
—Ya le conozco.
—Pero quiero que le conozcas mejor. Amalie y Wilhelm ya dijeron que no venían. ¿Qué va a pensar Dieter si tú tampoco vienes?
Natan se encogió de hombros.
—Pensará que a veces pasan cosas importantes en momentos inoportunos y que tengo que adelantarme a la competencia y sacar la primicia. Es un hombre de negocios. Discúlpate por mí y lo entenderá.
Pues claro que Dieter lo entendería, pero no se trataba de eso. Sara había contado con la ayuda de su hermano en caso de que la conversación se descarriase y acabase en aguas turbulentas. Natan sabía hablar con todo el mundo, conducir hábilmente a la gente de un tema a otro y sacar información de una manera tan sencilla y amable que no se daban cuenta de lo mucho que habían revelado hasta que ya era demasiado tarde.
Bien pensado, quizá fuera mejor que Natan no viniese.
La tarde siguiente, Sara se puso su vestido de flores, ayudó a su madre y a la cocinera con los preparativos de última hora y esperó impacientemente en el vestíbulo hasta que sonó el timbre de la puerta. Sus padres estaban justo detrás de ella cuando abrió y le hizo pasar, de manera que, con gran disgusto para Sara, el ansiado encuentro fue poco natural, un fugaz apretón de manos y un casto beso en la mejilla, ojos que prometían más si tan solo pudieran sacar un momento solas…
Dieter había venido con regalos, una botella de vino de Tokaji para sus padres y un exquisito encaje bordado tradicional, tan bonito que, al quitarle el papel de seda en el que venía envuelto, Sara soltó un gritito de placer. Lo que no podía decir en voz alta era que mucho más grato todavía era verle a él. Había venido con su mejor traje, que resaltaba los anchos hombros y la delgada cintura; llevaba el cabello, rubio miel, pulcramente peinado a un lado, y así seguiría hasta que ella tuviera la oportunidad de alborotárselo; y el hoyuelo que asomaba en su mejilla izquierda cada vez que sonreía la dejaba ligeramente aturdida. Mientras daban cuenta del pato asado con patatas, Dieter estuvo charlando con sus padres, contándoles sus viajes, los lugares de interés que había visto, los negocios que había cerrado con éxito. Sara intentó intervenir en la conversación con comentarios inteligentes, pero se temía que debía de haberse pasado toda la cena contemplándole con adoración, como una niña boba deslumbrada por una estrella de cine.
El hechizo se rompió a los postres, cuando Dieter mencionó que había leído el reportaje de Natan sobre el mitin del Lustgarten en el periódico de la mañana.
—Lo describía de una manera tan gráfica que me daba la impresión de estar viéndolo con mis propios ojos —comentó—. Siento habérmelo perdido.
Por el rabillo del ojo, Sara vio que sus padres intercambiaban una mirada significativa.
—Aunque Dieter no habría participado, ni siquiera aunque hubiese podido —se apresuró a decir Sara, forzando una sonrisa—. Dieter no es ni un nacionalsocialista ni un comunista.
—Ni tampoco Natan, y estaba allí —dijo Dieter.
—Por motivos profesionales —repuso Sara con una mirada de advertencia.
No pareció que Dieter la registrase.
—Si no hubiera estado trabajando, lo mismo me habría pasado a echar un vistazo.
—No como participante sino como espectador, ¿no? —apuntó el padre de Sara.