Anna Karenina. León Tolstoi

Anna Karenina - León Tolstoi


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      Levin no era un «tú» del que se pudiera sentir avergonzado, pero Oblonsky entendía que su amigo pensaba que él quizá tendría recelos en demostrarle su intimidad frente a sus subalternos y debido a eso le llevó arrastrando a su despacho.

      Levin no tenía la misma edad que Oblonsky. Su tuteo no se debía únicamente a haber bebido champán juntos, sino a haber sido compañeros y amigos en su primera juventud. A pesar de la diferencia de sus inclinaciones y temperamentos, se querían como se quieren habitualmente dos amigos de la adolescencia. Sin embargo, como sucede frecuentemente entre personas que escogen diferentes profesiones, cada uno, aprobando y comprendiendo la elección del otro, en el fondo de su corazón la despreciaba.

      A cada uno de los dos le parecía que la vida que él llevaba era la única verdadera y la del amigo una ficción. Debido a eso Oblonsky no había podido reprimir una sonrisa de burla cuando vio a Levin. En varias ocasiones le había visto en Moscú, llegado del pueblo, donde estaba ocupado en cosas que Esteban Arkadievich jamás alcanzaba a comprender totalmente, y que, por otro lado, no tenían el más mínimo interés para él.

      Levin siempre llegaba a Moscú de forma precipitada, agitado, apocado y enfadado contra sí mismo por su torpeza y, generalmente, expresando puntos de vista inesperados y desconcertantes con respecto a todo.

      Esteban Arkadievich encontraba eso sumamente divertido. En el fondo, Levin también despreciaba la vida ciudadana y el trabajo de Oblonsky, que consideraba sin ningún valor. La diferencia radicaba en que Oblonsky, haciendo lo que todas las otras personas, al reírse de su amigo, lo hacía con excelente humor y muy seguro de sí, mientras que Levin no tenía calma y se molestaba a veces.

      —Te estaba esperando desde hace mucho —dijo Oblonsky, entrando en el despacho y soltando el brazo de su amigo, como para indicar que los riesgos habían acabado—. Me siento muy feliz de verte —siguió—. ¿Cuándo llegaste?

      Levin guardaba silencio, observando a los dos desconocidos amigos de Esteban Arkadievich y fijándose, principalmente, en la mano blanca del elegante Grinevich, una mano de blancos y afilados dedos y de largas uñas curvadas en su extremo. Toda la atención de Levin la atraían aquellas manos surgiendo de los puños de una camisa adornados de brillantes e inmensos gemelos, y limitaban la libertad de sus pensamientos.

      Oblonsky lo notó y sonrió.

      —Encantado de conocerle —dijo el anciano.

      —Yo tengo el honor de conocer a Sergio Ivanovich, su hermano —afirmó Grinevich, extendiéndole su mano fina de uñas largas.

      Levin frunció el ceño, le estrechó la mano fríamente y se volvió hacia Oblonsky. A pesar de que apreciaba bastante a su hermano de madre, famoso escritor, le era totalmente inaguantable que a él no le consideraran como Constantino Levin, sino como hermano del célebre Koznichev.

      —Ya no soy parte del zemstvo —dijo, hablando con Oblonsky—. Ya no voy a sus reuniones. Me peleé con todos.

      —¡Vaya, qué rápido te cansaste! ¿Cómo fue eso? —preguntó, sonriendo, su amigo.

      —Es una larga historia. Te la contaré otro día —respondió Levin.

      Pero seguidamente la empezó a contar:

      —Tengo la seguridad, en una palabra, de que con los zemstvos no se hace ni se podrá hacer nada provechoso —dijo como si respondiese a un insulto—. Por una parte, se juega al parlamento, y yo no soy ni muy viejo ni muy joven para divertirme jugando. Por la otra —Levin hizo una pausa—... es una forma que ha encontrado la camarilla rural de extraer el jugo a las provincias. Anteriormente había juicios y tutelas, y en la actualidad zemstvos, en forma de sueldos inmerecidos y no de gratificaciones —concluyó muy acalorado, como si alguien de los presentes le hubiese objetado las opiniones.

      —Por lo que me doy cuenta, estás atravesando una nueva etapa, y en esta ocasión conservadora —comentó Oblonsky—. Pero ya hablaremos de eso más tarde.

      —Sí, más tarde... Pero antes te quería hablar de cierto asunto... —respondió Levin mirando con antipatía la mano de Grinevich.

      Esteban Arkadievich sonrió ligeramente.

      —¿No me decías que jamás te ibas a poner trajes europeos? —preguntó a Levin, observando el traje que este vestía, probablemente cortado por un sastre francés—. ¡Cuando digo que estás atravesando una nueva etapa!

      Levin se ruborizó, pero no como la gente adulta, que se pone roja casi sin notarlo, sino como los chiquillos, que al sonrojarse entienden lo ridículo de su timidez, lo que aviva todavía más su rubor, casi hasta llorar.

      Ver esa expresión infantil en la cara varonil e inteligente de su amigo producía un efecto tan extraño que Oblonsky desvió la mirada.

      —¿Entonces dónde nos podemos ver? —preguntó Levin—. Tengo que hablar contigo.

      Oblonsky reflexionó.

      —Iremos a almorzar al restaurante Gurin —dijo— y allí hablaremos. Hasta las tres estoy libre.

      —No —respondió Levin, después de pensarlo un poco—. Antes debo ir a otro lugar.

      —Entonces cenaremos juntos por la noche.

      —Pero, ¿para qué vamos a cenar? Al fin y al cabo no tengo nada especial que contarte. Únicamente preguntarte dos cosas, y podremos conversar después.

      —Pues pregúntame las dos cosas en este momento y conversemos por la noche.

      —Se trata... —empezó Levin—. No es nada especial, de todas maneras.

      Una viva irritación se dibujó en su cara provocada por los esfuerzos que hacía para controlar su timidez.

      —¿Y qué sabes de los Scherbazky? ¿Continúan sin novedad? —preguntó, finalmente.

      Esteban Arkadievich, a quien le constaba desde hacía tiempo que su amigo Levin estaba enamorado de su cuñada Kitty, sonrió de manera imperceptible y sus ojos resplandecieron de complacencia.

      —Tú lo has preguntado en dos palabras, pero yo no lo puedo responder en dos palabras, porque... Discúlpame un momento.

      El secretario —con familiaridad respetuosa y con la conciencia modesta de la superioridad que todos los secretarios piensan tener sobre sus jefes en el conocimiento de todas las cuestiones— entró y caminó hacia Oblonsky llevando unos documentos y, en forma de pregunta, comenzó a explicarle un problema. Sin acabar de escucharle, Esteban Arkadievich colocó la mano sobre el brazo del secretario.

      —No, hágalo, de todas formas, como le dije —indicó, suavizando con una sonrisa la orden. Y después de explicarle la idea que él tenía sobre la solución del problema, concluyó, mientras separaba los documentos—: Le suplico, Zajar Nikitich, que lo haga de esa manera.

      Un poco confundido, el secretario se marchó. Entretanto, Levin se había recuperado totalmente de su turbación, y en ese instante se encontraba escuchando con burlona atención y con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.

      —No lo entiendo, no... —dijo.

      —¿Qué no entiendes? —contestó Oblonsky sonriendo y sacando un cigarro.

      Estaba esperando alguna extravagancia de parte de Levin.

      —Lo que haces aquí —respondió Levin, encogiéndose de hombros—. ¿Es posible que lo puedas tomar en serio?

      —¿Por qué no?

      —Porque aquí no hay nada que hacer.


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