Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
a buscarla, pero no la encontró por los alrededores. La estuvo llamando sin obtener respuesta. Cuando los civiles llegaron, ella estaba más preocupada por su hija que por lo que había sucedido, e insistía en ir a buscarla.
—Tenía catorce años, ¿verdad?
—Sí, y era muy buena y muy inocente. Recuerdo que era media tarde, estábamos casi a final de octubre y empezó a caer la primera nevada importante de aquel año, y entre la oscuridad y la nieve la visibilidad era casi nula. Recorrieron los alrededores en busca de la chica, pero varias horas después las condiciones climatológicas hicieron imposible seguir adelante, había ya más de un metro de nieve, y así continuó durante casi toda la noche. A la mañana siguiente retomaron la búsqueda. Aparte de la Guardia Civil, la Policía y el Ejército, se movilizó todo el pueblo. Durante dos semanas la estuvimos buscando por todas partes, primero por las montañas, por El Salt, en el río, por la ermita de la Virgen, por el paso del Onso. Luego pensaron que tal vez intentó llegar a Francia, y se buscó por los lagos de Ariel y Arremoulit, por Labedan, por el Batcrabere. Otro grupo se centró en el embalse de Lanuza y en los alrededores del pueblo. Tras dos semanas de peinar la zona sin ningún resultado, se tuvo que suspender la búsqueda por las nevadas. A Francia no llegó, que también estuvieron indagando allí, y todos pensamos que la pobre criatura debió de caer por algún barranco, no sé, el del Gamo Negro, el de Soba, o algún otro. Cuando el clima lo permitió volvieron a buscarla sin esperanzas de hallarla con vida, pero con el propósito de recuperar el cuerpo, aunque no pudieron encontrarlo, solo aparecieron algunos huesos. Por allí rondan lobos y otras alimañas, y se pensó que habrían dado cuenta de ella. Una lástima, tan joven y tan buena. Entonces dieron el caso por cerrado —concluyó la mujer con los ojos húmedos.
—¿Y la madre?
—Pues imagínate. La pobre casi se vuelve loca. No hacía más que decir que la culpa era suya, y que, si hubiese acabado ella con su marido, su hija estaría viva todavía. Cayó en una fuerte depresión y se obsesionó con la idea de que su hija iba a regresar, así que no hubo manera de hacerla salir de su casa, aunque el psicólogo y el médico le recomendaron un cambio de aires y su hermana se la quiso llevar a Barcelona. Ella seguía comprando comida y ropa para su hija. Con el tiempo se fue recuperando, o al menos eso pensábamos todos, y empezó a trabajar en un hotel de Formigal. Ya se decía entonces que se oían ruidos por la noche en su casa, y hasta hubo quien habló de fantasmas; sin embargo, a ella se la veía feliz, alegre y con ganas de vivir. Luego se suicidó.
—¿Se suicidó?
—Eso es. Le telefonearon varias veces porque no acudía al trabajo y no contestó. Entonces los del hotel avisaron a la Guardia Civil, que se presentó en su casa; tuvieron que forzar la puerta para entrar, y la encontraron muerta en su cama, bien vestida y con los brazos cruzados sobre el pecho. Sobre la mesilla había un tubo vacío de pastillas para dormir. Ahora dime tú si hay o no hay tema para una novela.
Pero Valentín no pudo contestar porque la campanilla de la puerta y risas y voces juveniles anunciaron la entrada de un grupo en la tienda.
—Además… —añadió Nieves con aires de misterio—, esto es muy fuerte. Dicen que la han visto.
—¿A quién?
—Pues a Lucía, ¿a quién va a ser?
—¿A la suicida? Eso es imposible —opinó el escritor, mientras la mujer salía a atender a sus clientes.
—Miguel, el de turismo, el que hace de guía para los excursionistas, asegura que la ha visto dos veces —continuó ella cuando regresó a la trastienda.
—¿Hacen excursiones de noche? ¿Pudo reconocerla en la oscuridad?
—¿Quién ha dicho que la haya visto de noche? Al atardecer y por los alrededores de su casa.
Ahí acabó la conversación porque en el pequeño establecimiento comenzó un flujo constante de compradores. Valentín salió de allí y se encaminó a la Oficina de Turismo con la intención de hablar con el tal Miguel, pero antes de llegar y siguiendo el curso de sus pensamientos, cambió de opinión. Aquello sería una tomadura de pelo, Nieves parecía muy crédula. Los fantasmas no existen, razonó, y desde luego no se dejan ver de día. Cambió de dirección y se dirigió al balneario; pero pensó que sería interesante oír la historia del propio testigo, así que retomó la intención primera y fue a la Oficina de Turismo, donde le informaron de que Miguel había salido con un grupo y no regresaría hasta la tarde. Decidió que, al fin, pasaría la mañana en el spa, el agua y un buen masaje le sentarían muy bien.
El efecto terapéutico de aquel establecimiento era innegable; tras el tratamiento completo se encontraba en la sala de relax, en una tumbona, envuelto en una manta, escuchando música suave y aspirando el agradable aroma a hierbas silvestres proveniente de una humeante infusión. Aparte de sentirse bien a nivel físico, notó que también su mente andaba menos revuelta. Incluso su sentido del humor, que llevaba meses en coma profundo, empezaba a despertar, o al menos eso le pareció en un instante que abrió los ojos, giró la cabeza a derecha e izquierda y vio que había allí varias personas, como él embutidas en mantas iguales, con infusiones iguales y con el rostro inexpresivo de quien está en profundo relax. Si en vez de tumbados estuvieran colgados, aquello no sería muy diferente de un secadero de chorizos o salchichones, pues también estos estarían en proceso de curación. Sonrió, él preferiría ser un salchichón, de chorizos ya andaba el país bien servido. Pensó en Olga; esa podría impartir un máster. ¡Menuda perla! En fin, el asunto estaba en los tribunales y esperaba no salir muy mal parado. Si conseguían demostrar que la acusación de malos tratos era falsa todo sería muy fácil, al menos eso le dijo su abogado. Se tomó la infusión y se volvió a adormecer hasta que le avisaron con suavidad de que su tiempo había concluido y ya podía pasar al vestuario. Regresó a su casa y antes de llegar pudo divisar una bicicleta apoyada en la pared y la figura de la mujer del día antes y de la cafetería sentada en el suelo esperando. Ella se puso en pie cuando él estuvo a pocos metros y salió a su encuentro.
—Soy Elisa Almau —se presentó—. Me gustaría hablar con usted.
Andaría por los cuarenta y tantos años, pensó Valentín, no era fea, estatura media y no muy delgada, llevaba el pelo recogido y aparentaba seguridad.
—Sé que es usted Valentín Arcas, el escritor. —No añadió ningún comentario laudatorio—. ¿Va usted a escribir sobre el crimen de Sallent?
—¿Y si así fuera?
—Ese crimen, que fue terrible, deja pocas dudas. Sin embargo, tengo mis motivos para pensar que hubo otro: que Lucía no se suicidó, que fue asesinada.
Capítulo 5
Aunque lo que Elisa Almau le acababa de decir le parecía improbable, pensó que lo correcto era escucharla, y la invitó a entrar en la casa.
—No sé si podré ofrecerle algo —se disculpó el escritor—. Esta casa no es mía, me la ha dejado un amigo para una temporada y aún no sé qué hay en los armarios.
—Por mí no se preocupe. No quiero importunarle y tampoco tengo mucho tiempo. Si le parece…
—Sí, claro, volvamos al tema. ¿Dice usted que a Lucía la asesinaron?
—Digo que tengo razones para pensar que así fue, pero con la policía no puedo contar porque no tengo pruebas y desestiman mi argumento.
—La escucho —dijo Valentín prestando toda su atención.
—Lucía estaba enamorada, muy enamorada, y era correspondida con la misma intensidad. No había tenido una vida fácil y los últimos años fueron muy amargos para ella. Le costó mucho superar la muerte de su hija. Éramos compañeras. Cuando empezó a trabajar en el hotel nos pareció una mujer hundida, una sombra. Pero poco a poco se fue recuperando. Manuel, el encargado de mantenimiento, ya se había fijado en ella y la invitó a salir una tarde. Él estaba divorciado, y un hijo suyo murió de cáncer cuando tenía doce años, por lo que entendía muy bien cómo se sentía