Gaijin. Maximiliano Matayoshi

Gaijin - Maximiliano Matayoshi


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senderos minados que estaban señalados con carteles y cuidando de no meter el pie en los pozos que habían dejado los morteros. Me costaba caminar con los zapatos, eran demasiado grandes y no estaba acostumbrado a usarlos. Como mamá no había preparado nada para tomar porque ya cargábamos demasiado peso, de vez en cuando llamábamos a la puerta de alguna casa y pedíamos agua. Antes del mediodía llegamos a un llano donde se levantaban cientos de montículos, algunos con lápidas pero la mayoría solo de tierra. Mamá lo cruzó lo más rápido que pudo y mi hermana y yo la encontramos poco después bajo la sombra de un árbol. Nos sentamos para sacar de la bolsa los paquetes de comida: batata, un poco de arroz y pescado. Cuando le pregunté a mamá dónde había conseguido la comida dijo que era un regalo y que podía comer todo lo que quisiera. Comí mucho ―me gustaba el pescado― pero dejé un poco para ellas, para el camino de regreso. Reanudamos la marcha; desde el camino se veían cada vez menos casas y las pocas que encontrábamos estaban vacías o incendiadas. Un par de horas antes del atardecer, desde una loma, vimos el final del camino, una aldea en la costa oeste de la isla. No seguimos hasta el pueblo, nos desviamos a través de un bosque que podía estar minado y encontramos un sendero oculto bajo las plantas. Mamá dijo que faltaba poco. Antes de ver el mar, vi una chimenea por sobre las copas de los árboles.

      1. Gaijin: persona de afuera, extranjero.

      Seguí a las personas que iban delante, no sabía hacia dónde, pero en la mesa del muelle habían dicho que todos dormiríamos en un mismo sitio. Las paredes de los pasillos ―algunas de metal y otras de madera― dejaban poco espacio para caminar. Dos personas no hubiesen podido pararse una junto a la otra, y con las bolsas al hombro resultaba difícil pasar por las puertas. Solo podía ver el piso y la espalda del hombre que caminaba adelante: las luces se encontraban muy alejadas una de la otra y entre ellas solo había oscuridad. Después de doblar a la derecha y de bajar por una escalera empinada, comencé a escuchar un murmullo de voces y algo que sonaba como el quejido de un animal grande. A medida que avanzaba pude distinguir risas y llantos de niños y voces de mujeres, pero al llegar a la última puerta todo volvía a ser confusión. Era un depósito enorme, casi tan largo como el barco, y de sus paredes de metal colgaban tres pisos de literas. Por el centro, el eje de la hélice giraba y dividía la sala en dos pasillos largos. Todo el lugar resonaba con un estruendo que hacía vibrar las cadenas de las literas, las paredes y el piso. Unas pocas luces, que colgadas de remaches en el techo se sacudían todo el tiempo, no alcanzaban a iluminar un tercio del lugar. Apenas podía distinguirse a hombres de mujeres. Cuando me empujaron desde atrás avancé por el pasillo de la derecha. Como todos los lugares cercanos a la puerta ya estaban ocupados, avancé hasta el final y elegí la única litera de abajo que se encontraba vacía: una plancha de metal con una manta enrollada en uno de sus extremos. Cuando dejé mi bolsa en el suelo para desatar el cordón que la mantenía cerrada, un hombre mayor se acercó, me golpeó el hombro y dijo que ese era su lugar, que debía usar el de arriba. Miré la litera que colgaba sobre mí y arrojé el bolso. Me aferré de las cadenas para poder subir. Me quité los zapatos y los guardé, desenrollé la manta y me quedé sentado.

      Algunas personas aún buscaban lugar, los chicos permanecían juntos en las literas más altas mientras los mayores intentaban ubicar sus bolsos donde ocuparan menos espacio. El murmullo persistía, yo no podía determinar su origen y aunque nadie hablaba, las voces permanecían. Un hombre arrojó su bolso junto a mí y trepó para mirarme a los ojos. Más arriba, ordenó. Tomé mis cosas para subir a otra litera, igual de dura y fría. Los altavoces que colgaban de las paredes sonaron con un ruido agudo: alguien con un japonés mal pronunciado nos anunció que saldríamos en media hora y que teníamos prohibido subir a cubierta hasta nuevo aviso. Cuando las puertas se cerraron, el lugar quedó más oscuro todavía. Busqué la manta para ponerla alrededor de mi espalda y cubrirme la cabeza. Aunque no hacía frío, imaginé que muchos estarían haciendo lo mismo.

      Cuando el eje comenzó a girar más rápido y a hacer más ruido, algunos se cubrieron las orejas con las manos y otros nos escondimos entre las mantas. Pensé que se rompería, que el barco quebrado nunca llegaría a Argentina y que mamá aún estaría en el muelle esperando que yo partiera. Pero aunque el ruido se hizo insoportable, nada se rompió. Sentía que avanzábamos despacio, que las olas nos levantaban y bajaban con suavidad; antes de que me diera cuenta me había inclinado para que mi cabeza sobresaliera de la litera y así poder vomitar. Luego de limpiarme la boca con la manga de la camisa vomité otra vez. Me recosté, junté las rodillas contra el pecho y abracé mis piernas. Intenté pensar en otra cosa, en cómo sería Argentina sin tanques, sin soldados americanos y sin muerte. Pero al volver a vomitar, acostado bajo de la manta, recordé la canción que papá cantaba para que me durmiera. Fue con ella que habían llegado las explosiones de los bombardeos y los incendios que iluminaban la ventana de mi habitación. Al fin me quedé dormido.

      El ruido del altavoz me despertó: ya podíamos salir a cubierta, la comida comenzaría a servirse una hora más tarde. Al salir del depósito, un par de tripulantes chinos entregaban un pedazo de papel con un número escrito. Las comidas eran servidas en cinco turnos, cincuenta personas por vez. Una señora me preguntó si podía cambiar mi lugar en el tercer turno para que ella pudiese comer con su hija. Como tendría media hora más para recorrer el barco y en ese momento no podía ni pensar en comida, acepté. La señora me agradeció, alzó a su hija y pronto se perdió entre la gente.

      La cubierta de segunda clase que estaba en el frente del barco era el único lugar al aire libre donde podían ir los de tercera y había cuatro tripulantes chinos con garrotes que se encargaban de que fuera así. Tenía el piso de madera y algunos bancos donde las madres se sentaban con sus hijos dormidos en el regazo. Los pasajeros de segunda y tercera clase solo se diferenciaban por la ropa. Todos mostrábamos cansancio y resignación en nuestra forma de caminar y de bajar la mirada. Zapatos del mismo tamaño que el pie era lo único que nos distinguía y los tripulantes chinos no veían siquiera esa diferencia. Cuando estaba en tercer grado, un general se había presentado en mi clase para mostrarnos un mapa de Asia, con Japón en un color rojo que abarcaba también algunos territorios de China. Nos habló de los chinos que mataban a sus hijos y golpeaban a sus esposas, de los niños chinos que les pegaban a sus padres y maestros, y de los abuelos chinos que debían trabajar todo el día sin descanso. Eran los mismos chinos que nos envidiaban por ser superiores y que desde siempre nos odiaban. Pero la mayoría no quiere vivir así, dijo, y por eso llevamos esta guerra, para liberarlos y que puedan vivir como nosotros. Mientras decía esto, mostraba cuadros de un joven soldado japonés que luchaba contra decenas de soldados chinos, de estudiantes chinos que se burlaban de sus maestros y de niños chinos que escupían a sus padres. Durante la cena de aquel día, papá nos contó que lo habían despedido ―él enseñaba en la misma escuela en la que yo estudiaba― y que al día siguiente intentaría conseguir otro trabajo, tal vez en el puerto. Preguntó si en mi clase había estado el general, quiso saber lo que nos había dicho y si yo le había creído. Claro que le creí, dije. Me tomó la cabeza para asegurarse de que lo miraba a los ojos y preguntó si me acordaba del señor Chow ―el hombre que hacía juguetes y vivía cerca de casa― y si yo creía que él lastimaba a su esposa o si alguna vez nos había tratado mal. Cuando preguntó si


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