Cuando se me empañaron las gafas. Irene Romero
Para todas aquellas personas
que confiaron en mí,
pero, sobre todo, para ti, M.
Cuento de hadas
Desde pequeñas, las chicas al menos, soñamos con nuestro propio cuento, con ser las princesas de nuestros respectivos reinos, que nos vamos a casar con esos príncipes y vamos a ser felices y comer perdices.
Pero a medida que vas creciendo, ves ese ideal cada día más lejos, te das cuenta de que el reino está destruido y eres la única que lo puede salvar, pero ni así eres capaz de restaurar todo ese caos; te das cuenta de que no existen los príncipes, que son todo sapos y te preguntas si algún día conocerás a alguien que sea príncipe de verdad.
Es triste ver como aún seguimos esperando a que alguien nos salve del caos que sufrimos nosotras, las princesas, que de princesas nada, solemos ser la madrastra de Cenicienta..., ni siquiera nos damos cuenta de eso, solo vemos que queremos a alguien que nos quiera y sobre todo que nos salve.
Tampoco nos damos cuenta que el cuento aún no ha terminado de escribirse, que estamos al principio, pero es tan triste ese principio que daríamos el resto de nuestra vida por solo un minuto con nuestro príncipe. El de verdad.
Con nuestro amor. Ese que nos va a salvar de dragones, hermanastras, manzanas envenenadas...
Solo por ser feliz un minuto daríamos el resto de nuestro cuento.
Suerte
Suerte por estar loca en un mundo de cuerdos.
Suerte por estar tan cerca de lo que soy, fiel a cada segundo.
Suerte por tener mil defectos y cien virtudes.
Y que no me importe tenerlos.
Suerte por ser como soy.
Suerte por ser inentendible en una sociedad en la que se necesitan palabras en los silencios e historias en ojos tímidos.
Suerte de ser el desastre disfrazado de calma, la marea disfrazada de tempestad.
Suerte la mía por ser como soy.
Por ser a cada rato y todo el tiempo.
Por ser caóticamente bella.
Suerte ser siempre.
Suerte la mía.
Hola
Hola, soy la chica silenciosa, esa que espera mirarte sin ser vista, esa de las sonrisas tímidas.
No te acordarás de mí.
Soy esa que lo que más anhela es ser la imagen que no se te va de la cabeza.
Esa que lo único que es, es alguien pequeñito, sin fuerza, sin poder.
Soy alguien invisible, no te acerques a mí, que puedo ser vista contigo y tengo que seguir desempeñando mi papel: no ser vista, estar ahí, entre la multitud, sin hacer mucho ruido, silenciosa...
Soy el segundo plano, encantada de conocerte.
Magia
Sus ojos sí que eran bonitos.
No era una belleza simple, no.
Era una de esas que te apetece contemplar durante horas si te deja.
No es un simple color, no podía ser clasificado exclusivamente como verde, marrón, azul o pardo, no, para mí no, para mí era mucho más que eso.
Era todo lo que transmitía en ese momento.
Fue ahí, justo en ese momento, en el que llevaba diez minutos mirándoselos, se tapó con una mano esas maravillas, negándome por algo más de tiempo para poder verlos de nuevo.
Y me preguntó, después de que yo afirmara que era verdad, no podía dejar de mirarlos, “¿de qué color son?”
No supe contestar, me quedé bloqueada, cierto era que no paraba de mirar a sus ojos, sin embargo, no lo sabía y, en vez de quedarme callada preferí decir la verdad: “no lo sé, ¿marrón claro?”
Esa respuesta me hizo escuchar la mayor carcajada más bella jamás oída.
Entonces, me hizo acercarme más, abrió sus espléndidos ojos y me dijo: “verdes, son verdes, mira.”
Efectivamente, miré y me consumió la belleza de su mirada.
Ya no solo era todo lo que podía transmitir con ella, era ese color tan puro, tan bello, tan próximo a la perfección.
Magia.
Llámala
Érase una vez, una niña especial, especial porque no era de las típicas que les encantaban los vestidos, el color rosa o incluso llevar la ropa limpia al máximo nivel. A esta niña especial le encantaban los pantalones, el color rosa en una etapa tardía y llevar la ropa sucia a un máximo nivel. Ella se divertía, no se preocupaba por cosas tan absurdas como la limpieza de la ropa, ni siquiera por «ir guapa», no, ella se basaba en la simplicidad y en la comodidad; por mucho que hiciera la insistencia de sus padres, esta no llegaba hasta ella.
Y así fue como ella era feliz, feliz llena de polvo y barro, no era impoluta, pero al menos, la sonrisa que plasmaba su cara no podía ser más grande, no podía ser más verdadera y no podía ser más encantadora.
No le importaba que la gente se riera de (o con) ella, no le importaba nada más, solo le importaba convencer a su mamá de cinco minutos más prolongables en el parque.
Ese era su mundo, el parque, era su burbuja privada de felicidad. Mientras hubiera eso, podrían caer truenos, rayos y relámpagos que ella no se iba a inmutar.
Pero, como todo, el tiempo pasa y se lleva todo con él, ¿quién sabe dónde está esa niña perdida? Esa niña perdida a la que llaman “error”, llámala error sabiendo que ella tiene el mejor corazón que jamás encontrará, llámala inocente por la pureza de su mente.
Llámala “fácil” que esa niña es de todo menos fácil.
Llámala “estúpida” puesto que normalmente hace todo al revés.
Llámala “torpe”, sobre todo llámala torpe por ser como es, por ser resbaladiza, fría, incoherente, escurridiza.
Esta niña no juzga a las personas que la rodean, no les dice que está bien, que está mal, eso lo deja para ella y sus pensamientos.
Esta niña no juzga cuando lo único que le están haciendo es juzgar, sometiéndola al juicio