La libertad del deseo. Julie Cohen

La libertad del deseo - Julie  Cohen


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pie deprisa y abrió uno de los cajones de la cómoda. Encontró un jersey. Se quitó las sandalias y se puso unas zapatillas de deporte. Cerró la puerta del apartamento y corrió escaleras abajo hasta el bar.

      Seguía la subasta de solteros. Había un tipo en el escenario posando y bailando para deleite de las féminas presentes. Ella atravesó el bar como pudo.

      –¡Warren! –gritó.

      Su primo sirvió un par de cócteles a una clienta y se giró para mirarla.

      –¡Marianne! –exclamó él–. ¡Eres una fiera! ¡No podía creérmelo! –añadió dándole un sincero abrazo.

      –Necesito que me prestes veinticuatro dólares –le dijo ella–. Y también que me des el resto de la noche libre.

      –Cariño, después de esa actuación, puedes tener todo lo que quieras –repuso él sacándose la cartera del bolsillo–. ¿Quiere eso decir que la cita va a ser esta misma noche?

      Marianne sonrió.

      –Primo, esta noche voy a hacer todo lo que quiera.

      –En ese caso, deberías llevarte esto –repuso Warren sacando una cajita de debajo de la barra.

      Eran preservativos.

      Ver la cajita hizo que de repente todo le pareciese mucho más real. Iba a salir con un completo extraño. Llevaría preservativos en el bolsillo y ni siquiera sabía el apellido del motorista.

      Vaciló durante un momento.

      Warren la miró con detalle.

      –¿Marianne? ¿Sabes quién es Oz de verdad?

      No, no lo sabía y ése era el problema.

      Lo que iba a hacer iba en contra de todo lo que le habían enseñado desde pequeña, de toda su educación. Se iba con un hombre al que apenas conocía sin más protección que una caja de preservativos.

      No conocía a Oz pero, por otra parte, sentía que sabía quién era. Recordó cómo la había tomado en sus brazos y besado como si ella fuese un preciado tesoro. Pensó en que le había sugerido que se cambiara los zapatos y que se abrigara. Con él, había sido tal y como quería ser y había dicho lo que había sentido a cada momento.

      Parecía un tipo peligroso pero, con él, se sentía extrañamente segura.

      –Sé cómo me hace sentir –le dijo aceptando la caja de profilácticos.

      –¡Ésa es mi chica! –repuso Warren sonriendo–. Disfruta de la noche. Pero, ten cuidado, ¿de acuerdo? Sólo llevas un día en esta ciudad. Y, aunque creo que está bien divertirse, recuerda que hace muy poco que lo dejaste con Don Perfecto.

      –Tendré mucho cuidado –prometió Marianne–. Sólo quiero divertirme, Warren. Necesito esto. No voy a enamorarme de ese tipo.

      Se acercó hasta la mesa donde dos mujeres pertenecientes a la asociación benéfica recogían el dinero de las apuestas. La recibieron con grandes sonrisas y abrazos.

      –Te has ganado un tipo de lo más apuesto y salvaje –le dijo una mientras Marianne contaba el dinero.

      –Sí, bastante salvaje. Me encantan los chicos malos.

      Las dos mujeres se miraron a los ojos.

      –No eres de por aquí, ¿verdad?

      –No, pero creo que esta ciudad va a gustarme –contestó ella.

      Se guardó el recibo en el bolsillo donde ya tenía los preservativos y fue hacia la salida.

      La parte delantera del bar era una gran cristalera. Se detuvo antes de abrir la puerta y vio, frente al local, a Oz de pie al lado de la moto. Sólo había pasado unos minutos separada de él, pero se le había olvidado lo sexy que era ese hombre. Sólo verlo allí hizo que el estómago le diera un vuelco.

      Las farolas de la calle iluminaban su pelo rubio y sus hombros. Tenía los brazos cruzados sobre el torso. Miraba la moto como si estuviera estudiándola. Parecía tranquilo y pensativo. Su corazón, en cambio, palpitaba sin parar.

      Se dio cuenta de que tenía dudas, de que estaba vacilando antes de abrir la puerta y salir.

      Cerró los ojos un segundo y tragó saliva. Se convenció de que quería hacer eso. Era lo que más quería en ese momento.

      Había concentrado todas sus ilusiones en ese hombre, esa moto y esa noche.

      Abrió la puerta del bar.

      Él no esperó a que ella se le acercara. Fue a unirse con Marianne a medio camino y se quedó parado frente a ella, pero sin tocarla.

      –Estaba empezando a temer que todo hubiera sido un sueño –le dijo.

      –Me llevó un tiempo reunir los tres mil dólares.

      –Es la primera vez que alguien paga tanto dinero por el placer de mi compañía –confesó él.

      –Creo que merecerá la pena –repuso Marianne.

      No sabía por qué, pero cuando estaba a su lado le resultaba fácil mostrarse coqueta y seductora. Él la miró de arriba abajo y no pudo evitar estremecerse.

      –Las zapatillas de deporte están bien, pero vas a tener frío sólo con ese jersey. Toma –le dijo mientras le ofrecía la chaqueta de cuero.

      Marianne la tomó y se la puso. Le llegaba hasta medio muslo y las mangas le cubrían las manos. Se sentía cómo si él la estuviera abrazando de nuevo. La prenda olía a Oz. Le encantaba su aroma a cuero, jabón, especias y hombre.

      –¿No vas a tener frío? –le preguntó preocupada.

      –Creo que no –repuso él sin dejar de mirarla.

      Sabía que lo había dicho con intención y el corazón le dio un vuelco al oírlo.

      –¿Estás listo?

      –Sí.

      Pero no fue hacia la moto. Se acercó a ella y le cerró la cremallera de la chaqueta. La mano de Oz rozó su barbilla cuando terminó y no la movió de allí. Sentía que de no estar sujetándola levemente podría caer al suelo en cualquier momento.

      –Ojalá tuviera un casco para ti –le dijo.

      No podía creer que un tipo tan duro como él estuviera preocupado por su seguridad encima de la moto.

      –¿Tienes tú uno?

      Él negó con la cabeza.

      –No es obligatorio dentro de la ciudad, pero no me hace gracia arriesgar la vida de otra persona.

      Oz tenía el ceño fruncido. Ella alargó la mano y lo rozó con los dedos. Él tocaba su cara y ella la de él.

      –Confío en ti y en que no tendremos un accidente.

      –Bueno, no tenemos otra opción. ¡Vámonos! –le dijo mientras la tomaba de la mano y llevaba hasta la Harley.

      Su mano era muy cálida y podía sentir callos en su palma. Se imaginó que se los habría hecho de tanto conducir la moto sin guantes. No pudo evitar pensar en cómo sería sentir sus fuertes manos en la piel de su estómago.

      Oz se subió a la moto y la dejó quieta hasta que se hubo montado ella.

      –¿Te has subido alguna vez a una moto como ésta? –le preguntó Oz.

      –No, nunca.

      –Este tipo de motos bajas se construyen así para la comodidad del conductor más que para correr, pero ésta va bastante deprisa de todas formas. Será mejor que te agarres a mí.

      No necesitó que se lo dijera dos veces. Se acercó hacia él en el asiento de piel. Hasta que sus muslos quedaron cerca de las piernas de Oz. Entonces rodeó su cintura con la manos y se apoyó en su espalda.

      Era maravilloso estar así.


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