Anna Karenina. León Tolstoi

Anna Karenina - León Tolstoi


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que he hecho ratificar por el Gobierno últimamente?

      Cuando recordó que nadie le había dicho nada sobre un asunto que su marido consideraba tan importante, Anna se sintió turbada.

      —Pues aquí, por el contrario, interesa bastante —dijo él con sonrisa de complacencia.

      Anna adivinó que su esposo quería extenderse en detalles que debían de ser satisfactorios para su amor propio y, a través de varias preguntas hábiles, hizo que Karenin le explicara, con una sonrisa de felicidad, que la aceptación de ese proyecto estuvo acompañada de una verdadera aclamación en honor a él.

      —Me alegré mucho, porque eso es una demostración de que comienzan a ver las cosas desde una óptica muy razonable.

      Alexis Alexandrovich, después de tomar dos tazas de café con crema, se preparó para dirigirse a su despacho.

      —¿Durante este tiempo no has ido a ningún lugar? Seguro te aburriste mucho —indicó.

      —¡Oh, no! —contestó ella, poniéndose en pie—. ¿Y ahora qué estás leyendo?

      —Un libro del duque de Lille: La poésie des enfers. Es una obra bastante interesante.

      Anna sonrió igual que se sonríe ante las debilidades de las personas queridas y, pasando su brazo bajo el de su marido, fue con él hasta el despacho. Sabía que el hábito de leer por la noche era una verdadera necesidad para su esposo. A pesar de los deberes que monopolizaban su tiempo, creía que era su obligación estar enterado de lo que aparecía en el campo intelectual, y Anna sabía eso. También sabía que su esposo, sumamente competente en temas de religión, política y filosofía, no comprendía nada de letras ni bellas artes, pero eso no le impedía interesarse por ellas. Y, así como en religión, política y filosofía tenía dudas trataba de disiparlas hablando con otros sobre ellas, en literatura, poesía y, sobre todo, música, de todo lo cual no comprendía nada, mantenía opiniones sobre las que no toleraba discusión ni oposición. Le gustaba charlar de Shakespeare, de Beethoven y de Rafael y poner límites a las escuelas modernas de poesía y música, clasificándolas en un orden inflexible y lógico.

      —Voy a escribir a Moscú. Te dejo —dijo ella en la puerta del despacho, en el cual, al lado de la butaca de su esposo, había preparadas una pantalla para la vela y una botella con agua.

      Él, una vez más, le estrechó la mano y la besó.

      Cuando volvía a su habitación, Anna pensaba: «Es un hombre honesto, bueno, leal y, en su especie, un ser humano excepcional». Sin embargo, al tiempo que pensaba así, ¿no se escuchaba en su corazón una voz secreta que le decía que no era posible amar a aquel hombre? Y continuaba pensando: «Es que no me puedo explicar cómo se le ven tanto las orejas. Seguro se cortó el cabello...».

      Mientras Anna, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly, a las doce en punto se escucharon los pasos apagados de alguien caminando en zapatillas, y apareció en el umbral Alexis Alexandrovich, peinado y lavado y con su ropa de noche.

      —Vamos, ya es hora de dormir —le dijo, con una sonrisa maliciosa, antes de desaparecer en el dormitorio. “¿Pero con qué derecho lo había mirado ‘él’ de aquella forma?”, se preguntó Anna, recordando la mirada que, en la estación, Vronsky dirigiera a su esposo.

      Y se fue tras su marido. Pero ¿qué fue de esa llama que en Moscú animaba su cara haciendo resplandecer sus ojos y dando luminosidad a su sonrisa? Esa llama parecía haberse extinguido ahora o, al menos, estaba oculta.

      XXXIV

      Vronsky, cuando se marchó de San Petersburgo, dejó su espléndido piso de la calle Morskaya a su amigo Petrizky.

      Petrizky, un muchacho perteneciente a una familia muy modesta, la única fortuna que tenía eran sus deudas. Todas las noches se embriagaba y sus aventuras, ridículas o escandalosas, frecuentemente le costaban arrestos. A pesar de todo ello, todos los compañeros y los jefes le apreciaban.

      Cuando llegó a su casa hacia las once, Vronsky vio un coche junto a la puerta que no le era completamente desconocido. Llamó y escuchó risas masculinas en la escalera, un acento femenino muy gracioso y la voz de Petrizky exclamando:

      —¡Si se trata de uno de esos miserables, no le dejes entrar!

      Vronsky entró sin anunciarse, tratando de no hacer ruido, y caminó hacia el salón. Una amiga de Petrizky, la baronesa Chillton, una rubia de rostro sonrosado y acento parisiense, vestida en aquel momento con un traje de satén lila, estaba preparando el café sobre una mesita. Trajeado de paisano, Petrizky, y de uniforme el capitán Kamerovsky, estaban junto a ella.

      —¡Vaya, Vronsky, tú aquí! —exclamó Petrizky, mientras saltaba de su silla—. El señor dueño cae repentinamente en su casa... Vamos Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva. ¡Qué grata sorpresa! Y, ¿qué me dices de este adorno nuevo de tu salón? Tengo confianza en que te va a gustar —dijo, señalando a la Baronesa—. Imagino que ya se conocen...

      —¡Vaya si nos conocemos! —dijo, con una sonrisa, Vronsky, mientras estrechaba la mano de la Baronesa—. Somos viejos amigos.

      —Me marcho —dijo ella—. Usted vuelve de viaje y... Si le molesto, me voy.

      —Amiga mía, usted está en su casa, en su casa... Hola, Kamerovsky —agregó Vronsky, estrechando la mano del capitán con cierta frialdad.

      —¿Se da usted cuenta lo amable que es? —dijo la Baronesa a Petrizky—. Usted sería incapaz de hablar con tanta amabilidad.

      —Ya lo creo. Pero después de comer, sí.

      —Pero no tiene gracia después de comer. Ea, mientras usted se arregla prepararé el café —dijo la Baronesa, tomando asiento y manipulando la cafetera nueva con mucho cuidado.

      —Pedro: dame el café; pondré más —dijo a Petrizky.

      Le llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de esconder la relación que tenía con él.

      —Le mimas mucho. ¡Mira que ponerle más café!

      —No, no le mimo... ¿Y su esposa? —dijo de repente la Baronesa, interrumpiendo la charla de Vronsky con sus amigos—. ¿No sabe que le hemos casado mientras estaba fuera? ¿No trajo consigo a su mujer?

      —No, Baronesa. Soy un bohemio, nací y moriré siéndolo.

      —Y hace bien. ¡Vamos, deme esa mano!

      Y sin dejar de mirar a Vronsky, la Baronesa empezó a explicarle, bromeando, su último proyecto de vida y le pidió consejos.

      —Y si él no quiere consentir en el divorcio ¿qué voy a hacer? («él» era su esposo). Tengo la intención de llevar el asunto a los Tribunales. ¿Y usted qué opina? Kamerovsky, eche un vistazo al café; ¿se da cuenta?, ya se ha derramado... ¿No ve que estoy hablando de asuntos muy serios? Tengo que recuperar mis bienes, porque ese señor —dijo con tono despectivo—, con la excusa de que le soy infiel, se quedó con mis riquezas.

      Vronsky se divertía mucho escuchándola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en broma y medio en serio, como hacía habitualmente con ese tipo de mujeres.

      Las personas del ambiente en que se movía Vronsky suelen dividir a la gente en dos clases: la primera está integrada por estúpidos, ridículos e imbéciles, que imaginan que los maridos les deben ser fiel a sus mujeres, las muchachas puras, las casadas honorables, los hombres dueños de sí, firmes y decididos. Estos idiotas opinan que se debe educar a los hijos, pagar las deudas, ganarse la vida y cometer otras boberías similares. La segunda clase, a la que los hombres del mundo de Vronsky presumen de pertenecer, únicamente da valor a la generosidad, la elegancia, el buen humor y la audacia, burlándose de todo lo demás y entregándose sin reserva a sus pasiones.

      No obstante, influido en este momento por el ambiente de Moscú, tan diferente, Vronsky, de momento, estaba fuera de su centro en esa atmósfera, y la encontraba muy frívola y superficialmente alegre. Sin embargo, rápidamente entró en su vida acostumbrada, de una manera


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