Guiño. Rob Harrell

Guiño - Rob Harrell


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de que esa tonta cosa resulte ser benigna, ¿sabes?

      Permanecimos allí sentados un rato, y él me acariciaba el hombro. Yo sólo pensaba en qué tan grave sería.

      Recordé cuando mamá pasó por eso, aunque yo apenas tenía cuatro años en ese momento, cuando benigno quería decir el tipo bueno de tumor. O no bueno, tal vez, pero no necesariamente peligroso. Maligno era el tipo peligroso: Cáncer, con C mayúscula.

      ¿Y ahora qué? ¿Debía ponerme a llorar? ¿O dar alaridos y tirarme al suelo? Me habría ayudado que el doctor Sheffler me hubiera dado una escala indicadora de 1 a 10, y que hubiera señalado el 6, diciendo: Estamos aquí en este momento.

      Mientras esperaba sentado en los peldaños, papá se alejó unos cuantos pasos para llamar a Linda, mi madrastra. Después llamó a mi abuela en St. Louis, que sollozó y me dijo Rossy unas mil veces cuando tomé el teléfono.

      Pensé en enviar mensajes de texto a mis amigos Abby e Isaac, pero no me sentí con ánimos. No tenía idea de qué decirles.

      Después, cuando llegamos a casa, Linda sirvió algo amarillo para la cena que yo hice rodar por todo el plato pero no probé.

      Recuerdo haberme sentado a jugar Annihilation: Moon hasta que me dolieron los pulgares.

      Y se hizo de noche y el día terminó como suele suceder hasta con los peores días. Me acosté, pero no pude dormir, así que me quedé ahí, mirando las luces de los coches que iluminaban el techo y oyendo la conversación en susurros entre Linda y papá en el dormitorio contiguo.

      Lo único que yo sentía era entumecimiento.

      3

      DE REGRESO A LA REALIDAD

      Todo mi cuerpo se sacude y mi corazón late con fuerza. Esa enorme X me mira fijamente, y la mascarilla de malla metálica me tiene atrapado. ¿Me estaba quedando dormido? Es una idea que me produce pánico, tras haber oído todo el asunto de no despegues la mirada de la X porque te puede explotar el ojo. Le echo la culpa a la canción que estaba sonando. Puede ser que Frank tenga razón en eso de que necesito una mejor banda sonora para las sesiones de radiación.

      Y luego, de pronto, ya terminó todo, y Frank y Callie están de nuevo en la habitación, desenganchándome. Quitándome la pieza bucal. La mascarilla. Frank me tiende una mano para ayudar a levantarme.

      —Estuviste muy bien para una primera vez. Con tres días más, ya serás todo un profesional. Y para cuando terminen tus ocho semanas, ya podrías quedarte con mi trabajo —entrecierra los ojos, examinán­dome—. Porque ésas son tus intenciones, ¿cierto?

      Mira a Callie.

      —¿No te parece que se ve sospechoso? Serán los ojos brillantes y redondos. Debemos ser cuidadosos —Callie mira lo que tiene en su tabla portapapeles, y luego pone los ojos en blanco.

      Mientras me bajo de la mesa, Frank se inclina y finge que me susurra:

      —No le hagas mucho caso a Callie. A la pobre le cuesta admitir que está loca perdida de amor por mí.

      Callie estalla en carcajadas y sale.

      —¡Nos vemos mañana, Ross!

      Me calzo los zapatos y saco mi mochila de un casillero que está junto a la puerta.

      Pasamos frente al consultorio del doctor Throckton de camino a la salida. En mi familia le tenemos un apodo de superhéroe: El hombre que tiene todas las respuestas, y es quien está a cargo de mi terapia de radiación. Está sentado tras su escritorio, con mechones erguidos de forma muy cómica, como si hubiera estado pasándose los dedos entre el cabello. Tiene los pies apoyados sobre el escritorio, y el teléfono en la oreja, pero al verme se le iluminan los ojos. Cubre la bocina del teléfono y me grita-susurra:

      —¿Cómo estuvo?

      —Bien, supongo —contesto. Sujeta el teléfono entre el hombro y la mejilla, y levanta ambos pulgares para mostrar su aprobación. Tiene una mancha de tinta azul en uno de ellos.

      Frank me conduce por el pasillo hasta la sala de espera, y me pregunta si la escuela es tan insoportable como él recuerda.

      —No está mal —digo, encogiéndome de hombros, mientras atravesamos las puertas automáticas que conducen a la sala de espera.

      Para ser una sala de espera, es bastante impresionante. Hay una serie de cómodos sofás y sillones alrededor de varios acuarios de gran tamaño. Se ven adornos de Halloween porque faltan apenas unos días para la fecha. También hay un rincón de bebidas de cortesía, con café y un refrigerador atiborrado de gaseosas y pequeñas botellas de agua natural.

      No veo a mi madrastra. Me imagino que Linda fue corriendo a un Starbucks a conseguir más té verde. Siempre está bebiendo té verde.

      Veo a un tipo entrado en años junto a uno de los acuarios, tomando café a pequeños sorbos. Levanta su vaso a modo de saludo.

      Frank me lleva hasta él:

      —Ross, quiero que conozcas a alguien. Para ser más precisos, quiero advertirte para que te mantengas alejado de él.

      Nos paramos frente al señor:

      —Jerry, te presento a Ross. Acaba de salir de su primera radiación —y luego se dirige a mí—: Ross, este señor que ves aquí es el viejo más cascarrabias que haya pisado el planeta Tierra.

      Jerry ríe, con carcajadas amables pero jadeantes, mientras trata de enderezarse para saludarme. Estrecho su mano colosal. Se siente como si fuera una mano de piedra arenisca.

      —Entonces, ¿te asignaron a Frank? Sé que las cosas podrían ser peores, aunque no se me ocurre de qué manera —y sus cejas peludas y enmarañadas se levantan—: ¿Cómo te fue allá dentro?

      —Bien, supongo —desvío la mirada hacia los peces en el acuario a su lado. ¿Por qué siempre tengo que ser tan tímido y torpe?

      —Ah, muy bien. Tú sólo mira para arriba y deja que ellos se encarguen de las cosas complicadas, ¿sí? —Jerry tiene una voz áspera y profunda, que me recuerda el ruido de guijarros en una trituradora. Se recuesta, y noto la banda de malla azul un poco más arriba del codo, y sé que le sacaron una muestra de sangre. Esto de sacar sangre se ha convertido en algo extrañamente familiar para mí. Ya sé cuál es mi mejor vena para eso, lo cual no deja de ser raro.

      Frank mira alrededor de la sala.

      —¿Dónde está tu mamá, Ross?

      —Mi madrastra.

      —Madrastra. ¿Se olvidó de ti? ¿Huyó del país?

      —Probablemente —me siento en el borde de un sofá. Sé esperar. Para eso se hicieron los teléfonos inteligentes.

      —Bueno… si sigues por aquí dentro de tres horas, te llevo hasta tu casa. Es lo menos que puedo hacer por ti.

      Jerry menea la cabeza.

      —¡Dios del cielo! No vayas a irte con él en su coche. En estos tiempos a cualquiera le dan una licencia de conducir.

      Frank empieza a alejarse.

      —Sigue intentándolo, Jerry. Un día de estos vas a decir algo muy gracioso —y luego gira sobre sí y camina hacia atrás, apuntándome con ambos dedos como si fueran pistolas.

      —Nos quedan cuarenta y cuatro sesiones, Ross. Y mañana quiero sugerencias para música verdadera, en serio. O empezaré a ponerte algo de la mía —apoya la espalda contra las puertas eléctricas y luego sale.

      Jerry me


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