Trilogía de Candleford. Flora Thompson
cambio con tal de ganarse una pinta de cerveza, pero en su hogar era un hombre taciturno, uno de esos que «dejan el violín en la puerta cuando entran en casa», como decía el refrán.
Sin embargo, cuando llegaron a viejos, Queenie siempre lo tenía cerca. Él sabía que cada semana, cuando llegaba el sábado por la noche, tenía que haber ganado al menos unos chelines, o de lo contrario el domingo a la hora de la cena Queenie no tendría nada que servir en la mesa y se sentarían mirándose el uno al otro delante del mantel vacío porque no habría comida.
Cuarenta y cinco años atrás, ella le había servido un plato que le había gustado todavía menos. Una noche llegó borracho y la azotó cruelmente con la correa que usaba para sujetarse los pantalones, y la pobre Queenie se había acostado llorando. Sin embargo, no estaba tan disgustada como para no poder pensar y decidió probar un viejo remedio campestre para ese tipo de agravios.
A la mañana siguiente, cuando él se levantó y comenzó a vestirse no encontró la correa. Posiblemente avergonzado por lo sucedido, no dijo nada. Se sujetó los pantalones con un cordel y se largó a trabajar, dejando a Queenie aparentemente dormida.
Por la noche, cuando volvió a casa a cenar, lo esperaba un delicioso pastel recién salido del horno con un precioso color dorado y una flor dulce en el centro. Aquel obsequio debió de parecerle la perfecta ilustración de aquel viejo dicho: «A la mujer, al perro y al nogal, cuanto más los azotes mejores serán».
—Vamos, Tom —dijo Queenie, sonriente—. Lo he hecho especialmente pa ti. Venga, no seas tímido. Es todo pa ti.
Y entonces le dio la espalda y fingió buscar algo en el armario.
Tom empezó a cortarlo y, de repente, se sobresaltó al ver que, enrollada en su interior, estaba la correa de cuero con la que había golpeado a su mujer. «Se puso más blanco que un fantasma, se levantó y se largó —contaba Queenie tantos años después—. Pero funcionó, porque desde entonces no volvió a ponerme la mano encima».
Quizá, después de todo, las payasadas de Torbellino no fueran pura actuación, pues con el paso de los años se volvió un poco loco y empezó a merodear de un lado para otro hablando solo con una gran navaja abierta en la mano. A nadie se le ocurrió llamar a un médico para que lo examinara, pero todos sus vecinos se volvieron de repente muy amables con él.
Fue en esa época cuando le dio a la madre de sus hijos el mayor susto de su vida. Ella había ido a tender algo de ropa en el jardín, dejando solo al más pequeño durmiendo en su cuna. Cuando regresó, Torbellino estaba inclinado sobre el chiquillo, con la cabeza dentro del capazo de la cuna y tapando completamente al bebé. Cuando ella echó a correr, temiendo lo peor, el pobre y estúpido viejo se incorporó y la miró con los ojos llenos de lágrimas. «¿No es igualito quel niño Jesús? ¿No es igualito quel niño Jesús?», dijo. Y el pequeño, de tan solo dos meses de edad, se despertó en ese momento y sonrió. Era la primera vez que lo hacía.
Pero las hazañas de Torbellino no siempre terminaban tan bien. Le había dado por torturar animales y de vez en cuando aparecía desnudo en los lugares más insospechados. De modo que la gente había empezado a decirle a Queenie que debía plantearse «encerrarlo», justo cuando llegó la gran tormenta de nieve. Durante días la aldea quedó aislada del resto del mundo por ventiscas que pronto dejaron impracticable la estrecha senda que la comunicaba con el exterior. Se acumuló tal cantidad de nieve que en algunos lugares superaba la altura de los mayores setos. Al excavar para abrir camino descubrieron un carro con el caballo aún enganchado a los ejes y todavía vivo, pero ni rastro del muchacho que solía conducirlo. Hombres, mujeres y niños se unieron para seguir excavando con la esperanza de encontrar al menos el cadáver, y Torbellino fue de los que más se esforzaron. Decían que trabajó entonces como no lo había hecho en toda su vida, con una fuerza y una energía asombrosas. No encontraron al muchacho, ni vivo ni muerto, por la sencilla razón de que, al ver que empeoraba la tormenta de nieve, se había marchado a toda prisa campo a través, abandonando el carro y olvidando el caballo, para llegar lo antes posible a su casa en un pueblo cercano. El pobre Torbellino, sin embargo, pilló una neumonía y murió quince días después.
El día de su muerte, al anochecer, Edmund estaba en la parte de atrás de casa, poniendo paja para la noche en sus conejeras, cuando vio salir a Queenie en dirección a sus colmenas. Por algún extraño motivo, Edmund decidió seguirla. Ella iba dando golpecitos en los tejadillos de cada colmena, como si llamara a la puerta, y decía: «Abejitas, abejitas, vuestro dueño ha muerto, así que ahora tenéis que trabajar para la señora». Entonces, al ver al chiquillo, comenzó a explicarse: «Tenía que decíselo, ¿sabes? O de lo contrario todas habrían muerto, las pobres creaturas». Y así Edmund fue testigo de cómo les hablaban seriamente a las abejas acerca de la muerte.
Desde entonces, con el apoyo de la parroquia y un poco de ayuda de sus hijos y sus vecinos, Queenie logró salir adelante. Su principal dificultad era conseguir su onza semanal de rapé, lo único sin lo que no podía pasar. Lo necesitaba tanto como el fumador su tabaco.
Todas las mujeres de más de cincuenta consumían rapé. Era el único lujo de sus abnegadas vidas. «No puedo pasar sin mi pizca de rapé», solían decir. «Es como el comer y el beber», explicaban. Y dando unos golpecitos en los lados de sus cajitas añadían, animando a quien estuviera a su lado: «Ten, querida, prueba un pillizquito».
La mayoría de las mujeres jóvenes ponían cara de asco y rechazaban la invitación, pues el consumo de rapé estaba pasado de moda y era visto como un mal vicio. La madre de Laura, sin embargo, metía las yemas de los dedos índice y pulgar en la cajita y esnifaba un poco con delicadeza, «por educación», como ella decía. La cajita de rapé de Queenie tenía un dibujo de la reina Victoria y el príncipe consorte en la tapa. A veces, cuando ya no quedaba ni un solo grano de polvo, ella metía la nariz en la cajita y decía. «¡Ah! Mucho mejor. Más vale el fantasma de un buen rapé que na en absoluto».
Pero todavía solía disfrutar de un gran día al año, cuando el distribuidor llegaba a la aldea cada otoño para comprarle la producción de miel de sus colmenas. Entonces, junto a la puerta de la alacena, usaba una bolsa de muselina para colar la miel de los panales que se filtraba lentamente hasta caer en un pote rojo colocado justo debajo. Entretanto, a la entrada de su casa, los niños esperaban mientras el «hombre de la miel» sacaba y pesaba los panales. Un año —un año imposible de olvidar—, antes de marcharse, el viajante le había regalado a cada uno un espléndido y chorreante fragmento de panal. Nunca había vuelto a hacerlo, pero ellos siempre esperaban, pues la esperanza es casi tan dulce como la miel.
Cuando Laura era pequeña, cerca de su casa vivía en la más completa soledad un hombre que nunca se había casado. Lo llamaban el «Comandante» y, como su apodo daba a entender, había estado en el ejército. Había servido en muchos lugares del mundo y después había regresado a su lugar de nacimiento para establecerse y llevar una vida sencilla, ordenada y castrense. Todo le fue bien hasta que se volvió viejo y débil. Incluso entonces, durante varios años, hizo todo lo posible para arreglárselas solo en su modesto hogar, pues cobraba una pequeña pensión. Pero entonces cayó enfermo y pasó varias semanas en el hospital en Oxford. Como no tenía parientes ni amigos íntimos, la madre de Laura lo atendió durante un tiempo antes de que lo ingresaran y lo ayudó a recoger algunas cosas que posiblemente necesitaría. De haber podido lo habría visitado durante su estancia en el hospital, pero el dinero no les sobraba y sus hijos eran demasiado pequeños para quedarse solos, de modo que le escribió algunas cartas y le enviaba el periódico cada semana. «Es lo menos que puedo hacer —decía— por ese pobre hombre». Sin embargo, el Comandante había visto mucho mundo y sabía cómo funcionaba, de manera que se sintió muy agradecido por aquellos detalles.
Llegó a casa tarde una noche de sábado tras recibir el alta en el hospital, cuando los niños ya se habían acostado. A la mañana siguiente, Laura, que solía despertarse al amanecer, creyó ver un extraño objeto sobre su almohada. Volvió a quedarse dormida y de nuevo se despertó poco después. Seguía allí. Era una cajita de madera. Se sentó sobre la cama y la abrió. En su interior había una diminuta vajilla de juguete con comida pintada sobre los platos —chuletas, guisantes y patatas nuevas, e incluso una tarta de mermelada con