Anna Karenina. León Tolstoi

Anna Karenina - León Tolstoi


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instante más importancia que las cosas. Con semejante actitud consiguió la enemistad de su vecino de asiento, un muchacho bastante nervioso, trabajador del Ministerio de Justicia, que hizo todo lo posible para que Vronsky se diera cuenta de que él pertenecía al mundo de los vivos. Inútilmente le había pedido fuego, inútilmente le hablaba o le daba leves golpes en el codo. Pero Vronsky no demostró más interés por él que por el pequeño farol del vagón. Su compañero de viaje, ofendido por su imperturbabilidad, apenas podía reprimir su enfado.

      Esa olímpica indiferencia no quería decir que Vronsky se sintiera dichoso pensando que había impresionado el corazón de Anna. Incluso no se atrevía ni siquiera a imaginarlo, pero le llenaba de orgullo y alegría el solo hecho de pensar en ello. No sabía ni deseaba pensar en las consecuencias de todo aquello.

      Solamente tenía el presentimiento de que sus fuerzas, desperdiciadas hasta aquel momento, se iban a unir para empujarle hacia un destino único y maravilloso.

      Verla, escucharla, estar junto a ella, este era actualmente el único objetivo de su existencia. Se encontraba tan poseído por ese pensamiento que, apenas la vio en la estación de Blagoe, donde él se bajó del tren para tomarse un vaso de soda, no pudo evitar decírselo.

      Se sentía satisfecho de habérselo manifestado, satisfecho porque ella ahora ya sabía que la amaba y no iba a poder dejar de pensar en él.

      Vronsky, ya en el vagón, comenzó a recordar los más mínimos detalles de las ocasiones que se habían encontrado: las palabras, los gestos de Anna. Y su corazón palpitó con fuerza ante las visiones que su mente le presentaba para el futuro.

      Tan descansado y fresco como si saliera de un baño frío, se bajó en San Petersburgo, a pesar de que había pasado la noche sin dormir. Se detuvo al lado de un vagón para ver pasar a Anna.

      «Volveré a verla», pensaba, mientras sonreía sin darse cuenta. «Quizá me dirija un gesto, una palabra, algo...».

      Sin embargo, al primero que vio fue a Karenin acompañado por el jefe de estación, quien le daba muchas demostraciones de respeto.

      «¡Ah, el esposo!», pensó.

      Y, cuando lo vio erguido frente a él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, cuando lo vio coger el brazo de Anna con la naturalidad de quien realiza un acto al que tiene derecho, Vronsky recordó que aquella persona, cuya existencia apenas hasta ese momento considerara, existía, era de carne y hueso y estaba estrechamente unido a la mujer que él quería.

      Ese rostro frío de petersburgués, ese aire seguro e indiferente, ese sombrero redondo, esa espalda levemente encorvada, ese conjunto, era una realidad y Vronsky tenía que reconocerlo, sin embargo, lo reconocía como un hombre que, desfalleciendo de sed, cuando encuentra una fuente de agua pura descubre que estaba ensuciada por una vaca, un perro o un cerdo que bebieron en ella.

      Pero, sobre todo, lo que le desesperaba de Alexis Alexandrovich era su forma de caminar, balanceando un poco el cuerpo y moviendo sus piernas de una manera rápida. A Vronsky le parecía que únicamente él tenía derecho a amar a Anna.

      Por fortuna, ella continuaba siendo la misma, y cuando la vio, sintió que su corazón se conmovía.

      El sirviente de Anna, un alemán que hizo el viaje en segunda clase, fue a que le dieran las órdenes. El esposo, antes de dirigirse resueltamente a Anna, le entregó los equipajes. Vronsky presenció el encuentro de los esposos y su sensibilidad de hombre enamorado le permitió percibir el leve gesto de contrariedad que hizo Anna cuando se encontró a su marido.

      «No le ama, no le puede amar...», se dijo Vronsky.

      Se sintió dichoso al darse cuenta de que Anna, a pesar de que estaba de espaldas, adivinaba su cercanía. Efectivamente, ella se volvió, le miró y continuó charlando con su esposo.

      —Señora, ¿pasó usted la noche bien? —preguntó Vronsky, saludando al mismo tiempo a ambos, y dando de esa manera oportunidad al marido de que, si le placía, le reconociese.

      —Sí, muy bien; gracias —contestó ella.

      No se dibujaba en su cara fatigada la animación de otras ocasiones, pero a Vronsky le fue suficiente, para sentirse dichoso, notar que la mirada de Anna, al verle, se iluminaba de felicidad.

      Anna alzó los ojos hacia su esposo, intentando descubrir si este recordaba al Conde. Con aire de disgusto, Karenin observaba al muchacho y como si apenas le pudiera reconocer.

      Vronsky se sintió contrariado. En este momento, su serenidad y su seguridad de siempre chocaban contra esa actitud gélida.

      —Es el conde Vronsky —dijo ella.

      —¡Ah, ya; creo que nos conocemos! —se dignó decir el marido, dando la mano al muchacho—. Por lo que me puedo dar cuenta, cuando fuiste viajaste con la madre y al volver con el hijo —agregó arrastrando poco a poco las palabras como si le costara un rublo cada una—. ¿Qué? ¿Usted vuelve de su tiempo de permiso? —y, sin esperar la respuesta de Vronsky, dijo con sarcasmo, dirigiéndose a Anna—: ¿Y los de Moscú lloraron mucho cuando se separaron de ti?

      Creía finalizar de esa manera la conversación con el Conde. Y se llevó la mano al sombrero para completar su propósito. Sin embargo, Vronsky interrogó a Anna:

      —Confío en que tendré el honor de ir a visitarles.

      —Claro, con mucho gusto. Los lunes recibimos a los invitados —dijo Alexis Alexandrovich fríamente.

      Y, sin prestarle más atención, siguió charlando con su esposa con el mismo tono sarcástico de antes:

      —¡Estoy fascinado de tener solo una media hora de libertad para expresarte lo que siento!

      —Da la impresión de que me hablaras de ellos con el fin de realzar más su valor —contestó Anna, escuchando, de manera involuntaria, los pasos de Vronsky que andaba detrás de ellos.

      «Realmente no me preocupa nada», pensó.

      Y después preguntó a su marido cómo pasó Sergio esos días.

      —Los pasó muy bien. Mariette me dijo que estaba de excelente humor. Lamento mucho decirte que no te extrañó mucho. A tu amante esposo no le ocurría lo mismo. Estoy muy agradecido de que hayas vuelto un día antes de lo esperado. También nuestro querido samovar se va a alegrar mucho.

      El esposo de Anna aplicaba el mote «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su permanente estado de agitación y frenesí. Continuó:

      —Me preguntaba por ti a diario. Te recomiendo que la vayas a visitar hoy mismo. Tú ya sabes que su corazón siempre sufre por todo y por todos, y en este momento está especialmente intranquila con el tema de la reconciliación de los Oblonsky.

      Lidia era una antigua amiga de su esposo y el centro de ese círculo social que, por las relaciones de su marido, Anna se veía forzada a ver frecuentemente.

      —Ya le escribí.

      —Pero ella desea conocer todos los pormenores. Amiga mía, si no estás muy agotada, ve a visitarla. Ea, te voy a dejar. Debo ir a una sesión. Kondreti va a conducir tu coche. ¡Gracias a Dios que finalmente comeré contigo! —y agregó seriamente—: ¡No te puedes imaginar lo mucho que me cuesta habituarme a hacerlo solo!

      Y Karenin la llevó a su coche, mientras le estrechaba largamente la mano y le sonreía tan cariñosamente como pudo.

      XXXII

      La primera cara que Anna vio cuando entró en su casa fue la de Sergio, su hijo, quien, sin hacer caso a su institutriz, echó a correr escaleras abajo, gritando alegremente:

      —¡Mamá, mamá, mamá!

      Y se colgó del cuello de Anna.

      —¡Yo ya decía que se trataba de mamá! —dijo después a la institutriz.

      Sin embargo, igual que el padre, el hijo causó una desilusión a Anna. Le imaginaba en la ausencia más apuesto de lo que era realmente; y no


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