Anna Karenina. León Tolstoi

Anna Karenina - León Tolstoi


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quieres decir?

      —No quiero decir nada —respondió Levin—. De todas formas, admiro mucho tu grandeza y me siento sumamente orgulloso de tener un amigo tan importante... Pero todavía no has respondido a mi pregunta —concluyó, mirando a Oblonsky a los ojos con un desesperado esfuerzo.

      —Muy bien: solo espera un poco y tú también vas a terminar aquí, a pesar de que tengas en el distrito de Krasinsky tres mil hectáreas de tierras, tengas tus músculos y la agilidad y lozanía de una joven de doce años. ¡Pese a todo ello vas a acabar por pasarte a nuestras filas! Y respecto a lo que me preguntaste, no hay novedad. Pero es una verdadera lástima que, durante tanto tiempo, no vinieras por aquí.

      —¿Pues qué sucede? —preguntó Levin, con inquietud.

      —Nada, no sucede nada —dijo Oblonsky—. Ya hablaremos. Y concretamente, ¿qué es lo que te trajo aquí?

      —De eso también será mejor que hablemos después —contestó Levin, poniéndose rojo hasta las orejas.

      —Muy bien; ya me hago cargo —dijo Esteban Arkadievich—. Si las quieres ver, las vas a encontrar hoy, de cuatro a cinco, en el Parque Zoológico. Kitty va a estar patinando. Vas a verlas. Nos reuniremos allí y después iremos a cualquier lugar.

      —Muy bien. Entonces hasta luego.

      —¡Recuerda la cita! Yo te conozco muy bien: eres capaz de olvidarla o de irte al pueblo —exclamó Oblonsky riendo.

      —No, no la voy olvidar...

      Y abandonó el despacho, sin recordar, hasta que estuvo en la puerta, que no se había despedido de los amigos de Oblonsky.

      Cuando Levin se marchó, Grinevich dijo:

      —Da la impresión de que es un hombre de carácter.

      —Sí, estimado —asintió Esteban Arkadievich, mientras inclinaba la cabeza—. ¡Es un muchacho con suerte! ¡Joven y fuerte, tres mil hectáreas en Krasinsky, y con un futuro muy hermoso...! ¡No es igual que nosotros!

      —¿Y usted de qué se queja?

      —¡Me quejo de que todo me va demasiado mal! —contestó, con un profundo suspiro, Oblonsky.

      VI

      Levin se sonrojó cuando Oblonsky le preguntó a qué había ido a Moscú, y se indignó consigo mismo por haberse ruborizado y por no haber sabido responderle: «Vine a Moscú a pedir la mano de tu cuñada», pues únicamente por esta razón estaba en Moscú.

      Antiguas familias nobles de Moscú, los Levin y los Scherbazky siempre habían mantenido cordiales relaciones entre sí, y su amistad se afirmó más todavía durante los años en que Levin era estudiante. Este se preparó e ingresó en la Universidad al mismo tiempo que el joven príncipe Scherbazky, el hermano de Kitty y Dolly. En esa época, Levin se encariñó con la familia Scherbazky, y los visitaba con frecuencia.

      Por raro que pueda parecer, a lo que Levin le tenía afecto era justamente a la casa, a la familia y, por encima de todo, a la parte femenina de la familia.

      Levin no tenía recuerdos de su madre; únicamente tenía una hermana, y esta era mayor que él. De manera que en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en su vida en ese ambiente de hogar intelectual y aristocrático del que él jamás había podido disfrutar debido al fallecimiento de sus padres.

      Ante él, todo, en los Scherbazky, principalmente en las mujeres, se presentaba envuelto como en un velo enigmático, poético; y no solamente no veía ningún defecto en ellos, sino que imaginaba que bajo aquel velo poético que envolvía sus vidas se escondían las más altas perfecciones y los sentimientos más elevados.

      Que esas señoritas hablaran un día en francés y otro en inglés; que tocasen por turno el piano, cuyas melodías se escuchaban desde la habitación de trabajo de su hermano, donde los estudiantes estaban preparando sus lecciones; que tuviesen profesores de dibujo, de música, de literatura francesa, de danza; que las tres, en compañía de mademoiselle Linon, fuesen, a horas fijas, por las tardes al bulevar Tverskoy, vestidas con sus abrigos de satén invernales —Natalia de medio largo, Dolly de largo y Kitty completamente de corto, de manera que sus piernas cubiertas de tersas medias rojas podían distinguirse bajo el abriguito—; que pasearan por el bulevar Tverskoy acompañadas por un lacayo que llevaba en el sombrero una escarapela dorada; todo eso y mucho más que se hacía en ese misterioso mundo en el que ellos se movían, Levin no lo podía entender, pero estaba convencido de que todo lo que allí se hacía era bello y perfecto, y justamente se sentía enamorado de ello por el misterio en que para él se desenvolvía.

      En sus tiempos de estudiante, casi se enamoró de Dolly, la hija mayor, pero esta contrajo matrimonio poco después con Oblonsky. Entonces empezó a enamorarse de la segunda, como si para él fuera preciso estar enamorado de una u otra de las hermanas. Sin embargo, Natalia, apenas fue presentada en sociedad, se casó con el diplomático Lvov. Cuando Levin salió de la Universidad, Kitty aún era una niña. El joven Scherbazky, que había entrado a formar parte de la Marina, murió en el Báltico y a partir de ese momento las relaciones de Levin con la familia, pese a su amistad con Oblonsky, cada vez se hicieron menos estrechas. Pero cuando ese año, a comienzos de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de estar ausente y les hizo una visita a los Scherbazky, entendió de quién estaba destinado realmente a enamorarse. Al parecer, nada más simple —conociendo a los Scherbazky, siendo de excelente familia, no siendo pobre, más bien rico, y teniendo treinta y dos años de edad—, que pedir la mano de Kitty, la princesita. Indudablemente le habrían considerado un excelente pretendiente. Sin embargo, como Levin estaba completamente enamorado, Kitty le parecía tan perfecta, una mujer tan por encima de todo lo del mundo, y él se consideraba un hombre tan vulgar y bajo, que casi no se podía imaginar que ni Kitty ni los otros consideraran que él era digno de ella.

      Permaneció dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi diariamente con Kitty en la alta sociedad, que empezó a visitar para verla más frecuentemente; y, repentinamente, le pareció que no tenía ninguna esperanza de conseguir el amor de su amada y se fue al pueblo.

      La opinión de Levin se fundamentaba en que él no podía ser un buen partido, a los ojos de los padres de Kitty, y que tampoco la deliciosa joven le podía querer.

      No podía alegar ante sus padres ninguna posición social, una ocupación específica, siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, varios de sus compañeros eran: uno director de un banco y de una compañía de ferrocarriles, otro general ayudante, otro profesor, y el cuarto era presidente de un tribunal de justicia, como era el caso de Oblonsky...

      En cambio él sabía muy bien cómo le debían juzgar los otros: un ganadero, un propietario rural, un hombre incapaz, que solo hacía, a ojos de las personas, lo que hacen los inútiles: ocuparse de cazar, del ganado, de cuidar sus campos y sus dependencias.

      La bella Kitty no podía, pues, querer a un hombre tan feo como se consideraba Levin, y, sobre todo, tan incapaz de hacer algo productivo y tan vulgar. Por otro lado, gracias a su amistad con el hermano de Kitty ya fallecido, sus relaciones con ella habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual era para él otro obstáculo. Consideraba que a un joven bondadoso y feo, como él creía ser, se le puede querer como a un amigo, pero no con la pasión que él sentía por Kitty. Para eso había que ser un hombre elegante y, sobre todo, un hombre destacado.

      Es cierto que había escuchado decir que, a veces, las mujeres quieren a hombres feos y vulgares, pero él no podía creerlo, y juzgaba a los otros por sí mismo, que únicamente era capaz de amar a mujeres bellas, originales y misteriosas.

      Sin embargo, después de pasar dos meses en la soledad de su pueblo, entendió que el sentimiento que le absorbía en este momento en nada se parecía a los entusiasmos de la etapa inicial de su juventud, pues no le dejaba instante de sosiego, y vio claramente que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su esposa. Además entendió que sus miedos eran producto de su imaginación y que no tenía ningún motivo serio para pensar que lo iban a rechazar. Y de esa


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