Guiño. Rob Harrell

Guiño - Rob Harrell


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la cabeza de la almohada. ¿Hiciste la tarea de Lengua? Se me olvidó por completo.

      —Psss, creo que la profe Bayer no te reprenderá. Al fin y al cabo, tienes la mejor excusa del mundo: Oh, lo siento tanto, pero ayer me dispararon un rayo de energía en la cabeza —se aplica el protector labial con tal generosidad que hubiera alcanzado para tres personas—. ¿Y cómo fue? ¿El rayo estaba caliente?

      Nos detenemos frente a mi casillero para que yo saque mi libro de matemáticas.

      —Fue… no sentí nada. Sólo tuve que quedarme ahí tendido un rato, y luego ya había terminado. Muy extraño.

      Abby me mira pensativa unos momentos.

      —Ya veo. Eso no nos va a servir. Cuando la gente te pregunte, tienes que añadirle un poco de drama… por ellos, no por ti.

      —Está bien —cierro mi casillero de un portazo. Noto que un par de niñas nos miran. Estoy casi seguro de que están en sexto grado—. Tal vez puedo decir que olía a carne quemada. O que alcancé a oír que mi ojo chisporroteaba como tocino al freírse.

      —Lo dirás en broma, pero yo no me detendría ahí —Abby se pone una liga elástica entre los labios, para recoger su cabello ondulado y anaranjado en una coleta. Guarda su diadema en la mochila—. Aprovecha todo lo que quieras el componente de ciencia ficción que tienen los rayos láser, mi amigo. Eres famoso en la escuela.

      Un comentario muy propio de Abby. Si hay algo que a ella le guste es llamar la atención. Lo cual es bueno, porque su cabello color mandarina alcanza a verse desde el espacio. A eso hay que agregarle su sentido algo excéntrico de la moda, que algunos llamarían chiflado, y así se convierte en alguien a quien es imposible no ver. Su estilo desquiciado me viene bien. A su lado, resulto invisible.

      En realidad, yo solía ser invisible. Podía atravesar una biblioteca abarrotada de gente y escapar sin que nadie me notara. Sano y salvo. Casi nadie me dirigía la palabra, y yo vivía tranquilamente debajo del radar, como un cazabombardero encapuchado. Nunca me di cuenta de que las cosas eran así, pero resultaban una maravilla.

      Y entonces, ya saben… cáncer.

      Hasta ahí llegaron mis planes de mantenerme de incógnito hasta séptimo grado con mi nada notable promedio, sin que profesores ni estudiantes repararan en mí. Ahora no puedo recorrer un pasillo sin que alguien me observe y analice. O, peor aún, que me pregunten cómo me siento.

      Un niño se me acercó y en voz baja me preguntó si me estaba muriendo. Él estaba en sexto, así que creo que honestamente no sabía qué otra cosa decir. Otro niño, de octavo, Billy Herrold, se acercó y asintió, para luego contarme que su tío había muerto de cáncer.

      Yo no sabía muy bien cómo reaccionar ante esa información, así que medio sonreí y le dije: Qué mal. Se alejó caminando como si se sintiera orgulloso de haber compartido algo con el niño enfermo, pero a mí se me hizo un nudo de preocupación en el estómago, que se mantuvo durante dos descansos de ese día.

      Creo que esos niños tratan de ser amables, o al menos actúan con amabilidad, pero yo estaría dispuesto a dar mi ojo derecho por volver a ser el chico anónimo, aunque decirlo es una completa tontería porque mi ojo derecho es justamente donde tengo el tumor.

      Uno de mis peores momentos relacionados con el cáncer sucedió cuando en la escuela hicieron algo que se suponía que era amable. Como la operación me la hicieron al final del verano, perdí la primera semana de clases en recuperación. El primer día que volví a la escuela, me esperaba una enorme tarjeta firmada por mis profesores y todos mis compañeros de curso.

      Habían escrito mensajes por todas partes: “¡Mejórate!” y “¡Sentimos mucho tu enfermedad!”, y el siempre útil “¡Anímate!”.

      Quedé horrorizado. Habían pasado unas cuantas semanas desde la operación, y fuera de unos moretones que ya lucían amarillentos, me veía más o menos bien. Pero esa tarjeta daba a entender: Olvídate de pasar desapercibido como el señor Normal. Era como si alguien hubiera puesto un enorme letrero luminoso sobre mi cabeza, anunciando lo que había sucedido: ¡Niño enfermo aquí!

      Cuando entro al salón, la profe Bayer aparece justo junto a mi lugar.

      —¿Cómo estás, Ross? Ayer comenzaste tu tratamiento, ¿cierto?

      Siento varios pares de ojos fijos en nosotros.

      —Sí, y estoy bien.

      Se apoya en el escritorio separado del mío por el pasillo, y me mira con gesto de preocupación. Un montón de brazaletes se entrechocan y suenan cuando posa una mano tranquilizadora en mi brazo. He notado que a mucha gente le gusta hacer cariños tranquilizadores en el brazo de una persona enferma.

      —De acuerdo. Dime si necesitas algo, o si los deberes te parecen exhaustivos.

      Muevo la cabeza en asentimiento y pienso en Abby, con eso de que tengo la mejor excusa.

      —Yo… mmm… estaba muy cansado cuando volví a casa ayer. No hice los ejercicios de tarea, pero…

      La profesora Bayer sonríe y se inclina hacia mí como si fuera a decirme un secreto, envolviéndome en la nube de su penetrante perfume.

      —No te angusties. Hazlos cuando puedas, ¿está bien? —y levanta tanto las cejas que uno pensaría que es una caricatura—. Sólo avísame, ¿de acuerdo? Mantenme al tanto —se pone en pie y regresa al frente del salón.

      Parpadeo, algo aturdido. Bayer tiene fama de ser muy estricta entre los profesores de la escuela.

      ¿Qué magia es ésta?

      Me estoy preguntando qué tan lejos puedo llevar este nuevo poder que poseo cuando Sarah Kennedy hace su entrada y el salón se ilumina como si alguien hubiera aumentado la potencia de todas las lámparas.

      Se dirige a su pupitre, justo delante del mío. Una energía torpe recorre mi cuerpo mientras me dedico a buscar plumas y papel para tomar notas. Tengo que esforzarme por parecer natural, aunque sé que ella no estará ni remotamente mirando en mi dirección.

      Pero sucede que me observa.

      —Hey…

      Miro detrás de mí para asegurarme de que no está hablándole a otra persona. Y no.

      —¿Ajá? —todos los ruidos del aula se han silenciado, salvo por un pitido agudo en mis oídos.

      —Se me acabó el papel. ¿Me puedes prestar unas hojas?

      Me ofrece su sonrisa ridículamente deslumbrante y siento que se forma un nudo en mi garganta. Sarah Kennedy tiene ese efecto sobre mí. El mismo que tiene sobre muchos otros en la escuela, para ser sinceros. Sé que no hay algo particularmente inteligente en derretirme por una niña que apenas conozco, pero… bueno, culpemos a la pubertad.

      Sarah no sólo es popular, bella e increíblemente lista. Hace un par de años la vi en el parque con sus hermanos mayores… y estaba haciendo piruetas en una patineta. ¡En una patineta! ¡Y lo hacía bien! Fue la cosa más genial que he visto en la vida. Era como ver a la Reina de Inglaterra haciendo acrobacias en el filo de una acera.

      Aquella imagen se me quedó grabada en mi memoria para siempre. Incluso llegué a pensar en aprender a usar una patineta. Luego le pedí prestada la suya a Isaac y por poco me mato, así que decidí que no seguiría con ello. La coordinación y yo no somos amigos.

      —Claro que sí —saqué un par de hojas, pero mi motricidad fina había huido del lugar. Mi mano decide arrugarlas cuando salen, así que las embuto en mi mochila y hago de cuenta que nada de eso sucedió. Abro mi carpeta para sacar otras y se las ofrezco.

      Luego se oye una voz grave a mi derecha.

      —Entonces, ¿qué? ¿Ya tienes superpoderes y toda esa mierda?

      Me volteo lentamente.

      Es


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