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recibido no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra patria. Somos, repito, iguales a los demás —no, como los demás— y tenemos en común con ellos las preocupaciones de ciudadano, de la profesión o del oficio que nos es propio, las otras ocupaciones, el ambiente, el modo externo de vestir y de obrar. Somos hombres o mujeres corrientes, que en nada nos diferenciamos de nuestros compañeros y colegas, de los que conviven con nosotros en nuestro ambiente y en nuestra condición.
Me gusta hablar en parábolas, y más de una vez he comparado esa misión nuestra, siguiendo el ejemplo del Señor, a la de la levadura que, desde dentro de la masa[10], la fermenta hasta convertirla en pan bueno. He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura −una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior−, que se agregaba al agua y a la harina cernida.
Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer −desaparecer− en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia.
Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa. Nuestra vida no es egoísta: es un luchar en primera línea, es meternos en el torrente de la sociedad, pasando inadvertidos; y llegar a todos los corazones, haciendo en todos ellos la gran labor de transformarlos en buen pan, que sea la paz −la alegría y la paz− de todas las familias, de todos los pueblos: iustitia, et pax, et gaudium in Spiritu Sancto[11]; justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.
Pero, para ser levadura, es necesaria una condición: que paséis inadvertidos. La levadura no surte efecto si no se mete en la masa, si no se confunde con ella. No me cansaré de repetiros, hijos míos, que no debéis distinguiros en nada de los demás; que vuestra aspiración debe ser la de permanecer donde estábamos, siendo lo que somos: cristianos corrientes, personas que hacen una vida ordinaria y sencilla.
Primeros cristianos
6
Contemplando vuestras vidas, parecen cobrar realidad nueva las palabras que se escribieron en los comienzos del Cristianismo: los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, la doctrina que viven no ha sido inventada por ellos, sino que habitando en ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un peculiar tenor de conducta, admirable y, según confiesan todos, sorprendente[12].
Pero, sobre todo, tengamos presente el ejemplo de Cristo: habiendo nacido Jesús en Belén de Judá, bajo el reinado de Herodes, he aquí que unos Magos vinieron desde Oriente a Jerusalén, preguntando: ¿dónde está el que ha nacido, rey de los judíos? Nosotros hemos visto en Oriente su estrella y hemos venido con la intención de adorarle. Al oír esto el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén[13].
Se asustan, se sorprenden: no sabían que el Salvador estaba ya entre ellos. Un rey que pasa inadvertido; un rey que es Dios y pasa inadvertido. La lección de Jesucristo es que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión u oficio, desconocidos, como uno de tantos.
No desconocidos por nuestro trabajo, ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos, porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios. Que lo experimenten, que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos; al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años.
Sencillez, sin secreto alguno
7
Habéis de vivir con sencillez −os he dicho−, con discreción, vuestra amorosa entrega al Señor; debéis estar prevenidos contra la curiosidad agresiva de algunos, y tratar con delicadeza extrema todo lo que se refiere a la intimidad de vuestra vida apostólica.Aunque sé que no os hace falta, porque conocéis bien el espíritu que Dios nos pide que vivamos, quiero hacer una advertencia: discreción no es misterio, ni secreteo; es, sencillamente, naturalidad. En la Obra nunca hemos tenido, ni tendremos, ningún secreto, insisto: no nos hacen falta.
Abomino del secreto. Cuando alguna vez una persona ha venido a mí y me ha dicho: le voy a hablar en secreto, le he respondido: pues póngase de rodillas, que a mí no me gusta más secreto que el del Sacramento de la penitencia. Usted, si quiere, se confía a un amigo y a un caballero; si no, de rodillas y en confesión.
8
Lo que nos pide el Señor es naturalidad: si somos cristianos corrientes, almas entregadas a Dios en medio del mundo −en el mundo y del mundo, pero sin ser mundanos−, no podemos comportarnos de otro modo: hacer cosas que en otros son raras, serían raras también en nosotros. Sabéis bien que he prohibido que nuestra entrega tenga especiales manifestaciones externas: no hay ninguna razón para que llevemos uniformes o insignias.
Respeto a los que piensan que, para ser buen cristiano, hace falta ponerse al cuello una docena de escapularios o de medallas. Tengo mucha devoción a los escapularios y a las medallas, pero tengo más devoción a tener doctrina, a que la gente adquiera conocimiento profundo de la religión.
De este modo no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en las vidas de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad.
En nosotros, no obrar así sería olvidar la esencia misma de nuestra divina llamada, porque entonces ya no seríamos personas corrientes: nos habríamos separado de la masa, y habríamos dejado de ser levadura. Una sola cosa ha de distinguirnos: que no nos distinguimos. Por eso, para algunas personas amigas de llamar la atención, o de hacer payasadas, somos raros, porque no somos raros.
Santificar la vida corriente
9
Vuestra vida y la mía tienen que ser así de vulgares: procuramos hacer bien −todos los días− las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizamos en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante. Mejor, esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguiremos y, al llegar la noche, en el examen tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy sólo puedo ofrecerte defectos, pero, con tu gracia, llegaré a poder llamarme vencedor.
Nuestra vida sobrenatural, nuestro endiosamiento, no nos debe llevar a la necedad de pensar que no tenemos errores: muchas veces sólo tendremos imperfecciones, contra las que luchamos con la gracia de Dios y con el empeño de nuestra voluntad. Esa lucha, esa perseverancia en la tarea sobrenatural de hacer divina la vida ordinaria, es lo que nos pide el Señor, por la llamada específica que de Él hemos recibido.
10
Nuestro camino no es de mártires −si el martirio viene, lo recibiremos como un tesoro−, sino de confesores de la fe: confesar nuestra fe, manifestar nuestra fe en nuestra vida diaria. Porque los socios[*b] de la Obra viven la vida corriente, la misma vida que sus compañeros de ambiente y de profesión. Pero en el trabajo ordinario hemos de manifestar siempre la caridad ordenada, el deseo y la realidad de hacer perfecta por amor nuestra tarea; la convivencia con todos, para llevarlos opportune et importune, con la ayuda del Señor y con garbo humano, a la vida cristiana, y aun a la perfección cristiana en el mundo; el desprendimiento de las cosas de la tierra, la pobreza personal amada y vivida.
Hemos de tener presente la importancia santificadora del trabajo y sentir la necesidad de comprender a todos para servir a todos, sabiéndonos hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, y uniendo −de un modo que acaba por ser connatural− la vida contemplativa con la activa: porque así lo exige el espíritu de la Obra y así lo facilita la gracia de Dios, a quienes generosamente le sirven en esta divina llamada.