Deuda de deseo. Caitlin Crews
apartar la vista de sus ojos–. Y, sobre todo, ¿por qué me lo está ofreciendo?
–Hace diez años le ofrecí una cosa, pero no la quiso.
Julienne no había apartado la mano de su brazo, y Cristiano la miró como si fuera la cabeza de una serpiente venenosa.
Pero ella no la retiró.
–¿Está insinuando que, como no quise aceptar su oferta hace diez años, la puedo aceptar ahora? –preguntó con asombro–. No sé qué me parece más ofensivo, si el hecho de que me ofrezca sexo como si creyera que no lo puedo conseguir de otro modo o el hecho de que me crea capaz de aceptar.
–Yo no he insinuado eso –afirmó ella–. No lo he insinuado en absoluto.
Julienne lo dijo con toda tranquilidad, dedicándole una mirada tan clara como su expresión. Y él, que seguía sorprendido con su aplomo, se vio obligado a pensar en los encuentros que habían mantenido a lo largo de los años, en una situación bien distinta: en calidad de jefe y empleada, respectivamente.
Para él, siempre había sido eso, una empleada. Había contemplado su meteórico ascenso hasta la vicepresidencia de Cassara Corporation con el mismo desinterés que habría dedicado a cualquier otro profesional en parecidas circunstancias. Pero, aunque no podía decir que admirara su firmeza, tampoco podía negar que la agradecía; por lo menos, como dueño de la empresa.
Y ahora, después de haberse reunido con ella en infinidad de ocasiones, descubría que no le tenía miedo. No se sentía intimidada, lo cual era asombroso.
Verdaderamente asombroso.
–Siempre me he sentido en deuda con usted –continuó ella–. Y siempre he tenido intención de corresponderle de algún modo. Es lo justo, ¿no cree?
Julienne apartó finalmente la mano, dejándole una sensación de calor que atravesó la tela del traje que le había hecho su sastre, para perplejidad de Cristiano. Era un traje de lana, pensado para los fríos días de finales de octubre. En principio, no tendría que haber notado nada. Pero tampoco tendría que haber sentido nada y, sin embargo, el contacto de Julienne le había causado una intensa reacción física.
–Es totalmente innecesario –replicó, tenso.
–Para usted, sí. Y eso hace que sea aún más necesario para mí.
Él la volvió a mirar, intentando recordar cuándo había sido la última vez que alguien le había tocado sin invitación ni permiso. No se le ocurrió ningún caso parecido. No desde su infancia, porque ni su propio padre se había atrevido a tanto desde entonces.
Y, por si eso fuera poco, le había gustado.
Pero la traición de sus sentidos no se limitaba a ese calor inesperado que aún podía sentir. Cuanto más tiempo pasaba, más consciente era de sus largos y elegantes dedos, de sus minuciosamente cuidadas uñas y del tono de su piel, que le hizo pensar en noches de placer entre las sábanas.
De repente, Cristiano se acordó de la primera vez que Julienne le había tocado, estando precisamente en ese bar. No había pensado en ello desde entonces, pero eso no impidió que recordara hasta el último detalle, desde las uñas mordidas que tenía en aquella época hasta sus ojos llenos de temor.
Y, sobre todo, se acordó de lo que le había ofrecido.
Se acordó y lo desestimó al instante, porque no quería pensar en su cuerpo. Por mucho que le agradara.
–Cassara Corporation ha sido una familia para mí –declaró Julienne, con una suave intensidad de la que él intentó hacer caso omiso–. Ha sido una familia y también un trabajo, por supuesto. Pero usted fue la persona que me salvó, y la que me ha seguido dando oportunidades. Siempre ha sido mi guía, mi ejemplo a seguir.
–Espero que sea en sentido profesional –dijo él–, porque no hay ninguna posibilidad de que usted y yo…
Julienne le volvió a poner la mano en el brazo, y él se volvió a estremecer.
–No, no me refería a nuestra profesión. Es algo personal –replicó ella–. Si no lo fuera, ¿por qué iba a dimitir? Quería devolverle el favor que me había hecho, y ya he pagado esa deuda. Pero, a lo largo de todos estos años, me he sorprendido muchas veces preguntándome si querría aceptar algún día mi oferta original.
Cristiano se quedó mudo, y ella sonrió.
–No a cambio de dinero, claro –prosiguió Julienne–. Ya no estoy en aquellas circunstancias, señor Cassara. Ya no tengo dieciséis años. Soy una mujer adulta, que sabe lo que hace y que, además, ha dejado de ser empleada suya. No me siento presionada de ningún modo. No estoy desesperada. Y, cuando me enteré de que iba a venir a Mónaco, pensé que podía ser un buen final, digno de enmarcarse.
–¿Digno de enmarcarse? –repitió Cristiano, incómodo.
No podía creer lo que estaba pasando. Efectivamente, Julienne ya no era la adolescente asustada que se había plantado ante él con más maquillaje de la cuenta y toda la necesidad del mundo. Pero eso no quería decir que se hubiera fijado en lo mucho que había cambiado desde entonces. Por lo menos, hasta ese momento. Y no podía negar que la encontraba de lo más apetecible.
Se había convertido en una mujer preciosa. Tenía una mirada llena de inteligencia y sensualidad, y hasta su cabello castaño, de mechas rubias, despertaba en él un profundo deseo. Además, habría tenido que estar ciego para no notar la elegante y embriagadora sinfonía de curvas que su ropa enfatizaba.
Cristiano nunca mantenía relaciones con sus empleadas. Era una cuestión de honor, pero también de sensatez laboral; dos virtudes de las que, desde su punto de vista, su padre había carecido.
Pero Julienne había presentado su dimisión.
Y estando allí, bajo la tenue luz del bar de Montecarlo, entre todo tipo de lujos, se preguntó por qué tenía que rechazar su oferta.
A decir verdad, su incomodidad con Julienne no había empezado aquella noche. Ella no lo sabía; pero, si él hubiera cometido el error de bajar la guardia en algún momento de los diez años transcurridos, esa situación se habría producido antes.
Ahora bien, ¿quería bajarla ahora?
Su razón no estaba segura de que fuera una buena idea. Pero su cuerpo era demasiado susceptible al calor de la mano de Julienne.
Mientras lo pensaba, se acordó del motivo por el que había ido a ese bar el día en que se conocieron. Mónaco le disgustaba intensamente. Había asociado la ciudad a los excesos de su padre, con quien acababa de mantener una fuerte discusión. Su padre fue cruel, y él le devolvió el favor a Giacomo Cassara. Pero, en cuanto se quedó a solas, entró en el bar, se sentó frente a esa misma barra y pidió la bebida favorita de su padre.
Llevaba allí un buen rato, mirando el brebaje que se había convertido en la maldición de Giacomo, cuando Julienne apareció a su lado.
Él estaba sumido en una batalla interna. El interminable conflicto que mantenía con su padre era una verdadera guerra de desgaste y, por muchas victorias que se apuntara, todas resultaban pírricas. De hecho, ya no estaba seguro de que su obsesión por estar a la altura de la ética de su abuelo tuviera ningún sentido, teniendo en cuenta que Giacomo Cassara hacía todo lo posible por subvertirla.
En cierto modo, se sentía como si se hubiera criado a la sombra de un ángel y un diablo y estuviera siempre entre los dos, atrapado.
Esa fue la batalla que Julienne Boucher interrumpió al acercarse a él, caminando a duras penas con unos zapatos de tacón de aguja a los que, evidentemente, no estaba acostumbrada; una batalla que le habría empujado a rechazar su oferta incluso al margen de sus opiniones personales, que le impedían hacer el amor con mujeres que no estuvieran deseosas de compartir su lecho.
Pero allí estaba, con un vestido excesivamente ajustado, forzando una sonrisa en su juvenil cara, ofreciéndose a él.
Cristiano no sintió el