Trilogía de Candleford. Flora Thompson
Sin embargo, solo se disfrutaba de semejante abundancia una o a lo sumo dos veces al año, y había que trabajar mucho para llevarse algo a la boca el resto de los días. ¿Cómo lo lograban con un salario de diez chelines semanales? Bien, para empezar, en aquellos tiempos la comida era mucho más barata que hoy. Por otra parte, además del tocino, todas las verduras, incluidas las patatas, eran cultivadas en casa y crecían en abundancia. Los hombres estaban muy orgullosos de sus huertos y parcelas y siempre competían entre sí por tener los mejores productos, y a ser posible antes que su vecino. Guisantes verdes y jugosos, alubias tan grandes como monedas de medio penique, repollos y coles; todo iba a la olla en la estación correspondiente y se servía cada día en la mesa junto con el brazo de gitano y una buena tira de tocino.
Además, se comían muchas verduras de hoja verde, siempre cultivadas en casa y recién cogidas del huerto; sobre todo lechuga, pero también había rábanos y cebollas tiernas con cabezas del color de las perlas y hojas tan delicadas como briznas de hierba. Unas rodajas de pan y manteca casera aderezada con un poco de romero y mucha verdura «entraban bien» en cualquier ocasión, como solía decirse.
El pan había que comprarlo y no resultaba barato con tantos niños que alimentar en pleno crecimiento. Sin embargo, la harina para el pudin de cada día y algún que otro sencillo pastel ocasional no salía excesivamente cara al comprar una remesa para todo el invierno. Cuando el grueso de la cosecha ya había sido recogido en los campos, las mujeres y los niños recorrían los rastrojos recogiendo las espigas de trigo que los rastrillos tirados por caballos habían dejado. Después de la siega y el acarreo, llegaba el momento de espigar, o «esquilear», como decían en la región.
Arriba y abajo y de un extremo a otro se apresuraban a recorrer los campos, encorvados hacia delante y con la vista clavada en el suelo, con un brazo extendido para recoger las espigas y el otro apoyado a la altura de los riñones con el «manojo». Cuando la tarea concluía, cada ramillete se ataba con briznas de paja y se amontonaba con los demás en una doble pila, igual que hacían los segadores con las gavillas formando tresnales, junto a la cuba del agua y el cesto del almuerzo. Era un trabajo duro que se prolongaba desde lo antes posible, al despuntar el alba, hasta la puesta del sol, con dos breves descansos para refrescarse. No obstante, las espigas se iban acumulando a lo largo de la jornada, y una mujer, con la ayuda de cuatro o cinco niños fuertes y disciplinados, podía volver a casa cada noche con una buena carga sobre los hombros. Y disfrutaban haciéndolo, pues era agradable estar en los campos bajo el pálido cielo azul de agosto, cuando los verdes tréboles empiezan a brotar entre los rastrojos y los arbustos resplandecen salpicados de escaramujos y majuelos y barbas de Dios. Cuando llegaba la hora del descanso, los niños y niñas merodeaban entre los matorrales recogiendo manzanas silvestres y endrinas o en busca de setas, mientras las madres se recostaban y amamantaban a sus criaturas, bebían té frío y chismorreaban o echaban una cabezada hasta el momento de volver a trabajar.
Al final de las dos o tres semanas que duraba el esquileo, el grano se abaleaba en casa y se enviaba al molinero, que se daba por pagado tras la molienda quedándose con una parte del producto resultante. En un año bueno los hogares bullían de excitación con la llegada de la harina: una fanega, dos fanegas, o incluso más en las familias hacendosas. El saco blanco y rebosante solía dejarse durante un tiempo sobre una silla de la sala de estar para que todos pudieran verlo y era habitual que algún vecino que pasara por allí fuera invitado a entrar «para echar un vistazo al humilde resultado de nuestro esquileo». Les gustaba tener a la vista el fruto de su trabajo y dejar que los demás lo admiraran, igual que el pintor disfruta exhibiendo sus cuadros y el compositor escuchando la obra que ha compuesto. «Es mejor que cualquier cuadro al óleo», dijo en una ocasión un vecino, señalando la carne secándose en la pared. Y las mujeres sentían lo mismo con el resultado final de su esquileo.
Esos eran, pues, los tres principales alimentos de la única comida caliente del día: tiras de tocino, verduras del huerto y harina para elaborar el brazo de gitano. Esta comida, a la que llamaban «el té», se tomaba al atardecer, cuando los hombres habían regresado del campo y los niños de la escuela, ya que ni unos ni otros podían estar en casa al mediodía.
Sobre las cuatro de la tarde el humo empezaba a brotar de las chimeneas, cuando las mujeres encendían el fuego y colgaban del gancho del llar el gran hervidor de hierro o la olla de tres patas. Todo se cocinaba en el mismo pote: la porción de tocino, que alcanzaba exactamente para que todos pudieran probar un poco, la col y las verduras en una redecilla, las patatas en otra y el rollo dulce envuelto en un paño. En estos tiempos de gas y cocinas eléctricas puede parecer un método algo caótico, pero cumplía su cometido. Siempre y cuando se midiera con cuidado el tiempo de cocción y se controlara debidamente la intensidad del fuego, todos los elementos del menú se mantenían intactos, dando lugar a una apetitosa comida. El agua en que se habían cocido los alimentos, las mondas de patata y los demás recortes de vegetales eran para el cerdo.
Cuando los hombres volvían a casa después de trabajar se encontraban con la mesa preparada, cubierta con un mantel limpio, sobre la cual ya estaban colocados los cuchillos y los tenedores de acero de dos puntas con mango de asta de ciervo. Entonces se servían las verduras en grandes platos amarillos de loza y el tocino se cortaba en dados —yendo a parar el más grande al plato del padre—, y la familia al completo se disponía a disfrutar de la comida más importante del día. Es cierto que en muchos casos no podían sentarse todos a comer al mismo tiempo, aunque tampoco suponía un gran problema, pues los más pequeños podían sentarse en taburetes, utilizando como mesa el asiento de alguna silla, o en el escalón de la entrada con el plato apoyado en el regazo.
Los buenos modales imperaban. Los niños recibían su ración de alimento y nadie escogía entre la comida de su plato ni se ponía picajoso. Además, se esperaba que todos comieran en silencio. Se permitía decir «por favor» y «gracias», pero nada más. Padre y Madre podían hablar si querían, pero por lo general les bastaba con disfrutar de la comida. Padre podía llevarse un buen puñado de guisantes a la boca con ayuda del cuchillo, quizá Madre bebiera algo de té que se había derramado en su platillo y los chiquillos a veces limpiaban sus platos a lametones tras devorar la comida. Pero ¿quién era capaz de comer guisantes con un tenedor de dos puntas o esperar a que el té se enfriara después de todo el ajetreo preparando la comida? Además, lamer el plato podía pasar por un agradable cumplido a las habilidades culinarias de mamá. «Gracias, Dios, por esta buena cena. Gracias, Padre y Madre. Amén» era la sobria bendición que muchas familias entonaban cada día a la hora de la cena. Y lo cierto es que tenía el mérito de otorgar el crédito exactamente a quien lo merecía.
El resto de las comidas se basaban fundamentalmente en el pan con manteca o, más a menudo, en el pan con manteca de cerdo, acompañados en ambos casos de cualquier condimento que hubiera a mano. La manteca fresca era demasiado cara para su consumo diario, pero a veces se compraba en verano, cuando estaba a diez peniques. Ya había margarina en el mercado —o «mantequilla», como se llamaba entonces—, pero en la aldea se utilizaba poco, pues la mayoría de la gente prefería la grasa de cerdo, especialmente cuando se preparaba en casa, aderezada con hojas de romero. En verano siempre había verduras frescas del huerto en abundancia y las familias disfrutaban de la mermelada casera hasta que se terminaba; a veces comían uno o dos huevos, en los hogares donde criaban alguna gallina o cuando había excedente en el mercado y los vendían a veinte por chelín.
Cuando no había nada que añadir al pan con manteca de cerdo, los hombres untaban sus rebanadas con mostaza y a sus hijos les ponían una pizca de melaza negra o las espolvoreaban con azúcar moreno. Algunos niños, los que lo preferían, comían pan empapado en agua hirviendo, que después se escurría y se espolvoreaba con azúcar.
La leche era un lujo poco frecuente, pues había que recogerla a dos kilómetros y medio de la casa de labranza. No era excesivamente cara: un penique por jarra o bote, sin tener en cuenta su tamaño. Por supuesto, era leche descremada, pero como el procedimiento se llevaba a cabo a mano, siempre quedaba una pequeña porción de nata. Algunas familias iban a diario a buscarla, pero la mayoría no se molestaban en hacerlo. Las mujeres solían decir que preferían el té solo y no se les ocurría pensar que sus hijos necesitaran leche. Muchos ni siquiera volvían a probarla desde el día en que sus madres los destetaban hasta que