Trilogía de Candleford. Flora Thompson
Banbury. Pero estoy dispuesto a dejarlos aquí esta noche… y ni siquiera lo llamaría vender, ¡pues me gustan sus caras y además llevo exceso de carga! ¡Escandalosas ofertas! ¡Tremendos precios! ¡Vengan y compren! ¡Vengan y compren!
Pero la gente apenas hacía ofertas. Una mujer ofreció tres peniques por una gran fuente para pudin, y otra, seis por una cazuela de latón. La madre de los niños de la última casa compró un rallador de nuez moscada y un juego de cucharones de madera para cocinar, y la mujer del tabernero se decidió por una docena de vasos y un ovillo de hilo. Entonces hubo una larga pausa durante la cual el vendedor entretuvo a la concurrencia con una aparentemente inagotable serie de chistes y descacharrantes anécdotas. Incluso cantó una canción:
En una ocasión un hombre por su jardín paseaba
y la garganta se cortó con una lasca de pizarra;
de su mujer él obviamente nada volvió a saber,
se golpeó con la tapa de una olla y nadie lo pudo prever.
Había una vez un joven atractivo y amable
que con una seta se envenenó una tarde.
También Joey en la cuna se asfixió con una cuchara de plata
y cuando esta horrible historia escuchéis
pálidos os pondréis como si hubierais estirado la pata.
Los ojos verdes se os pondrán de llorar y os sentiréis abrumados,
así que no finjáis que aquí nada ha pasado.
Un espectáculo muy divertido, sin duda, pero con eso no se ganaba dinero, y por fin empezó a darse cuenta de que en Colina de las Alondras no haría negocio.
—Que no se diga —imploró— que este es el lugar más pobre sobre la faz de la tierra. Compren alguna cosa, aunque solo sea por quedar bien. ¡Miren! —exclamó, cogiendo una pila de extraños platos—. Excelentes platos para ustedes. Todos ellos sobrantes de un servicio de primera categoría. Compren uno de estos y tendrán la satisfacción de saber que están comiendo en la misma vajilla que duques y lores. Solo por un penique y medio cada uno. ¿Quién compra? ¿Quién compra?
Hubo un pequeño rifirrafe por culpa de los platos, pues casi todos los presentes podían permitirse pagar un penique y medio. Pero cada vez que ofrecía algo más caro se topaba con un silencio de muerte. Algunas mujeres empezaban a sentirse incómodas. «Además de ser pobre, no lo parezcas» era otro de sus lemas, y era evidente que aquella situación no las dejaba en buen lugar. Pues ¿quién iba a resistirse a aquellas gangas teniendo dinero en los bolsillos?
Entonces sucedió algo gloriosamente inesperado. El hombre había vuelto a echar mano del juego de té con motivos florales y estaba enseñando una taza a las mujeres de la primera fila.
—¡Pero observen cómo la luz las atraviesa! ¡Mire esto, señora! También usted. ¿No es hermosa esta porcelana? Fina como una cáscara de huevo, prácticamente transparente…, y cada una de esas rosas ha sido pintada a mano con pincel. No dejarán escapar semejante joya, ¿verdad? Puedo ver cómo se les hace la boca agua. Entren en sus casas, queridas, y saquen las medias de debajo del colchón, y la primera que llegue tendrá el juego completo por doce chelines.
Las mujeres iban cogiendo amorosamente la taza, una tras otra, después meneaban la cabeza y se la pasaban a la siguiente. Ninguna de ellas tenía una media escondida con sus ahorros. Sin embargo, justo cuando la taza llegaba de nuevo a manos del hombre, que la cogió algo bruscamente porque estaba perdiendo la fe, se oyó una voz al fondo.
—¿Cuánto había dicho, señor? ¿Doce chelines? Le daré diez.
Era John Price, que justo la noche anterior había regresado de la India después de servir allí como soldado. Por lo general era un muchacho corriente, pues era abstemio y muy serio y no frecuentaba la taberna para beber, como habría hecho cualquier soldado que acaba de volver a casa. Pero, de repente, se convirtió en alguien importante. Todas las miradas se centraron en él. La valía de la aldea estaba en juego.
—Le daré diez chelines.
—No puedo hacerlo, compañero. Me ha costado más que eso. Pero, escucha, te diré lo que voy a hacer. Me das once con seis y añadiré al lote este precioso jarrón de plata dorada para la repisa de la chimenea.
—¡Hecho!
Y así se cerró el trato, el dinero cambió de manos y la aldea recuperó su reputación. Voluntariosas manos ayudaron a John a llevar el juego de té a su casa. De hecho, consideraron todo un honor el poder llevar una taza. Su futura esposa aún estaba fuera trabajando de sirvienta y no podía ver las envidias que suscitó esa noche. Tener algo tan hermoso esperándola en casa, con todas las piezas a juego intactas ¡y tan preciosas! ¡Afortunada, afortunada Lucy! Sin embargo, aunque no podían evitar sentir cierta envidia, también compartieron su triunfo, pues el brillo de prosperidad de aquella compra iluminaba a toda la aldea. Los vecinos de Colina de las Alondras no pudieron permitirse comprar gran cosa esa noche, pero al menos aquel hombre podría decir que allí había dinero y que los aldeanos sabían cómo gastarlo.
No obstante, lo que vino después fue el anticlímax, a pesar de todo muy grato desde el punto de vista de los niños de la última casa. El vendedor estaba exhibiendo un juego de bonitos platos medianos, ideales para servir jamón, manteca o fruta. El precio había bajado de media corona a un chelín sin que nadie dijera nada, cuando una vez más se escuchó una voz desde el fondo de la concurrencia.
—Pásenmelos, por favor. Creo que a mi mujer le resultarán útiles.
Y, mira por dónde, no era otro que el padre de Laura y Edmund, que, de vuelta a casa después del trabajo, se había detenido para averiguar qué sucedía al ver las luces y a toda aquella gente allí reunida.
Quizá en total aquel chamarilero no recaudó más de una libra, es decir, quince chelines más de lo que cualquiera habría imaginado. Sea como fuere, no lo suficiente para tentarlo a volver nunca por allí. Pero, en cualquier caso, aquel año pasó a ser conocido en la aldea como «el año que vino el chamarilero».
7. Love-apples, en el original, que deriva a su vez del francés pommes d’ amour.
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