Guiño. Rob Harrell
por el hombre. Y aunque a Abby no le encantan, sí le gustaban la máquina de pinball y la de palomitas de maíz. Y también, Isaac.
Siempre tuve la sensación de que Abby e Isaac saldrían juntos en unos años. Durante un tiempo, empecé a llamarlos Ron y Hermione, hasta que Abby me dio un pellizco tan fuerte en una tetilla que por poco me la arranca.
Y después… me dio cáncer. Poco a poco, Isaac dejó de juntarse con nosotros, de invitarnos y de enviarnos mensajes, o de responder a los nuestros. Me hace sentir mal pensar demasiado en eso.
El momento en que supimos de mi enfermedad y el instante en que él se esfumó parecen demasiado simultáneos para ser coincidencia. Tiene que ser por eso, pero en realidad… No sé. Es horrible.
Abby trata de soplar aire caliente sobre sus manos.
—Se la pasa con Chris Stemmle. Come con él y con el resto del equipo adorador de Fortnite.
—Sí, eso he visto.
Chris Stemmle es un compañero que siempre me pareció que, como mínimo, era odioso, y quizás un perfecto idiota. No lo entiendo.
—Bueno… —Abby lo dice con su tono de Me importa un pepino, pero no me trago esa historia. Creo que ella también se siente herida—. Bueno, él se lo pierde.
Limpio unas migajas de Doritos de mi chamarra.
—Me imagino que sí.
Y entonces, un golpe de viento levanta un poco de hojas secas. Abby se cubre la cabeza con un brazo y comienza a embutir cosas en su mochila.
—¡No! ¡No, no! ¡Qué desastre! ¡Ya viene el invierno, y ya voy a entrar!
Tomo mi mochila y la sigo. Nos sentamos en cuclillas en la puerta lateral del auditorio, donde varios de los integrantes de la banda están comiendo en el pasillo. Abby los conoce a todos, al fin y al cabo, es la viola principal. No sé exactamente qué quiere decir eso, pero para ella significa mucho. Siempre se ve muy feliz cuando ensaya.
Abby se toma unos momentos para retirar una hoja que se enredó en su cabello, y revisa su imagen reflejada en el buzón de anuncios. Parece satisfecha con el caos despeinado por el viento que ve allí.
—¡Pura perfección! —dice, y echa los hombros hacia atrás para marchar entre sus compañeros de la banda como si fuera una modelo por una pasarela.
Se oyen risas.
6
DE VUELTA EN LAS MALAS
El Mal Día #2 fue cuando nos dieron el diagnóstico, cuando supe si lo que tenía en la cabeza era benigno (lo que esperábamos) o maligno (lo que definitivamente no esperábamos).
Dos semanas antes habíamos ido al hospital una mañana muy temprano para hacerme una biopsia, en la cual los doctores sacaron una pequeña parte de mi tumor. Me durmieron para meterme una larga aguja a través del párpado a fin de tomar una muestra… y después me quedé en cama y me pasé el día viendo Netflix. Isaac y Abby fueron a verme ese día, pero incluso entonces, Isaac parecía no querer mirarme al hablar, ni a mí ni a mi cara vendada.
Tuve que usar un enorme parche durante un par de días, y después se me puso el ojo negro, pero la verdad es que eso tenía su gracia. Me gustaba cómo me veía así, como si me hubiera peleado con alguien. Como si yo anduviera por ahí buscando puños.
Pero este día, el Día del Diagnóstico, fue diferente, y por eso se lleva el segundo lugar en cuanto a días malos. Todavía era verano, y esa mañana había tanta humedad y hacía tanto calor que mi ropa se sentía pegajosa. Era un martes, así que papá tuvo que hacer acrobacias para poderse tomar la mañana en plenos preparativos para un juicio y llevarme.
Papá, Linda y yo nos montamos en la camioneta de Linda y nos dirigimos al consultorio del doctor Sheffler en la mañana silenciosa. Era el tipo de momento en el que Linda, sentada en el lugar del copiloto, y sin saber de qué conversar, decidió leer en voz alta los anuncios y letreros que se veían por el camino.
“Plassman Plomeros - Destapamos cualquier caño.”
“SÓLO HOY - Colchones a mitad de precio.”
“¡Gyros del tamaño de tu cara!”
No sé por qué habrá pensado que eso era mejor que el silencio… mi abuela Gammy hace lo mismo a veces… pero Linda siguió y siguió hasta que sentí deseos de estrellar la cabeza contra la ventana.
Cuando llegamos al consultorio del doctor Sheffler, lo vi nervioso. Tenía el cabello despeinado en algunas zonas de la cabeza, donde en otros días no había notado ni un pelo fuera de lugar.
—Muy bien —dijo, mirándonos a cada uno a los ojos—. No voy a dar rodeos para suavizar el golpe. Recibimos los resultados, y dicen que es un tumor agresivo. Un carcinoma mucoepidermoide en la glándula lagrimal. Además, es un tumor increíblemente poco común.
Nos quedamos viéndolo fijamente.
—A decir verdad, jamás pensé que llegaría a ver uno en mi carrera.
En ese punto, mi cabeza pareció desprenderse sin dolor de mi cuello y empezó a flotar hacia el techo. Al menos, eso fue lo que sentí.
Mientras papá y Linda preguntaban cosas como pronóstico, perspectivas y tratamiento, mi cabeza de globo siguió elevándose hacia los tubos de luz fluorescente justo por encima de mí. Era la sensación más extraña del mundo… como si estuviera mirando desde arriba, mientras alguien más oía todo lo relacionado con los graves peligros de este tumor. Y también oía que en el mismo consultorio una doctora había enfrentado un tumor como éste en el pasado. Y que había aceptado vernos.
La doctora Inzer era una mujer de aspecto serio y estricto. Era extremadamente flaca y tenía el cabello muy largo, liso y negro. Con su bata blanca, me hacía pensar en una paleta blanca y negra.
Y además, era tan fría como una paleta, pero yo estaba dispuesto a no fijarme en su carácter con tal de que me ayudara.
—Hola, Ross, señor y señora Maloy —se sentó en un banquito junto al doctor Sheffler, tan rígida y erguida que un sargento en formación se hubiera visto desgarbado a su lado—. Estuve examinando la historia clínica de Ross, y he venido para decirles que puedo ofrecerles mi ayuda.
Papá soltó una bocanada de aire y pareció que lo hubiera estado conteniendo durante semanas.
—¡Gracias a Dios!
Inzer le respondió con un gesto que creo que debía ser una sonrisa.
—Ahora bien, puede ser que no les guste lo que voy a decir ahora, pero es importante que sepan que este tipo de tumor es extremadamente agresivo —me miró a los ojos, y juro que sentí escalofríos.
—Esto es lo que vamos a hacer —miró al doctor Sheffler y luego acercó su banquito a mi asiento. Levantó la mano, una mano de dedos imposiblemente largos, a la altura de mi ojo.
—Vamos a extirpar todo el ojo y su órbita —hizo girar la mano frente al área de mi ojo para mostrar cómo sería, como una cuchara para servir helado.
—Ésa es la única manera de garantizar que no reaparezca.
Me mostró otra sonrisa marciana. ¿Se suponía que debía servirme de consuelo?
—Te implantaremos una prótesis en esa parte de tu cara, por supuesto. Y luego pasaremos a la radiación.
Retrocedió un poco a la espera de preguntas.
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