Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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también tengo algo que confesar. No soy francesa. Nací en Fráncfort del Óder y vivo en Berlín.

      Por unos instantes se quedó mirándola boquiabierto, y acto seguido se echó a reír.

      —¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó en alemán, acodándose sobre la cama—. Di por hecho que eras…

      —En efecto, lo diste por hecho. —Sonrió con malicia—. Me pareció divertido seguirte el juego.

      Adam deslizó la mano por su hombro y al llegar a la cadera le dio un cachetito en las nalgas.

      —Qué niña más traviesa, ¡mira que engañarme de esa manera!

      —Seguro que tú tienes un montón de secretos.

      —¿Yo? En absoluto. Mi vida es un libro abierto. —Se puso boca arriba, agarrándola con un brazo y pasándose el otro por debajo de la cabeza—. Adelante. Pregúntame lo que quieras.

      —Supongo que la pregunta más importante es… —Se interrumpió, se pensó dos veces los interrogantes que le venían inmediatamente a la cabeza y en su lugar preguntó—: ¿Qué vamos a hacer hoy?

      —Primero, desayunar. Después, haz lo que más te apetezca. Si quieres puedo recomendarte varios planes, pero a mí me esperan horas y horas de citas y conferencias y no voy a poder acompañarte.

      —Claro, claro —se apresuró a decir, chafada—. No me refería a…

      —Pero espero que cenes conmigo esta noche.

      —¿Cenar?

      —Y después, más cosas, si quieres.

      Hablaba con tono despreocupado, pero en su voz había un eco excitante, prometedor.

      —Bueno, tal vez quiera… —respondió ella, cogiéndole de la barbilla y acercándole la cara para besarle.

      Durante el resto del Theaterkongresse, Greta pasó los días con la delegación francesa y las noches con Adam. A veces se sumaban a cenar algunos colegas de Adam, y a Greta le asombraba su buena suerte cuando le daban sus tarjetas y la animaban a que se pusiera en contacto con ellos en relación con posibles trabajos en distintos teatros berlineses… Trabajos mal pagados y nada sofisticados que la ayudarían a abrirse paso y podrían llevar a algo mejor. Pero, por alguna razón, la importantísima misión de buscar empleo había sido eclipsada por su floreciente idilio con Adam. Jamás se había colado tanto ni tan deprisa por nadie, y era tan emocionante como aterrador.

      El último día del congreso, hizo la maleta con gran pesar. ¡Ojalá Adam y ella volvieran a Berlín en el mismo tren! Pero Adam iba a quedarse un día más para impartir una clase magistral en la Universidad de Hamburgo.

      Fue a despedirla a la estación. Ya se habían intercambiado las tarjetas, pero cuando empezó a subir al tren después de darse el beso de despedida, Greta vaciló en la escalerilla.

      —¿Volveremos a vernos? —preguntó, avergonzada del tono desesperado de su voz.

      —Claro que sí, cielo —dijo él, frunciendo el ceño con cara de desconcierto—. ¿Por qué no íbamos a vernos? Tan pronto como revise todo el trabajo que se me ha ido acumulando en el Staatstheater en mi ausencia, te llamaré.

      —Prométemelo.

      Se llevó la mano al corazón.

      —Te lo prometo.

      Greta esbozó una sonrisa fugaz, y se dio media vuelta para subir antes de que Adam viera la duda que había asomado a sus ojos y la tomase por arrepentimiento.

      De vuelta en casa, abrió de par en par las ventanas para que entrase la cálida brisa veraniega y se zambulló en su trabajo dando clases, corrigiendo textos y retomando los contactos que había hecho en el Theaterkongresse por si le salía un trabajo más lucrativo y gratificante. Día y noche la perseguía el recuerdo de las caricias de Adam, de su voz, de aquellos ojos penetrantes que la miraban con admiración mientras hablaban de teatro y de política.

      Al cabo de tres días todavía no había dado señales de vida, pero Greta resistió la tentación de pasar por delante del Staatstheater con la esperanza de propiciar un encuentro. Entonces, al cuarto día, al volver a casa después de entregarle un manuscrito corregido al editor, la casera salió al vestíbulo con un papelito en la mano.

      —La ha llamado un tal doctor Kuckhoff esta mañana, dos veces —dijo dándole la nota—. Dice que le llame lo antes que pueda. ¿Está usted enferma?

      —No, estoy bien, gracias —dijo Greta por encima del hombro mientras corría a devolverle la llamada.

      La voz de Adam era cálida y seductora. Le pidió que fuera a cenar con él esa misma noche y Greta aceptó sin pensárselo dos veces. Como era consciente de que frau Kellerman no le quitaba ojo y además no tenía ganas de que su vida privada fuera la comidilla del resto de los inquilinos, no invitó a Adam a su cuarto cuando la acompañó a casa bien pasada la medianoche, a pesar de que los dos estaban achispados y ardiendo de deseo. La siguiente vez que se vieron, dos noches después, abandonaron la cautela y subieron sigilosamente, conteniendo la risa y abrazándose con ímpetu nada más cerrar la puerta. Mucho antes del alba, mientras los demás habitantes de la casa dormían, Adam bajó furtivamente las escaleras con los zapatos en la mano.

      El mes de julio transcurrió entre maravillosos placeres sensuales y esperanzas renacidas. Adam y ella pasaban tantas tardes juntos que, a fin de evitar ofender el sentido del decoro de Frau Kellerman, de vez en cuando sugería que fueran a casa de él. Pero Adam siempre encontraba una razón para negarse: que si ella vivía más cerca, que si no había venido la asistenta y le avergonzaba que viera la casa hecha una leonera… Greta habría tenido motivos para sospechar, de no ser porque Adam no tenía el menor reparo en presentársela a sus amigos cada vez que se encontraba con alguno en un restaurante o en el Tiergarten, el antiguo coto de caza de la realeza que ahora era un precioso parque público de doscientas cincuenta hectáreas con senderos para pasear a pie o en bici que serpenteaban entre bosquecillos, jardines de flores cultivadas, fuentes y estatuas. Uno de los colegas de Adam hasta llegó a contratarla para que organizase la caótica biblioteca de guiones de su teatro, un trabajo que mientras durase estaba medianamente bien pagado. Todos sus conocidos se mostraban amistosos y corteses, y detrás de sus sonrisas no se adivinaba el menor rastro de desaprobación. Así pues, se dio a sí misma la orden de no estropear las cosas con preocupaciones sin fundamento.

      Entonces, un día de comienzos de agosto, cuando acababan de sentarse a una mesa de un café frecuentado por el mundillo del teatro, Adam vio a un director con el que tenía que hablar urgentemente.

      —Vuelvo en un tris, cariño —dijo inclinándose para besarla en la mejilla—. Ve pidiendo algo rico.

      Eso hizo, pero al irse el camarero se acercó Ursula y se sentó en la silla vacía de Adam.

      —Vaya… —dijo marcando las sílabas y arqueando las cejas— Conque Kuckhoff y tú…, ¿eh?

      Greta se encogió de hombros sin comprometerse, pero no pudo contener una sonrisa.

      —Ya veo. —Ursula se recostó en la silla y la miró de arriba abajo—. Bueno, si te estás acostando con él para promocionarte, soy la menos indicada para juzgarte, pero espero de todo corazón que no te enamores de él.

      —¿Y eso por qué?

      —Porque no creo que a su mujer le fuese a gustar.

      Greta la miró, incapaz de nada más por unos instantes.

      —¿Su mujer?

      —¿No lo sabías?

      Negó con la cabeza.

      —Supongo que tampoco habrá mencionado que tiene un hijo de su primera mujer, ¿no?

      ¿Primera mujer? ¿De manera que había dos? Aturdida, Greta volvió a negar con la cabeza.

      —Francamente, debería habértelo dicho. Hace unos años, su primera mujer le abandonó


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