La noche tiene garras. Alejandro Juárez

La noche tiene garras - Alejandro Juárez


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de luces que flotaban en la oscuridad para desbarrancar a incautos, voces que susurraban palabras terribles que se clavaban en el mente hasta perderla, pactos con seres monstruosos, cosas sin nombre que acechaban en las esquinas de la ciudad. Incluso de una mujer que al anochecer se arrancaba las piernas para convertirse en fuego y buscar niños, a los que les chupaba el pecho hasta dejarlos secos, como montoncitos de papel viejo.

      La luz del cielo cambió de amarillo a naranja y luego a bermellón, hasta alcanzar tonos marrones que finalmente mutaron en alquitrán. Detrás de la barda podían verse las luces de las farolas, como cuchillos luminosos que intentaban rasgar la negrura, sin lograr alcanzar el rincón en que se encontraban. Las expresiones de los rostros ya no eran visibles, sólo se apreciaba el contorno de los cuerpos, lo que agregó a la última narración un tono de inquietante profundidad. Era posible imaginar unas garras estirándose hacia ellos, para arrastrarlos a un lugar del que nunca habría regreso.

      Todos permanecieron en silencio unos momentos, dejando que la sensación de amenaza los envolviera como un perfume intoxicante.

      —Bueno, pues ya me voy —dijo el pequeño.

      —No me digas ¿qué, te dio miedo?

      —Un poco. De eso se trata ¿no? Si no que chiste. Pero me tengo que ir, ya es noche y mi mamá me va a regañar.

      —Quédate otro ratito. Un último cuento y ya. Este es de veras fuerte ¿verdad, muchachos? —comentó Javier. Su tono transmitió una cualidad sombría que consiguió que al pequeño le cosquilleara el cuero cabelludo.

      —No, en serio, estuvo divertido pero ya me voy.

      —¿Y si no dejamos que te vayas? —replicó Juan.

      El silencio congeló todo. Los sonidos de la ciudad se esfumaron, como si los camiones traqueteantes, la música que brotaba de una casa en la esquina y los gritos de una parvada jugando futbol fueran absorbidos por una boca gigantesca, llena de dientes podridos.

      —Ya déjalo, no seas cabrón —interrumpió Jorge—. Vete ya, niño. Estuviste bien, pero a veces es bueno no meterse en cosas de mayores.

      El chiquillo se escurrió con rapidez sin decir nada. El paso de su cuerpo por la rendija de la puerta y la sacudida tintineante de la cadena oxidada rompieron la burbuja que envolvía el momento. Lo único que quedó de su visita fue el aroma de su miedo flotando en las tinieblas del patio escolar.

      —¿Por qué lo dejaste ir? —el tono de Juan era afilado—. Era nuestro. Vino solo y se quedó, aunque le advertimos que se fuera.

      —Me dio lástima, no sé por qué. Creo que me recordó a mi hermanito.

      —Pero lo queríamos. Lo necesitábamos… —jadeó Javier con tono de perro hambriento.

      —Ya no importa. No está y no va a volver. Tendremos que esperar hasta la siguiente ocasión.

      —La siguiente ocasión, la siguiente ocasión… no es justo —replicó Julián.

      —Lo que nos pasó a nosotros tampoco fue justo. Pero aquí estamos. Y no hay nada que hacer.

      Los ojos del cuarteto resplandecieron como chispas de fogata mientras se enroscaban en sus lugares, hundiéndose poco a poco en la negrura.

      —Todavía me duele el pecho ¿a ustedes no? —el tono de Javier reflejaba un cansancio infinito—. Donde me chupó la mujer esa.

      Nadie respondió. Los cuerpos se agitaron como tinta en un arroyo y empezaron a empequeñecerse. Cambiaron de color, hasta transformarse en bolas ardientes que flotaron un instante en el aire nocturno. Luego, con un plop, desaparecieron.

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