Trilogía de Candleford. Flora Thompson
podían contar con un aporte de dinero extra si alguna de las hijas que trabajaban fuera enviaba a tiempo un giro postal, por lo que la idea de encargar el barril no resultaba a fin de cuentas demasiado disparatada.
Otros ni siquiera se molestaron en hacer cálculos y, fascinados por la idea, lo encargaron con total despreocupación. Después de todo, como había dicho el viajante, la Navidad solo llegaba una vez al año, y este año sería toda una celebración. Por supuesto, siempre había algún aguafiestas como el padre de Laura, que dijo sardónicamente: «No estarán tan contentos cuando llegue la hora de pagar».
Los barriles llegaron y se abrieron y la cerveza fluyó alegremente. Cuando las pipas se vaciaron el transportista se presentó en la aldea con su delantal de cuero y las cargó en su carromato tirado por robustos caballos. Pero nadie había ido guardando más que unas pocas monedas de cobre en latas de cacao y mostaza que ocultaban en lugares secretos de sus casas con vistas a pagar lo que debían. Cuando llegó el día de saldar la deuda, solamente tres de los compradores tenían el dinero preparado. No obstante, les concedieron más tiempo. El mes que viene estaría bien, pero ¡cuidado!, entonces tendrían que pagar. La mayoría de las mujeres intentaron de veras reunir el dinero, aunque por supuesto sin éxito. El viajante se presentó en la aldea en reiteradas ocasiones con una actitud cada vez más amenazadora hasta que, transcurridos varios meses, el cervecero decidió denunciar lo sucedido en el juzgado municipal, donde el juez, después de conocer las circunstancias de la venta y los ingresos de los compradores, ordenó que todos pagaran dos peniques semanales hasta liquidar lo debido. Y así concluyó la emocionante experiencia de las familias de la aldea, que llegaron a tener en casa su propio barril de cerveza.
Los buhoneros o comerciantes que en el pasado recorrían de forma habitual el paisaje de la campiña apenas se veían en la década de los ochenta. La gente había empezado a comprar su ropa en la villa, donde la moda era más reciente y a precios más asequibles. Sin embargo, un último superviviente del otrora numeroso clan seguía visitando la aldea de manera irregular y bastante espaciada.
Abandonaba la carretera principal y descendía dando tumbos por el estrecho camino de la aldea. Era un anciano de cabello y barba blancos, aún fuerte y rubicundo, aunque caminaba completamente encorvado bajo el enorme peso de la mercancía que llevaba sobre los hombros, protegida por una lona de color negro.
—¿Quiere comprar algo hoy? —iba preguntando de casa en casa.
Y ante la menor posibilidad de vender algo dejaba su carga en el suelo y abría la lona ante la puerta de la casa. Llevaba siempre una gran variedad de artículos de lo más tentadores: telas para hacer vestidos y camisas, y retales que servían para la ropa de los niños; delantales y petos corrientes y también bonitos; pantalones de pana para los hombres, y lazos y pañuelos de colores para completar el conjunto de los domingos.
—Este tejido es de muy buena calidad, señora. ¡Vaya que sí! —declaraba, extendiendo el material para que pudiera verlo bien—. Un vestido de esta tela es eterno, y después todavía servirá para hacer unas buenas enaguas.
Eran pocas las mujeres de la aldea que podían permitirse probar sus mejores telas. Por lo general compraban lazos, alguna prenda de algodón o un juego de agujas de coser. Y, en cualquier caso, los retales para vestidos y otros de sus géneros eran de excelente calidad y duraban mucho más de lo que cualquiera querría conservar una prenda en aquellos tiempos en que las modas cambiaban ya con tanta rapidez. Suya era la suave y tupida lana gris de fleco blanco del vestido que Laura se ponía, con su delantal de satén negro decorado con copos de nieve en la pechera, para ir a la oficina de Correos a vender sellos.
Una vez cada verano pasaba por la aldea una banda de música alemana y se detenía a tocar delante de la taberna. Estaba formada íntegramente por una familia, un padre y sus seis hijos, que siempre interpretaban sus melodías alineados en orden decreciente, desde el jovencito más alto, que tocaba la corneta, hasta el más pequeñín, gordezuelo y de rostro sonrosado, que marcaba el ritmo con sus redobles de tambor.
Formando un semicírculo y vestidos con sus uniformes verdes soplaban con fuerza sus instrumentos, y sus regordetes carrillos alemanes se hinchaban de tal modo que parecían a punto de estallar. La mayor parte de las piezas que tocaban no eran del gusto de los aldeanos, que por lo general preferían algo un poco más «movidito». Sin embargo, cuando para terminar la actuación interpretaban el Dios salve a la reina, los espectadores se unían y cantaban con gusto.
Esa era la señal para que el propietario saliera de su tasca con tres rebosantes jarras de cerveza. Una para el padre, que tragaba su néctar con la misma avidez que el desagüe de un fregadero, y otras dos que sus hijos iban compartiendo muy educadamente. A menos que la calesa del granjero o de algún comerciante se hubiera detenido casualmente durante la actuación, la cerveza era la única recompensa que recibían por el espectáculo. Tampoco pasaban la gorra entre las mujeres y niños que habían acudido a escucharlos, pues sabían por experiencia que en los bolsillos de las mujeres de los jornaleros no había calderilla para las bandas de músicos alemanes. De modo que, después de limpiar la saliva de las boquillas de sus instrumentos, hacían una reverencia, entrechocaban los tacones y retomaban la marcha por la polvorienta carretera en dirección al pueblo más cercano. Era una buena cerveza y estaban sedientos y acalorados, así que quizá consideraran que era recompensa suficiente.
Solo había otro entretenimiento ambulante que llegaba de cuando en cuando a la aldea, y eran las muñecas bailarinas. En este caso, ¡y desgraciadamente!, la representación no tenía lugar al aire libre, sino en el interior de una casa a la que se podía acceder previo pago de un penique y, puesto que dicha casa no era de las más limpias, Laura no tenía permitido asistir a esta actuación. Los que la habían visto contaban que las muñecas estaban sujetas con alambres y que el hombre que las manejaba también hablaba por ellas, de modo que debía de tratarse de algún tipo de representación de marionetas.
Una vez, cuando todavía llevaban poco tiempo asistiendo a la escuela, los niños de la última casa se habían encontrado con un hombre acompañado de un oso bailarín. El hombre, al parecer extranjero, se dio cuenta de que los niños estaban asustados y no se atrevían a pasar. De modo que para tranquilizarlos le ordenó a su oso que se pusiera a bailar. Con una larga vara colocada horizontalmente ante sus pezuñas delanteras, bailaba torpemente siguiendo el ritmo del vals que su amo silbaba. Después se puso la pértiga al hombro y comenzó a indicarle diversos ejercicios, que el animal ejecutaba acatando sus órdenes. Los ancianos de la aldea les dijeron que hacía muchos años que el oso aparecía esporádicamente por allí, pero esa ocasión fue la última. El pobre Bruin, con su pelaje roñoso y su aliento cálido y maloliente, nunca más fue visto por aquellos andurriales. Quizá murió de viejo.
Pero la visita que más emocionó a los vecinos de la aldea, y la que más tardaron en olvidar, fue la del chamarilero que apareció inesperadamente en una ocasión a mediados de la década. Una tarde de otoño, justo antes del anochecer, llegó con su carromato cargado de vajillas de loza y cacharrería de latón y comenzó a exponer sus mercancías sobre la hierba, a la vera del camino, ante un telón de fondo decorado con dibujos de icebergs, pingüinos y osos polares. Enseguida encendió sus lámparas de naftalina y comenzó a entrechocar escudillas que resonaban como campanas, mientras arengaba a los curiosos: «¡Vengan a comprar! ¡Vengan a comprar!».
Era la primera vez que el chamarilero visitaba la aldea, de modo que su aparición causó una gran excitación entre los vecinos. Hombres y mujeres, niños y niñas salieron apresuradamente de sus casas y empezaron a arremolinarse ante el círculo de luz para escuchar su chapurreo y examinar las mercancías. ¡Y menudas gangas tenía! Un juego de té decorado con grandes y esplendorosas rosas: veintiún piezas y ni una sola muesca en todo el lote. Al parecer, la reina había comprado un juego idéntico para el palacio de Buckingham. Teteras, bandejas, platillos y cuencos colocados por tamaños de mayor a menor, y el juego de dormitorio de porcelana que logró que todo el mundo se ruborizara cuando el vendedor escogió, de entre todos, el más íntimo utensilio del conjunto y le dio unos golpecitos con los nudillos, exhibiéndolo en el aire, para que todos los presentes pudieran comprobar que era auténtico.
—¡Dos chelines! —gritaba—. ¡Dos chelines por este hermoso juego de