Illska. Eiríkur Örn Norddahl
demás creían que era. Los filósofos hablan del Otro, con O mayúscula, esa persona imaginaria que se encuentra en algún sitio en lo alto de la imaginaria cima de alguna montaña mirándonos con la boca abierta de perpetuo asombro acusador. El Otro es un producto de nuestra imaginación, pero eso no lo hace menos verdadero. Es el mensajero de lo que creemos que creen de nosotros los demás. El Otro es el ojo en la pared, el agujero de la cerradura, la mirilla, la webcam. Si en algo adquiere forma corpórea, es en las cámaras de vigilancia ocultas y disimuladas, esos ojos desconfiados que velan por nosotros, pero sin decirnos nunca lo que piensan, sin preguntar nunca la hora ni pedir fuego, aunque nos acechen en todas las esquinas.
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Cuando los israelitas estaban sumidos en la postración, tras la expulsión de Babilonia, Dios les dijo: Vosotros sois mis testigos, los faros de la eternidad, y yo soy Dios. En los escritos midráshicos, se esclarece así: Si vosotros sois mis testigos, yo soy Dios, y si no sois mis testigos, yo, por así decir, no soy Dios.
Porque ni siquiera el Señor de los Israelitas existe si nadie lo mira.
CAPÍTULO 15
Estaba en el tren, esperando alguna novedad en el perfil de Agnes. De vez en cuando miraba por la ventana la yerba, los árboles y los postes de la electricidad. Ya no recordaba adónde viajaba. Recordaba haber sufrido de niño. Recordaba que el mundo se me había hundido muchas veces. Recordaba veranos tan repletos de sensaciones tan permanentes que apenas podía pensar en ellos sin perder la respiración —no de pena, sino de felicidad—. No recuerdo nada más. Oradour. Iba a Oradour. Anoche estuve en la ciudad natal de Franco, en el norte de España. Ferrol. Luego tomé el autobús hasta Santiago de Compostela. Luego, en tren por Burgos y San Sebastián. Ahora me estaba acercando a Burdeos y en mi billete decía «Limoges». Pero pensaba ir más allá. Quería ir a Oradour-sur-Lane. En 1944, los nazis borraron el pueblo de la superficie de la tierra y mataron a todos sus habitantes. Quizá sería mejor que no me detuviese nunca. Que continuara viajando de un pueblo a otro hasta morir. De hambre, tal vez. Quizá sería mejor estar siempre solo a partir de ahora. Al parecer, era capaz de ser yo mismo plenamente siempre y cuando no hubiera nadie cerca. En tanto en cuanto nada me perturbara. Pero era obvio que era incapaz de hacerlo si me relacionaba con otros. Tenía que estar solo. El tren estuvo parado tres horas y media en Burdeos. De tanto en tanto, el jefe de tren decía algo por el sistema de altavoces, y los pasajeros franceses protestaban airadamente con violentas gesticulaciones antes de enfrascarse de nuevo en Le Monde, el iPad y las noveluchas policiacas de quiosco. Yo no sabía el motivo de la parada del tren. El revisor se encogió de hombros cuando se lo pregunté. Sentía deseos de preguntarle a alguna otra persona, pero no me atreví. Sabía que los franceses no eran, ni de lejos, tan maleducados como me habían contado, pura mentira —aunque esa mentira la tenía muy enraizada—. En lo más hondo, estaba seguro de que alguien se pondría furioso conmigo si le preguntaba algo. Maté el tiempo jugando en mi móvil a Second Life, el juego de realidad virtual. Busqué el antiguo cuartel general del Front National, que había sido transformado en casino, según leí en internet. Cuando lo abrieron se produjeron enfrentamientos. Los enfrentamientos se recrudecieron en una semana de guerra en la que los contendientes utilizaron todas las armas disponibles: bombas, cohetes y cerdos explosivos. Porque las posibilidades no son tan amplias en la vida paralela como en la real. Tardé —o, para ser exactos, mi avatar digital tardó— hora y media en encontrar el casino que en tiempos sirvió de centro neurálgico del Front National. Y cuando por fin lo encontré, no había nada de especial. No había ni una plaza con una solemne inscripción explicando los sucesos históricos acaecidos en ese lugar, en esa parcela al otro lado de la realidad. Nada de eslóganes mencionando libertad, justicia, cerdos explosivos o fraternidad. Yo (es dudoso en qué plano, llegada la historia a este punto) callejeé por París, con escala en una playa nudista, en Nuevo Berlín y en una exposición de pintura, mientras buscaba un colegio electoral que sabía que ya no existía —pero en todo ese tiempo estaba varado en la estación de Burdeos a bordo de un tren, esperando llegar al pueblo que habían borrado del mapa—. Apagué el móvil y en ese momento se oyó silbar el tren, se cerraron las puertas y poco después se puso en marcha. Respiré aliviado. Unas horas después estaba en un soportal abierto. Me puse la baguette debajo del brazo y salí a la plaza, olisqueando todo en el camino. Enfrente de la panadería había un café y al lado de este, dos restaurantes. La plaza tenía suelo adoquinado. Yo estaba en la realidad. Pero este pueblo no era. No era el pueblo original. Este era el pueblo vecino, a pocos kilómetros al noroeste de Oradour-sur-Glane, pero no era Oradour-sur-Glane, no era el de verdad, aunque se llamara igual. Oradour-sur-Glane se había quemado —los nazis dispararon a los vecinos en las piernas y los dejaron morir entre las llamas—. Arrojaron a los niños a los hornos de la panadería antes de huir. Y dispararon a la gente a las piernas para que se quemaran vivos, igual que los niños en los hornos. Aquí vivían otros habitantes, nuevos. A veces era todo como en un sueño, y entonces no sabía si era yo el que no existía o si era el mundo, la tierra bajo mis pies, los coches, las casas y los pájaros. Si era el Señor quien soñaba o eran las cámaras de vigilancia, las bases de datos y los satélites. ¿Se me vería en Google Earth? En la pacífica aldea de Oradour-sur-Glane vivían menos de 700 personas cuando los nazis decidieron visitarla. Reunieron a todos en la plaza del pueblo, vaciaron las casas una tras otra, y luego separaron a los habitantes —quemaron a las mujeres y los niños y ametrallaron a los hombres en garajes, restaurantes, almacenes y la panadería. A las rodillas y después, prendían fuego. Solo por hacer algo—. Pero este no era el pueblo. Este no era más que una copia del pueblo. Pero el pueblo estaba muy cerca. Las siluetas de las casas se difuminaban mientras los recuerdos del lugar se hacían enormemente nítidos. Lo sucedido —o, en cualquier caso, lo que el mundo recordaba de lo sucedido— se fue haciendo poco a poco más y más claro hasta que nadie tuvo ya la menor duda. Miré el mundo que se erguía de las cenizas, miré las cenizas que saltaban empujadas por el viento y me pregunté por qué había tenido que suceder aquella monstruosidad. Aquí, unos hombres derrotados habían visto su última oportunidad para desatar su ira sin freno alguno. Y arremetieron con toda la agresividad que les quedaba —la masacre de Oradour fue como la réplica de un violento orgasmo que retrocedía y volvía hacia Berlín con los sollozos en la garganta—. En una placa ponía que las ruinas se reforzaban regularmente; algunas, incluso, habían sido reconstruidas. Las casas estaban quemadas, los coches estaban oxidados y quemados, la vegetación asomaba por las grietas y el sol tostaba las paredes —pero la ceniza había desaparecido—. Y las ruinas no se habían derrumbado porque los especialistas las mantenían «in perfect ruined condition», como ponía en la placa (entre comillas). Levanté los brazos al cielo y la baguette se cayó al suelo. Luego di media vuelta y seguí buscando la realidad.
CAPÍTULO 16
Lituania, Patria nuestra, sois la salud misma, nadie sabe cuánto merecéis ser venerada, sino solo quien os ha perdido. Hoy vemos vuestra perfecta belleza y la describimos porque os ansiamos.
¡Santísima Virgen, vos que protegéis la clara ciudad de Czestochowa y brilláis sobre la Puerta de la Aurora en Vilnia! Vos, que defendéis el castillo de Nowogrodek y a sus devotos habitantes. Milagro- samente acudís para concedernos salud en la infancia, cuando nuestra madre os imploró protección, alzamos muertos nuestros párpados y al instante pudimos franquear el umbral del santuario para dar gracias al Señor por la vida que había sido devuelta a nuestros cuerpos, y por igualmente milagrosa acción nos permitiréis acogernos de nuevo al cálido regazo de la tierra patria. Hasta entonces podéis conducir nuestras apesadumbradas almas a estas colinas cubiertas de bosques, sobre estos verdes prados que se extienden por doquier junto al azul Niemen; hasta los campos henchidos de cereal, amarillos de trigo y plateados de centeno, donde crecen la amarilla mostaza y el alforfón blanco como la nieve, donde brota el trébol de virginal rojo, donde todo parece envuelto en cintas de verde hierba y donde reposan asimismo silenciosos perales.
Agnes abrió la botella de agua Ramlösa, bebió un trago y bostezó. Se puso el anorak —hacía 25 grados bajo cero—, volvió a cerrar los ojos y recogió la mochila en el momento mismo en que el autobús de línea se detenía enfrente del hostal de sus padres, en Jurbarkas. ¿Eso era volver a casa?
***
—Hola. ¿Me oyes?
—Sí.