Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
El paseo le tonificó. Desayunó en un bar y dio una vuelta por el pueblo, sería conveniente conocer el lugar si, en algún momento, había de ser el escenario de una novela. Primero recorrió la barriada vieja donde se encontraban los edificios más antiguos, de los siglos dieciséis y diecisiete, según decía el folleto que había recogido en la Oficina de Turismo. Después, cruzando el puente, visitó el barrio del Paco, de más desarrollo urbano. Llamó por teléfono a Nieves. No le pareció prudente entrar en el tema del asesinato enseguida, y le preguntó dónde podía hacer una buena compra. Tal como es usual en la gente de los pueblos pequeños, la mujer se ofreció a acompañarle al establecimiento en el que ella se abastecía. Le presentó a los dueños y se ofreció a llevarle a él y a los víveres, así aprovecharía para dar una pasada a la casa. Nieves era tan parlanchina que Valentín no encontró ocasión de preguntar por el tema que le interesaba, así que decidió dejarla charlar, que al fin y al cabo era una forma de establecer una relación de confianza. La mujer le habló del pueblo, del turismo, de su negocio y de cuánto se alegró cuando don Javier le dijo que quien iba a ocupar la casa era su escritor favorito, y que sería un honor para ella que le firmase un par de libros. Cuando se marchó, le dejó preparado un caldo y una tortilla de patatas, y habían quedado en que iría a la casa una vez por semana, entonces tendría tiempo para hablar con ella. Decidió buscar en Internet el crimen de Sallent de Gállego, pero apenas iniciada la búsqueda la pantalla del ordenador se oscureció porque le quedaba poca batería y cuando buscó el cargador comprobó que se lo había dejado en su casa. El ordenador se apagó y la frustración le llevó a la rabia. ¿Qué hacía él allí, en un paraje perdido, rodeado de silencio y de nada? Y Solo. Total y absolutamente solo. Con su piel sola sobre una masa muscular sola cubriendo unos huesos solos. Con la soledad extrema que permanece como única compañía cuando uno lo pierde todo: mujer, hijos, amigos, talento, creencias, esperanza, incluso a sí mismo. Cuando uno se convierte en el único superviviente después de una catástrofe que lo destruye todo y solo quedan escombros. Miles y miles de toneladas de escombros y uno ha perdido hasta la identidad, y solo quiere cerrar los ojos y dejar de existir porque él también es un escombro, y no se explica cómo sigue respirando, cómo sigue sintiendo, y está tan perdido, tan asustado, que solo quiere ser como el resto de los escombros, pedazos insensibles, inertes, sin conciencia de que ya solo son pedazos, de que ya no existe nada del edificio al que había pertenecido. Solo escombros. Al menos en Madrid, donde estuvo su mundo, quedaba el único consuelo de que algo le resultara conocido o familiar. Escombros también. Pero acogedores, cómodos, narcóticos. Entonces descubrió que aún tenía algo: rabia virulenta y amarga, contra el mundo, contra la vida, contra él mismo y sobre todo contra Javi, que era el culpable de que estuviera perdido en un paisaje desconocido, en un mundo extraño que no era el suyo, al que no pertenecía, en el que no era más que un alien. Pero no estaba dispuesto a continuar allí. Intentó serenarse, reprimirse, relajar la garganta que iba a estallarle y las mandíbulas rígidas, tan apretadas como si estuviesen soldadas, después desbloqueó el teléfono y le llamó.
—Hola, Valen —contestó alegre su amigo—. ¿Cómo estás?
—¡Tienes que venir a por mí! ¿Me oyes? ¡Tienes que venir a por mí! —suplicó más que ordenó su angustia.
—Vaya, ¿tan pronto? ¿Qué te sucede? —respondió su amigo con calma.
—No tengo batería en el ordenador y he olvidado el cargador —fue lo único que su rabia dijo. Solo eso. Nada más. Lo único que Javi escuchó.
—Valen, ese es un problema de chico de quince años —dijo el médico divertido.
—Para ti es muy sencillo. Tú estás en Madrid y lo tienes todo; pero yo estoy aquí solo y no tengo nada, y estoy muy cabreado.
—Pues cálmate y no dramatices. No voy a ir a recogerte por semejante tontería. Si quieres Internet cómprate un cargador u otro ordenador.
—¿Dónde? —La indiferencia que su amigo mostraba ante su drama aumentó su frustración.
—No estás en el culo del mundo, Valen, estás en plena civilización y tienes cerca ciudades importantes.
—¿Y cómo quieres que vaya? ¿En bicicleta? —¿Y Javi decía que era su amigo? Pues menos mal que no era su enemigo. Su cólera aumentó con la sensación de impotencia.
—Búscate la vida. Cuando se te pase la rabieta verás las cosas mejor; y déjame en paz, estoy acompañado.
Javier cortó la comunicación, y Valentín más irritado todavía, tuvo intención de estampar el móvil. Pero en un segundo de lucidez refrenó el impulso pensando que se arriesgaba a romperlo y eso sí que sería catastrófico. Entonces recordó que en el teléfono tenía Internet y se sintió como el náufrago que llega a la orilla. La información no era muy amplia, pero suficiente para saber que, en octubre de dos mil, una niña de catorce años había matado a su padre con un hacha, para evitar que siguiera apaleando a su madre. No era gran cosa, pero no estaba mal como punto de partida. Se puso un tazón de caldo y un pedazo de tortilla, echó una cabezada en el sofá y después subió a la bicicleta y pedaleó hasta el pueblo. El ejercicio le ayudó a relajarse.
Nieves estaba en el bazar que regentaba junto con su marido, atendiendo a unos clientes. Valentín quería hablar con ella, y mientras esperaba tomó un periódico, un mapa de la zona, varios paquetes de cigarrillos, chicles y un libro de leyendas del lugar. Se acercó a pagar en un momento que la tienda se quedó vacía.
—Este libro debe de ser interesante —dijo poniendo sobre el mostrador cuanto llevaba. Y luego, como dicho al azar, para tantear el terreno, continuó—: supongo que aquí vendrá bien explicado lo del asesinato.
—¡Qué va! No señor. Este cuenta leyendas antiguas, y lo del asesinato no es leyenda ni es antiguo.
—Mi amigo Javier solo me comentó que en su casa hubo un asesinato.
—Y a usted como escritor de crímenes le picó la curiosidad, ¿no es cierto?
—Cierto es. No lo puedo negar. Me gustaría tener información sobre el tema.
—Por eso no se preocupe —dijo poniendo sobre el mostrador uno de los últimos libros del escritor, que llevaba un marcapáginas—. Usted me firma este, y yo le cuento lo que sé.
Valentín pensó que aquello podría ser el principio de una buena colaboración. Incluso la mujer se podría convertir en uno de los personajes del libro e in mente, fruto de la deformación profesional, empezó a describirla:
Era una mujer muy menuda de curvas inexistentes. Apenas mediría uno cincuenta y su peso no superaría los cuarenta kilos. Melena rubia corta y rala. Con sus vaqueros y camisas de color pastel, vista por detrás podría pasar por una niña de trece o catorce años. Sus movimientos eran ágiles, tenía una particular forma de caminar, como si no llegase a apoyar el pie entero en el suelo y se impulsase con los dedos dando la sensación de que andaba a saltitos y balanceando los hombros a uno y otro lado. Solo cuando se giraba y dejaba ver su cara se podía comprobar que andaría muy cerca de los sesenta.
—¿Me lo firma, o qué?
La voz de la mujer le regresó al lugar donde se encontraba.
—Por supuesto. Disculpe, estaba distraído.
El misterio del mensaje encriptado era el título del libro, en el que Valentín Arcas escribió una dedicatoria cordial para Nieves.
—Bueno, pues ahora me toca a mí —dijo la mujer apoyando los codos en el mostrador e indicándole con el índice de la mano derecha que se acercara—. Aquello fue muy sonado, nunca había sucedido nada parecido, estuvimos muy conmocionados durante meses. Buscamos y buscamos, pero no apareció.
—¿Quién no apareció? —Valentín no entendía muy bien a qué se refería su interlocutora.
—La niña. ¡Ah, claro! Que no le he dicho a usted que la asesina fue la niña.
—Eso he leído en Internet, pero sin más información.
—Es que lo que mal empieza,