Ceremonias de lo invisible. David Oubiña
ver a no ver: hay que «mostrar lo que no puede ser visto»3. ¿Pero cómo mostrar, si cualquier imagen –incluso involuntariamente– contribuye al hábito, a la insensibilidad y, finalmente, al olvido? Los espectadores se acostumbran rápido a la sangre, la violencia, los vejámenes (pero justamente: ¡uno no debería acostumbrarse!). Lo que Didi-Huberman comprende es que mostrar no es meramente exhibir, sino disponer las imágenes de modo que eso invisible resulte, sin embargo, evidente. ¿Por qué esperar a que las imágenes dejen sus secretos a la vista? Habría que interrogarlas como a un testigo valioso, habría que trabajar con ellas, habría que ver en ellas lo que ellas han visto.
¿Pero qué puede recordar una imagen? Walter Benjamin dice que «la memoria no es un instrumento para explorar el pasado, sino su escenario. Es el medio de lo vivido tal como la tierra es el medio en el que yacen sepultadas las ciudades muertas»4. Ir hacia el pasado significa convertirse en un excavador. Cuando Hannah Arendt visita el cementerio de Portbou buscando la tumba de Benjamin, se sorprende porque su nombre no está escrito en ninguna parte. Probablemente sus restos fueron a dar a una fosa común. Sin embargo, ahí mismo, sobre una roca, hay una placa donde se ha inscripto una famosa cita del filósofo: «No hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie». Quizás Benjamin encontró su lugar allí, entre los NN, junto a esos huesos sin nombre, mezclado con aquellos que fueron excluidos por la historia. El excavador, entonces, no restituye el pasado pero puede trazar una topografía de la memoria que haga alguna justicia a los olvidados. En Profit Motive and the Whispering Wind (2007), John Gianvito recorre la historia de las luchas políticas y sociales en Estados Unidos a lo largo de cuatro siglos. Lo hace exclusivamente a través de una impresionante acumulación de lápidas y placas conmemorativas. No hay personas, no hay entrevistas, no hay acciones, no hay locución. Solo la enumeración de monumentos funerarios. Para que se entienda: durante 58 minutos, la película no hace más que enhebrar una sucesión de imágenes que se mantienen en la pantalla el tiempo necesario para leer un nombre, unas fechas y un breve epitafio que deja constancia de una lucha inclaudicable. Gianvito construye una historia de Norteamérica a partir de aquellas luchas populares que fueron suprimidas y olvidadas en los libros tradicionales: los indios, los negros, las mujeres, los pacifistas, los libertarios, los anarquistas. Profit Motive and the Whispering Wind es un film apasionadamente político porque, a través de la simple observación, logra poner de manifiesto en la imagen una dimensión profundamente cuestionadora. Puesto que han sido registrados por una cámara, ahora conocemos todos esos nombres que habían quedado en el margen de la historia.
No hay ninguna ostentación en el ademán de Gianvito. Se trata de una imagen empobrecida (así como, en un sentido inverso, se habla del uranio enriquecido para la fabricación de armas nucleares), no porque sea débil o vulnerable, sino porque se ha despojado de todo afeite, toda pose, toda espectacularidad que inevitablemente fijaría lo que se ve como una forma del olvido. Ese riesgo ya se había planteado en el final de Noche y niebla: «Estamos nosotros, que miramos sinceramente estas ruinas como si el viejo monstruo concentracionario hubiese muerto bajo los escombros; nosotros, los que fingimos recuperar la esperanza ante esta imagen que se aleja, como si nos curásemos de la peste de los campos; nosotros, que aparentamos creer que todo esto proviene de un único tiempo y país, y que no pensamos en mirar a nuestro alrededor ni oímos que se grita sin fin». Hay una separación fundamental entre creer que ya se ha mostrado y saber que nunca se terminará de mostrar (aunque, precisamente por ello, sea necesario seguir intentándolo). En esa perseverancia hay una ética de la imagen. Pero no porque pretenda ver cada vez más. Las películas existen porque algunas cosas –ciertamente no las que están más a la vista– solo pueden intuirse cuando son proyectadas sobre la pantalla. Puesto que los films están hechos de imágenes, damos por sentado que tienen la obligación de reflejar ante nosotros cómo es el mundo. Pero aunque están ahí para ser vistas, las imágenes no tienen por qué exhibir nada: quizás lo que importa es justamente lo que no aparece en ellas. Como señala Michael Taussig, que sigue los pasos de Arendt y llega hasta el cementerio de Portbou para rendir homenaje a Benjamin, «¿qué monumento de piedra o vidrio, qué nombres de personas o qué elevadas citas literarias podrían competir con la invisibilidad?»5. Hay ciertos fenómenos (la muerte es uno de ellos) que solo pueden atisbarse desde la distancia y sin aspavientos porque, ante cualquier embate demasiado ostensible, se escabullen como animales recelosos. ¿Hasta dónde acercarse? ¿Desde dónde observar? ¿Cuál es la justa distancia que debería adoptar la cámara? La visibilidad total muy pronto se confunde con los sueños despóticos del fascismo. Por eso, frente a la arrogancia de una mirada absoluta, el desvío por las imágenes es una ceremonia necesaria para intuir lo invisible.
Cuando Jacques Rivette hace el elogio de Noche y niebla, explica que la fuerza del film de Resnais «procede en menor medida de los documentos que del montaje, de la ciencia con la que se ofrecen a nuestra mirada los crudos hechos, reales, por desgracia, en un movimiento que es justamente el de la conciencia lúcida, y casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno. Se han podido ver en otras ocasiones documentos más atroces que los recogidos por Resnais; ¿pero a qué no puede acostumbrarse el hombre? Ahora bien, uno no se acostumbra a Noche y niebla; es porque el cineasta juzga lo que muestra, y es juzgado por la manera en que lo muestra»6. La película fue realizada en un momento en que todavía era necesario demostrar que los campos de concentración habían existido. Si Resnais acierta es porque encuentra la forma apropiada: la oscilación entre el color y el blanco y negro, entre el pasado y el presente, no pretende establecer una separación entre dos momentos, sino que, al contrario, posee el efecto de una sobreimpresión. En el inicio mismo del film queda establecido ese procedimiento: una panorámica comienza sobre un prado apacible y concluye sobre la cerca inconfundible, coronada de alambres de púas, mientras la voz en off comenta que «aun un campo verde, aun un paisaje tranquilo pueden conducirnos a un campo de concentración». Hay que aprender a ver en esa doble dimensión: una encima de la otra, una transparentándose sobre la otra. Puesto que el cine es un medio apto para registrar la apariencia de las cosas, hay siempre, de manera inevitable, una concesión al espectáculo. Se me dirá: esa es su naturaleza. Tal vez. Hay algo deceptivo en la película que se proyecta sobre una pantalla porque su irrealidad nunca se diluye por completo; pero aun así, necesitamos hacer imágenes cuando la realidad no es suficiente. Necesitamos hacer imágenes porque el todo no se deja ver. Es lo que dice Didi-Huberman: «Todo acto de imagen es arrancado de la imposible descripción de una realidad»7.
Esa vocación imposible guió el sueño de los pioneros del cine. ¿Cómo aprehender lo que no se puede ver con un artefacto que solo capta el movimiento obvio de las cosas? Si eso es así, entonces, el fusil cronofotográfico de Marey podría ser el eslabón perdido entre las armas de repetición (la ametralladora Gatling con sus cañones rotativos o el revólver Colt con su tambor de municiones) y la cámara de los Lumière. En un conocido pasaje de Historia(s) del cine, Godard dice que «si George Stevens no hubiera utilizado la primera película de 16 mm en color en Auschwitz y Ravensbrück, jamás, sin duda, la felicidad de Elizabeth Taylor habría encontrado un lugar en el sol». En efecto, es el mismo director el que registra el ingreso de las tropas aliadas a los campos luego de la liberación y el que imagina, poco después, la adaptación de la novela de Dreiser en Un lugar en el sol (1951): solo puede entenderse esa sombría felicidad de la actriz, arrojándose en los brazos de Montgomery Clift, cuando se la contrasta con las montañas de cadáveres. Al igual que Godard, Paul Virilio deja ver esa conexión implícita entre el cine y la guerra, como si hubiera allí un vínculo de mutua implicación: «No existe guerra sin representación o arma sofisticada sin mistificación psicológica, porque, antes de ser instrumentos de destrucción, las armas son instrumentos de percepción»8. Dando la vuelta a ese razonamiento, habría que pensar, entonces, de qué manera el cine observa la destrucción, cuáles son sus reacciones frente al desastre, cómo filma el horror.
¿Es este un libro a propósito de la guerra en el cine? ¿Es un libro sobre la muerte según se muestra en (unas pocas) películas? En realidad, no es sobre la guerra ni sobre la muerte, aunque se hable de ellas. No pretendo formular aquí ninguna teoría. Al reunir estos dos textos –que en un principio no fueron concebidos para leerse juntos– me ha interesado reflexionar sobre los modos del cine para comunicar la experiencia, allí donde lo real se resiste con encono a la representación. La cuestión no es