Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Y de repente, a finales de octubre, un día precioso y despejado teñido de los vivos colores del otoño, Arvid salió a buscarla al jardín, donde estaba estudiando a la luz del sol de la tarde.
—Lo siento, liebling —dijo en tono grave, dándole un periódico—. Malas noticias de Estados Unidos.
Echó un vistazo a los titulares y el corazón le dio un vuelco. La bolsa se había derrumbado después de haber perdido en dos días más de tres mil millones de dólares.
Se armó de valor.
—¿Arvid?
Con su formación académica y su experiencia, seguro que sabía tanto como los de Wall Street de lo que significaba esto para su país.
Arvid la miró a los ojos y movió la cabeza. Mildred comprendió que lo peor aún estaba por llegar.
Capítulo dos
Octubre de 1929-julio de 1930
Greta
En su última carta desde Wisconsin, Greta había dicho a su familia que no fuese a recibirla al puerto de Hamburgo, pero cuando desembarcó y dio sus primeros pasos tambaleantes por el muelle, sintió una punzada de profunda soledad y deseó que hubieran hecho caso omiso de sus instrucciones. A su alrededor, las parejas se abrazaban y las familias saludaban a sus seres queridos después de las largas ausencias, mientras que ella caminaba sola con una maleta en cada mano.
Desde la oficina de la estación, envió un telegrama a sus padres para hacerles saber cuándo llegaba y se apresuró a coger el tren a Fráncfort del Óder. Mientras el tren hacía el trayecto de casi cuatrocientos kilómetros en dirección sudeste, vio pasar el paisaje a toda velocidad por la ventana del vagón de segunda. Curiosamente conmovida, se asombraba de lo poco que había cambiado su patria en los dos años que llevaba estudiando en el extranjero, a pesar de lo mucho que había cambiado ella.
Horas después, el tren dio unas sacudidas y se detuvo en una estación cerca de la frontera polaca. Al oír que el revisor anunciaba «Fráncfort del Óder», la expectación le hizo estremecerse. Cogió sus pertenencias y nada más bajar al andén fue recibida con un fuerte abrazo que la levantó del suelo. Sorprendida, soltó las maletas.
—¡Hans! —exclamó. Besó a su hermano en la mejilla, sin aliento por la emoción. ¡Qué buen aspecto tenía, tan alto, tan fuerte, los azules ojos brillantes y alegres, el cabello más oscuro y rizado de lo que recordaba!
—Bienvenida a casa, hermanita —dijo agarrando las asas de las maletas y dirigiéndose a la salida del andén—. Te has quedado flacucha. ¿Qué pasa, que en Wisconsin no había comida alemana como Dios manda? Mutti se va a empeñar en cebarte.
Solo de pensarlo, a Greta le sonaron las tripas.
—Que se empeñe todo lo que quiera, yo encantada.
—Está planeando una cena para mañana por la noche —dijo Hans abriéndose paso entre el gentío para salir a la calle—. Solo la familia y algunos vecinos, y todos tus platos favoritos.
—Espero que no se meta en muchos gastos.
—Ya conoces a mutti. Regateará con el carnicero y le zurcirá la ropa al panadero a cambio de pan, y papá presumirá de su astucia hasta que se ponga colorada.
Greta se rio, los ojos rebosantes de lágrimas de felicidad. Había echado de menos las bromas de su hermano sobre las entrañables rarezas de sus seres queridos, que incluían la frugalidad de su madre. Mutti tenía el don de preparar comidas nutritivas y deliciosas con ingredientes escasos, habilidad esta que la familia ensalzaba como virtud moral pasando discretamente por alto el hecho de que era fruto de la necesidad.
Durante los espantosos y turbulentos años de la Gran Guerra, los padres de Greta habían mantenido a raya la pobreza gracias al esfuerzo y a pura fuerza de voluntad. El padre era herrero en una fábrica de instrumentos musicales, y entre los recuerdos infantiles más vívidos de Greta estaba el de verle desplegar láminas resplandecientes de latón, poner encima los moldes y recortar meticulosamente intricadas piezas con las que construía cornetas, fiscornos y tubas. Su madre trabajaba a destajo de costurera, sobre todo haciendo ropa y mantas para unos lujosos almacenes de Berlín.
En cuanto pudo, Greta empezó a ganarse el sustento limpiando zapatos, pero sus padres habían insistido en que, salvo la iglesia, lo primero eran los estudios. Se habían apretado el cinturón y se habían sacrificado para costear los gastos de la oberschule, y años después, cuando Greta fue aceptada por la Universidad de Berlín, casi habían reventado de orgullo. Empeñada en pagarse sus gastos, había encontrado trabajo en un orfanato de Neukölln, un peligroso barrio industrial habitado sobre todo por comunistas, obreros e indigentes. La época del orfanato le había enseñado que, aunque su familia había pasado apuros, había gente que había sufrido privaciones mucho mayores. Aprendió a agradecer lo que tenía y a compadecer a la gran multitud de personas que tenían mucho menos. Empezó a sentir indignación por el sufrimiento de los inocentes y se hizo el firme propósito de mejorar su suerte, como pudiera y siempre que pudiera.
Desde el primer momento, sus padres la habían animado y se habían enorgullecido de sus éxitos. ¿Qué iban a pensar ahora que había vuelto de su gloriosa aventura estadounidense con recuerdos maravillosos, pero sin un doctorado que recompensase la dedicación de su hija y sus propios sacrificios?
Las aprensiones de Greta se dispararon al ver el hogar de su infancia: tres pisos estrechos de piedra y yeso, modestos pero muy bien cuidados, de una solidez y una resistencia reconfortantes en comparación con Madison, donde hasta los edificios más antiguos parecían sorprendentemente nuevos. Pero cuando cruzó el umbral que tan bien conocía, sus padres la recibieron con cálidos abrazos y lágrimas de felicidad. Greta contuvo los sollozos mientras los abrazaba, midiendo sus fuerzas al ver las nuevas arrugas, el cabello más encanecido, la espalda ligeramente encorvada de su padre y, con todo, el mismo brillo de amor y orgullo en sus ojos.
Durante la cena del día siguiente, todos, familia y amigos, proclamaban con alegría que estaban seguros de que había representado a Fráncfort del Óder con honores. Se mostraron tan amables y orgullosos que por un instante Greta temió haber olvidado decirles que no se había sacado el doctorado.
A la mañana siguiente, mientras ayudaba a su madre a limpiar la cocina después del desayuno, se armó de valor, respiró hondo y dijo:
—Mutti, siento haberos fallado a ti y a papá.
Perpleja, su madre arrugó el rostro suave y redondo.
—¿Se puede saber a qué viene esta tontería?
—¡Irme tan lejos y tanto tiempo, cuando podría haberme quedado a ayudar a la familia… y todo para volver con las manos vacías!
—Cielo mío —dijo su madre, indicándole que se sentase a la mesa de la cocina y sentándose a su lado—. Todavía no has alcanzado tu meta. Eso no significa que no vayas a alcanzarla nunca.
—Pero no me he doctorado, y no tengo trabajo…
—Pues entonces, te sacarás el doctorado y encontrarás trabajo. —Su madre la miró con amorosa conmiseración—. Me di cuenta en tu última carta de que estabas agotada y desanimada. Tómate un tiempo antes de volver a los estudios.
—Mutti —Greta escogió sus palabras con cuidado—. No creo que mis problemas vayan a resolverse con unas vacaciones.
—En cualquier caso, te sentarán bien. Además, aunque quisieras no podrías retomar los estudios en mitad del curso.
La expresión de su madre rebosaba tanto orgullo y confianza que Greta no tuvo valor para confesar sus dudas.
—Tendré que buscar algo que hacer mientras tanto —se limitó a decir—. He pensado que podría buscar trabajo en Berlín. No me hace ninguna gracia dejaros nada más llegar, pero…
—Por nosotros no te preocupes. Pues claro que sí,