Deuda de deseo. Caitlin Crews

Deuda de deseo - Caitlin Crews


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Fue como si el diablo de su padre le susurrara al oído que no contestara, que hiciera caso omiso, que se la quitara de encima y se concentrara en sus propios problemas.

      Y quizá fue esa la razón de que hiciera lo contrario.

      En otras circunstancias, se habría limitado a llevarse una mano al bolsillo y darle unas cuantas monedas. Efectivamente, los problemas de aquella jovencita no eran suyos. Pero el egoísmo de su demonio personal hizo que cambiara de opinión, aunque solo fuera para demostrar que él no era como su padre.

      Si le hubiera dado la espalda, su hermana y ella se habrían quedado solas en un mundo lleno de canallas destructivos como Giacomo Cassara. Si las hubiera abandonado a su suerte, habrían tenido pocas posibilidades de sobrevivir.

      La decisión que había tomado aquella noche cambió el destino de las dos jóvenes. Pero Cristiano sabía que había estado a punto de lavarse las manos y, cada vez que pensaba en ello, se acordaba de lo cerca que había estado de convertirse en su padre. Y todo, por no pagarles la comida, el alojamiento y la ropa, cuyo coste era absolutamente ridículo para un hombre tan rico como él.

      Sin embargo, la Julienne que estaba ahora a su lado no era una chica desesperada que ofrecía su cuerpo a cambio de dinero, sino una mujer adulta y bien situada. Una mujer tan bella que, además, se podría haber acostado con cualquier hombre de Mónaco. Y no había elegido a cualquiera. Le había elegido a él.

      –Bueno, ¿no me va a contestar? –preguntó ella, ladeando la cabeza.

      –No puedo –dijo Cristiano–. No sé qué me estás ofreciendo exactamente.

      –A mí. Me estoy ofreciendo a mí.

      –Y yo le agradezco la oferta. Sobre todo, porque ya no implica un intercambio dudosamente legal –replicó–. Pero resulta que tengo normas.

      –Lo sé. He trabajado para usted durante diez años. Si ahora descubriera que no tiene normas para todo, me preocuparía.

      Cristiano se volvió a acordar de lo que había hecho aquella noche. Sí, había estado cerca de comportarse como su padre, pero había salvado a la chica. Y la consecuencia de sus actos estaba delante de él, en carne y hueso.

      Julienne Boucher.

      La persona más joven que había llegado a la vicepresidencia de Cassara Corporation en toda su historia, exceptuándole a él. La mujer más desinteresada de todas las que se le habían acercado en mucho tiempo, porque no estaba allí para echar mano a su cuenta bancaria.

      Y había algo más.

      El motivo de que volviera todos los años a aquel local.

      La razón por la que pedía una copa y se quedaba en la barra en una especie de vigilia: para recordar que había estado a punto de dejar a una inocente en la estacada y convertirse en su padre.

      Quizá había llegado el momento de olvidarlo.

      –No estoy buscando ninguna relación –contestó con dureza–. Me gusta el sexo, sí, pero sin cargas emocionales.

      Cristiano tuvo que resistirse al impulso de acariciarle el cuello y descender lentamente hasta su escote, apenas visible bajo la camisa de seda que llevaba. Se había excitado contra su voluntad, y se sentía tan atraído por ella como si llevara toda la vida esperando el momento de quitarle la ropa y penetrarla.

      –No creo haberle dado razones para que me tome por una mujer particularmente emocional –declaró ella, manteniendo su aplomo a duras penas.

      –Una sala de juntas no es un dormitorio.

      –Desde luego que no. Si lo fuera, nos habríamos visto en una situación impúdica hace mucho tiempo.

      A Cristiano le encantó la idea, y su mente empezó a imaginar todas las cosas que podían haber hecho en la oficina. Se llenó de imágenes tórridas, apasionadas, el tipo de imágenes que solía bloquear por miedo a bajar la guardia, dejarse llevar por el deseo y convertirse en su padre; el tipo de imágenes por las que había aprendido a levantar muros a su alrededor, siguiendo los consejos de su abuelo.

      Pero sus defensas se estaban derrumbando.

      –Siempre me ha parecido que le gusta controlarlo todo, señorita Boucher –dijo, cada vez más hechizado con ella–. Pero soy demasiado dominante para admitir eso. Tengo demasiadas exigencias.

      Julienne se estremeció como si estuviera deseando que la dominara, y a él le pareció tan delicioso que quiso comérsela allí mismo, encaramarla a la barra del bar, separarle las piernas y darse un festín con su cuerpo.

      Eso sí que habría sido digno de enmarcarse.

      –¿En qué tipo de exigencias está pensando? –preguntó ella.

      La voz de Julienne había cambiado de repente. Ya no sonaba tranquila, sino con un fondo ronco y sensual que avivó el deseo de Cristiano y le hizo pensar en habitaciones oscuras y gemidos de placer.

      Incómodo, cambió de posición y miró a su alrededor, intentando controlar los acelerados latidos de su corazón.

      Intentando controlar su hambre.

      Por lo visto, se había equivocado al creerse inmune a ese tipo de cosas. No había conseguido controlar sus pulsiones. Se había limitado a esperar.

      A esperar a la mujer adecuada.

      A la que se atreviera a asaltar sus defensas.

      Pero, por muy excitado que estuviera y muy apetecible que le resultara la idea de tomarla en el bar, no estaban en el lugar apropiado. Montecarlo era un nido de enemigos que vigilaban todos sus movimientos; sobre todo, en los salones de los ricos y poderosos, siempre atentos a sus debilidades y siempre decididos a aprovecharlas.

      A sus debilidades o a sus querencias. Aunque eso daba igual, porque a Cristiano le parecían lo mismo.

      Al final, tomó a Julienne de la mano y la sacó rápidamente del bar. No la miró ni una sola vez. No necesitaba mirarla para saber lo que pensaba. Vio su imagen en todos los espejos del camino, y era evidente que estaba tan dispuesta como él.

      Consciente de que el vestíbulo estaría lleno de turistas y clientes, tomó uno de los corredores laterales, flanqueados de tiendas lujosas. Y no se detuvo hasta que vio un hueco entre un establecimiento de perfumes injustificadamente caros y una zapatería cuyo calzado le pareció directamente absurdo.

      Entonces, la metió en él y la apretó contra la pared. No se podía decir que estuvieran a salvo de posibles curiosos, pero al menos tenían un poco de intimidad.

      Ella respiró hondo, nerviosa.

      Él la miró con intensidad y se preguntó cómo era posible que su belleza le hubiera pasado desapercibida durante tantos años.

      –¿Quiere conocer mis exigencias? –dijo Cristiano, pensando que habría podido escribir un libro con lo que quería hacer con ella–. Lo exijo todo y no exijo nada. Sencillamente, me gustan las cosas que me gustan. ¿Será un problema para usted?

      –Llevo diez años a sus órdenes. Si no lo ha sido hasta ahora, no lo será después –respondió ella, sin aliento.

      Los ojos de Julienne brillaron con desafío, y él deseó devorar su aplomo, dejarla a su merced y hacerla arder en las llamas de la pasión.

      –Será una relación de una sola noche, Julienne –le advirtió.

      –Lo dice como si creyera que busco algo más –replicó ella, alzando la barbilla–. Pero le aseguro que mi oferta es de carácter exclusivamente sexual.

      –Solo una noche –repitió.

      –Ya lo he oído.

      –Pero debo insistir, cara. No quiero que haya ninguna… confusión.

      Los ojos de Julienne se oscurecieron un poco.

      –No me subestime, señor Cassara. Soy yo quien ha hecho la propuesta. Y no una, sino dos


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