Illska. Eiríkur Örn Norddahl
Reikiavik.
De pronto, se dio cuenta de que se iba a perder el cumpleaños de Agnes. Se lo perdió cuando cumplió los treinta —se conocieron justo cuando ella se estaba yendo a su casa después de la fiesta—. Y aún estaban en fase de conocerse cuando llegó el día del cumpleaños propiamente dicho. Y ahora, ella estaría en Lituania.
Desde que nació, Agnes había triplicado su estatura y pesaba veinte veces más. Al nacer pesaba 3,36 kilos y medía 50 centímetros —el nacimiento se produjo a las 12.23 horas—. Ómar no estaba seguro de que esa información le fuera a acercar a la verdad. Pero algo era. Números. ¿Acaso los números no eran algo firme, algo que se podía presentar ante un tribunal y decir: mirad, aquí está el mundo tal y como ha sido medido?
Probablemente todo eso no era sino la pregunta de cuál era la verdad que quería encontrar. De qué estaba buscando. Pero Ómar no tenía ni idea de qué era lo que quería saber. A lo mejor quería saber lo que no habría querido saber, y se daría cuenta de ello después de averiguarlo.
Bueno: lo sabría cuando lo viera.
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El 0,16 % de los islandeses cayeron en la guerra —doscientas almas, redondeando—, es decir, la mitad menos que, por ejemplo, los estadounidenses. En términos proporcionales. Los islandeses ocupan la cuadragésimo cuarta posición de un total de cincuenta y siete.
Murió el 16 % de los polacos. Murió en torno al 14 % de los soviéticos. Murió aproximadamente el 14 % de los lituanos. Aproximadamente el 11 % de los letones. Casi el 7 % de los yugoslavos. En torno al 6 % de los húngaros. Casi el 5 % de los estonios. En torno al 4 % de los rumanos.
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El listado de movimientos de la tarjeta de crédito de Agnes estaba vacío y sin dato alguno, a excepción de una transferencia automática para la suscripción a un diccionario digital —pero eso ya lo sabía Ómar y no le servía de nada—. Los diarios de Agnes estaban en lituano. Ómar fijó la mirada en aquellos garabatos sin comprender nada. En algunos sitios vio su nombre, junto a otros nombres propios islandeses. Intentó pasar las frases por Google Translate pero no sacó nada interesante.
Hoy me llevó Ómar a stomatologas.
Ómar buscó en Google imágenes de stomatologas y la respuesta consistió en babeantes bocas abiertas, a centenares, llenas de brackets de acero, infecciones, puentes dentales y caries. Pocas semanas antes había llevado a Agnes al dentista.
Busco gafas nuevas en el centro comercial Kringla.
Megas estuvo hoy en el radioteléfono.
Qué raro está Laugavegur.
Ómar pensaba que allí no había nada que sacar en limpio.
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El nazi e islandófilo doctor Paul Burkert podía llamarse «ojos y oídos de Heinrich Himmler» en Islandia. Quizá más de palabra que de hecho (cuentan que era un poco «bocazas», como se decía «en mis años mozos»), pero en cualquier caso solía venir al país a defender los intereses del Tercer Reich en Islandia y a organizar la visita de altos mandatarios nazis. El doctor Burkert afirmaba ser científico, aunque otras veces decía que era artista o diplomático —a fin de cuentas, era una especie de hombre del Renacimiento.
En 1935, el doctor Burkert hizo uno de los primeros documentales rodados en Islandia. La película estaba financiada por la Autoridad de Asuntos Pesqueros y se confesaba que tenía la finalidad de aumentar las ventas de productos islandeses de la pesca.
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Dos cajas grandes estaban llenas de chismes sobre el Holocausto. Agnes tenía libros para llenar una estantería entera —seis baldas de medio metro— sobre la segunda guerra mundial, el Holocausto, historia de Lituania, Islandia y la guerra mundial, así como el surgimiento y la historia del populismo y el racismo en la Europa de los siglos xx y xxi. Y seguro que, en casa de sus padres, en Lituania, tenía otra igual. Pero en estas cajas no había más que trastos. Puras naderías. Recortes de periódico —nazis tatuados, conversaciones con skinheads islandeses, folletos de Resurrección Aria y Humanidad Nórdica, artículos sobre filosofía aria y sobre la geóloga y ocultista doctora Helga Pjeturs, más toda clase de adornos y medallas. Cruces gamadas, anillos con la calavera, insignias de las SS, CD de punk nazi. Incluso había una Luger vieja y oxidada. Ómar la cogió y miró el interior del cañón y le pareció que no estaba obstruido para inutilizarlo. Dejó la Luger y cogió un librito. Era como una novelita pornográfica. La portada estaba ocupada por un dibujo de dos muchachitas de las SS vestidas de cuero y de pechos grandes y gruesos. En medio de las dos sujetaban a un prisionero de guerra arrodillado. Una de ellas sostenía una Luger contra la garganta del prisionero, mientras la otra le tiraba del pelo a la vez que le sujetaba el brazo por detrás de la espalda. Ómar vio que el libro estaba escrito en hebreo. Pasó unas cuantas páginas y cayó una nota de papel en la que estaba escrito: «I was Colonel Schultz’ Private Bitch. Jerusalem, Israel, 1961».
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El doctor Paul Burkert, nazi y hombre del Renacimiento, iba muy por delante de sus contemporáneos. Cuando se proyectó su documental ante los que lo financiaban, resultó que consistía en su mayor parte en escenas de fiestas en el Hotel Borg, donde mujeres islandesas ligeras de cascos, someramente vestidas y un poco borrachas, alegraban la vida a hombres extranjeros.
Mucho después, cuando Icelandair lanzó una campaña publicitaria titulada Fancy a Dirty Weekend?, las ideas del doctor Kurbert se vieron finalmente reivindicadas. Pero, para entonces, todos, desde tiempo inmemorial, habían perdido cualquier interés por el pescado y por cuál fue el destino de 10 900 del total de 11 000 coronas abonadas por la autoridad pesquera para la producción del documental (las fuentes no indican qué pasó con las cien coronas de diferencia entre ambas cantidades).
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Después de buscar un poco en Google, Ómar comprobó que el libro que tenía en las manos era una de las «noveluchas de stalag». Las editaban en Israel en los años sesenta como si fueran relatos autobiográficos reales. Oficialmente estaban escritas en inglés y luego traducidas, pero en realidad se habían redactado en hebreo. Solían tratar de prisioneros de guerra británicos a los que unas carceleras alemanas sometían a humillaciones y violaciones, y se publicaron por primera vez más o menos en la época en que estaban juzgando a Adolf Eichmann. En Wikipedia se aseguraba que la edición de esos libros se interrumpió cuando los editores fueron acusados de antisemitismo.
Ómar se rascó la cabeza. En aquel libro podía discernirse un juego de símbolos entremezclados en muchísimos niveles, que podía desentrañar. Unos escritores israelíes fingían ser militares británicos supervivientes de un stalag, un campo de concentración nazi, que escribían trágicas históricas de las torturas, cargadas de sexo, a las que los sometieron los nazis. Naturalmente, los británicos eran los antiguos dueños coloniales de Palestina (Israel). Y los alemanes… bueno, no vamos a dar ahora más vueltas de las que hemos dado ya. Y la edición de novelas escritas por israelíes que contaban cómo los alemanes torturaban a los ingleses tuvo que interrumpirse porque eran antisemitas.
Ómar lo repasó todo mentalmente otra vez. No dudaba de que debía haber algo de cierto. Sonaba razonable. Pero, al mismo tiempo, era muy raro. Muy complicado. Judíos diciendo guarrerías sobre tommies y nazis durante la guerra… Volvió a meter el libro en la caja y renunció.
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La asamblea exhorta a los islandeses a rechazar la participación de Islandia en la «Exposición colonial» que tendrá lugar en Copenhague el verano próximo, ya que es discorde con nuestra causa y nuestra nación contribuir a dicho certamen. Ítem más, la asamblea expresa su desagrado con el hecho de que algunos islandeses hayan llegado a comprometer su asistencia a la exhibición, lo que es más aún de lamentar al tratarse, precisamente, de quienes, en virtud de su condición social, con mayor ahínco habrían de defender la honorabilidad y la independencia de Islandia.
Exponer a Islandia en el mismo plano que Groenlandia y las islas danesas de las Indias Occidentales, como está previsto en dicha exposición conjunta de tales partes del reino,