La noche tiene garras. Alejandro Juárez
conocer más sobre mi obra y descargar mis dos libros previos de forma gratuita puede visitarse mi página web: http://alexjuarezmx.wixsite.com/alejandro-juarez
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AGRADECIMIENTOS
A los Patrocinadores, que generosamente apoyaron el nacimiento de este libro:
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A Lily Preciado por el profesional cuidado de la edición; a Antonio Marts por sus consejos y apoyo para que el libro alcance a más lectores.
A Rafael Villegas, por la valiosa orientación para que la campaña de patrocinio arrancara exitosamente (y por atreverse antes con una campaña similar).
A Gabriela Torres Cuerva y Alessa Gil (ejemplo de mujeres fuertes e inspiradoras) por su amistad y las estupendas palabras de la contraportada.
A Gerardo Lima por su generosidad y la impactante introducción al libro.
A mi madre, Ofelia Aguilar, por ser la vara que sostuvo este árbol, aunque creciera un poco torcido.
Cuando sueñas, a veces recuerdas.
Cuando despiertas, siempre olvidas.
NEIL GAIMAN
JET LAG
VIERNES, 15 DE JULIO
El amanecer me encontró con unas piernas de mujer abrazadas a mi cintura. Extendí las manos y toqué la tersura de la piel, la dureza de sus muslos. Sin abrir los ojos, disfruté de su tibieza, de la prometida delicia del resto de su cuerpo.
Los maullidos de Pope rompieron el encanto, la garganta felina desgarró la sensual perfección del instante. Busqué a tientas una almohada para arrojársela. ¿Cómo demonios se las arreglaba para ser tan inoportuno? Al separar mi mano de la piel fragante, sentí cómo se rompía un trozo de realidad. La ninfa se disolvió como bruma, dejándome azorado ante la luz del sol, que entraba en duras líneas blancas a través del ventanal.
Mi gato estaba a un costado de la cama, mirándome con ojos ámbar. Maullaba con la punta de las orejas agitadas, los bigotes sacudidos por la tensión. Maldita sea. Me tapé la cara con el brazo y traté de ignorarlo, para volver a encontrar el sueño que necesitaba con desesperación.
El ataque sonoro continuó. Tuve que levantarme para arrojar un montón de croquetas en su tazón; mis piernas confundidas golpeaban las patas de los muebles y el borde de las paredes. Regresé a la cama pero, antes de que pudiera perderme de nuevo en el sopor, la alarma del reloj sonó, matando mis posibilidades de dormir. Me obligué a levantarme para ir a la oficina, mientras sentía en la espalda el peso infame del agotamiento.
El viaje transpacífico había sido duro, muy duro. Treinta y seis horas de viaje entre trenes, aviones, revisiones y aduanas; la espera en dos aeropuertos, el retraso del equipaje y un interminable desfile de gente, de todos colores y tamaños.
Tras la descompensación del cambio de horario, dormir se transformó en una odisea: cuando en Japón eran las once de la noche, aquí las manecillas señalaban las ocho de la mañana. De por sí soy de sueño espantadizo: ahora me es casi imposible adaptarme a la diferencia horaria.
Anoche no sentía sueño a pesar de la fatiga que me mordía la piel. Me obligué a meterme en la cama, donde me revolví con inquietud, con el cuerpo desorientado por la mezcla de tiempos, la dualidad noche/día luchando en mi sangre y mi cerebro. Tras agitarme de forma inútil por largo rato, fui contra todos mis hábitos y tomé pastillas para dormir. Sirvieron, aunque sólo parcialmente. Logré perderme por un par de horas en la niebla para al final encontrar ese cuerpo cálido y deseoso que fue ahuyentado por mi inoportuno gato. Sé que únicamente era una imagen en mi cerebro, pero se sentía tan real… Más que mis propias manos al golpear mis mejillas frente al espejo, que me devuelve una mirada cansada y enrojecida. Ahora debo ir a trabajar. Aunque maldito si tengo ánimos de hacerlo.
El día en la oficina fue un verdadero infierno. La voz de mis compañeros me llegaba como ecos entre bruma. Fueron necesarias cinco tazas de café para mantenerme más o menos alerta durante la jornada. Maldije a mi jefe por obligarme a asistir sin darme al menos un día para reponerme. Es claro su deseo de revancha por haber sido yo el elegido para el viaje al Lejano Oriente y no él, a pesar de su mayor nivel en el escalafón.
No es mi culpa ser el único del departamento capaz de realizar una presentación especializada en inglés, pero quiere desahogar su rencor, por más infantil que eso resulte. Maldito imbécil.
Casi me desvanecí en el taxi que me trajo de regreso a casa. Dejé mi auto en el estacionamiento: no quise arriesgarme a conducir en este estado de torpeza que me aplasta. Escribo mientras espero que el sueño (tan tenaz durante las horas diurnas) aparezca, pues ahora rehúye acercarse. Una suave envidia me recorre al ver a Pope roncar con desenfado, la pelambre de su pecho sacudida por pequeños temblores. Desearía replicar su capacidad para caer en un rincón y olvidarse del mundo, ignorante del jet lag, esa terrible descompensación cuyo término en inglés no refleja la desazón de mi cuerpo, desesperado por dormir e incapaz de conseguirlo. Me siento como un zombi.
SÁBADO, 16 DE JULIO
Dormí a tirones. Me despertaba cada dos o tres horas, extrañado ante la sensación de las sábanas sobre mi cuerpo, sintiendo la vigilancia de la oscura cómoda y los giros inquietantes del ventilador en el techo.
En un trozo de sueño unos brazos femeninos me acogieron, cálidos y suaves. Me arroparon contra un pecho pequeño pero delicioso que prometía hacerme olvidar todo sinsabor, arropándome en la oscuridad.
De golpe me acometió un miedo horrible de perderme en ese cuerpo que percibí ansioso, con una boca húmeda, llena con pequeños dientes de alfiler. Me hundí en la oscuridad, con el aliento atorado en el pecho. A lo lejos escuché un maullido y me lancé en su dirección, asiéndolo como un cable de salvamento. Desperté resollando, con un sudor de hielo arañándome la piel y el terror saturando mi garganta.
Al bajar de la cama para encender la luz casi piso a Pope, enroscado junto a la base de metal. Siseó y escapó del cuarto con rapidez.
Me quedé ahí, pasmado, parpadeando ante la difusa claridad del amanecer. Me tapé el rostro con las sábanas pero me fue imposible dormir de nuevo.
Tengo el miserable consuelo de que hoy es sábado, lo que me salva de ver la cara de mi jefe. Me obligo a levantarme y salir a desayunar, pues si preparo algo soy capaz de incendiar la cocina sin percatarme.
Retomo estas notas por la tarde, con una sensación de irrealidad que me agobia. Busqué en internet información sobre el jet lag (“alteración transcontinental” es el término más cercano en español) y encontré algo que me desanimó por completo: pueden pasar semanas para que el cuerpo se ajuste de nueva cuenta al ciclo de noche-día. Es terrible pensar que este agotamiento llegara a prolongarse tanto.
En el restaurante donde desayuné encontré a un viejo amigo, que se burló ante