Gaijin. Maximiliano Matayoshi

Gaijin - Maximiliano Matayoshi


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detrás de la puerta nos ordenó bajar para dar aviso de que nadie subiera hasta nueva orden. Cerraron la puerta de acero y la manivela del seguro giró para trabarla.

      El ruido que hacía el eje era insoportable. Algunos se habían atado ropa en la cabeza para no tener que taparse las orejas con las manos. Kiyoshi intentó hacer lo mismo, pero al parecer no funcionaba. Pasaron solo unos minutos y ya me dolía la cabeza. Los niños lloraban y abrazaban a sus padres, nadie podía subir a las literas superiores. Algunas lámparas cayeron estrellándose contra el piso de metal y una tubería, al romperse, comenzó a chorrear agua. Saqué la navaja para cortar una tira de mi camisa; esperaba que al poner la tela mojada en mis oídos el ruido del eje se amortiguaría. Aunque aún era insoportable, al menos no me dolía tanto. Corté otros dos pedazos para Kiyoshi, que me imitó, y juntos indicamos a quienes teníamos cerca que hicieran lo mismo, mojando los pedazos de tela que yo les daba en el agua que se juntaba en el piso. Pronto, la mayoría de la gente en el depósito usaba pedazos de telas mojadas, pero nos dimos cuenta de que cuando el agua se escurría el artilugio perdía todo efecto. Debíamos mojar la tela en forma constante, de modo que cada quien se hizo de dos pares para no quedar desprotegido cuando se secaba uno. Aunque las horas pasaron, la puerta siguió cerrada.

      El ruido disminuyó junto con el movimiento del barco. El piso seguía inclinándose, pero ahora podíamos estar en pie sin tener que apoyarnos en una pared o aferrarnos a alguna cadena. Poco después, el capitán, seguido de varios tripulantes, se presentó para decirnos que había intentado comunicarse por los altavoces, pero que de seguro el ruido del eje había tapado cualquier otro sonido. Nos explicó que hacía unas horas habíamos entrado en una tormenta, que para mayor seguridad habían tenido que bloquear las compuertas y era por eso que habíamos estado encerrados. Era peligroso que entrase demasiada agua al depósito, o que algún pasajero intentara subir durante la tormenta. Una señora que viajaba en primera clase había caído del barco para ser rescatada una hora más tarde. Tuvimos suerte de que nadie más cayera y de que el barco haya quedado en tan buenas condiciones, dijo; el oleaje es intenso, les recomiendo que aten sus pertenencias y que permanezcan sentados o acostados la mayor parte del tiempo. Cuando el capitán y los tripulantes salieron por la puerta del depósito, la gente, en silencio, comenzó a ordenar las cosas que se habían desparramado por el piso. Me cambié de ropa y le ofrecí a Kiyoshi una camisa seca y un pantalón. Él se quitó su camisa y con un pañuelo secó un collar de plata que le colgaba del cuello. Le dije que para regresar con su abuela era mejor esperar a que fuera de día, que durmiera en mi cama. Yo usaría la de Kei.

      Me despertaron. Kei sonreía. Ve a tu cama, dijo. Le expliqué que allí dormía Kiyoshi, y pregunté cómo le había ido. Bien. Esperaba que dijera algo más, pero se quedó mirándome y me empujó para que le hiciera lugar. Insistí, pero él repitió lo mismo: me fue bien.

      Me desperté con un golpe: me había caído de la cama. Me levanté; con el eje junto a mi cabeza vi a otros hombres que también se incorporaban. Me dolía el hombro y la espalda y era extraño que no me doliera nada más: la litera colgaba a más de dos metros de altura y cualquiera podía romperse un hueso al caer desde ahí. Desperté a Kei y fui a buscar a Kiyoshi. Él también se había caído. Con la espalda golpeada, estaba sin aire pero no muy lastimado. Es mejor que vayamos ahora con tu abuela, dije. Cuando se recuperó, salimos a cubierta y vimos el cielo azul y un océano mucho más azul que el cielo. Las olas se levantaban a la altura de nuestra cubierta y rompían contra el casco. El barco escalaba una montaña tras otra, y nos detuvimos a sentir la nueva calma. Le dije a Kiyoshi que debíamos apurarnos. Cuando llegamos a la habitación, la abuela ya estaba levantada y abrazó con fuerza a su nieto, que le contó todo: el juego con el viento, el ruido que hacía doler la cabeza, las telas mojadas para tapar los oídos y cómo todos seguían nuestro ejemplo, la caída y las enormes olas azules tras las enormes olas azules. La señora me agradeció por cuidar del chico y preguntó si me quedaría a desayunar. No, gracias, quiero ver a mi amigo, dije.

      Kei nunca habló sobre lo ocurrido aquella noche; decía que los caballeros no debían comentar esas cosas y que yo no debería preguntarle. La mayor parte del tiempo se quedaba en el depósito para conversar con el viejo del sake. No lo llames de esa forma, su nombre es Saato, dijo cuando le pregunté por qué pasaba tanto tiempo con él. No entenderías, aseguró.

      Desde cubierta no se veía nada que se pareciera a una isla o a un pedazo de tierra. En el horizonte, dos tonos de azul, y de vez en cuando manchas grises o blancas. Después del desayuno buscaba a Kiyoshi para nuestra clase de inglés. Ya no podíamos jugar tenis de mesa porque el movimiento del barco hacía imposible predecir cómo rebotaría la pelota, y habían caído tantas al agua que los tripulantes decidieron no darnos más. Pasábamos la mañana juntos y por la tarde, él se retiraba a estudiar con la abuela y yo cantaba.

      Cantar era lo más divertido que podía hacerse en el barco. Después de la muerte de papá, solía escaparme de la escuela para caminar por la playa o el bosque y cantar todas las canciones que conocía. A veces cambiaba las letras o inventaba unas nuevas y de ese modo aumentaba mi repertorio, no me aburría tan rápido y dejaba pasar el tiempo para no regresar a casa temprano, porque en esa época intentaba pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa. Mamá no trabajaba y estaba todo el día en su cuarto. De vez en cuando salía para abrazarnos a Yumie y a mí, pero pronto volvía a entrar y ya no la veíamos hasta dos o tres días más tarde. Pasaron varios meses antes de que se recuperara. Solo cuando consiguió el trabajo en la Cruz Roja volvió a ser la de antes.

      Los pasajeros de tercera nos dividimos en tres grupos de canto: mujeres, hombres y niños. Al principio formaba parte de los niños, pero una mujer me tomó del brazo y aseguró que debía estar en el de los hombres. Era poco lo que podíamos cantar juntos, los más chicos sabían el himno y canciones infantiles, pero no mucho más. A nosotros nos gustaban las canciones de guerra, algunas tan antiguas que ya no tenían nombre y otras que eran llamadas de forma distinta en cada pueblo. Taira, la historia de un joven que quería vengar a su padre, era la mejor. Papá siempre la cantaba cuando íbamos a la playa a bañarnos. Decía que era una historia real y que nosotros proveníamos de esa familia.

      Kei, que subía de vez en cuando, se mantenía alejado del grupo y siempre se negaba a cantar, decía que su voz era mala, que arruinaría nuestras canciones. Cuando Kiyoshi lograba escaparse de las clases de su abuela, cantaba con los niños y a veces pedía que le dejara hacerlo con nosotros. Tenía muy buena voz, me contó que formaba parte del coro de su colegio y que la profesora le había dicho que sería un gran cantante. Cuando le pedí que no viniera más sin el permiso de la abuela, dijo que ella dormía por las tardes, segura de que él se quedaría en su cuarto para hacer la tarea. Una hermosa voz no va a darte un futuro en Argentina, le decía la abuela antes de irse a la cama, deberías estudiar.

      Dos semanas antes de llegar a Lorenzo Márquez, una ciudad portuguesa y nuestro próximo puerto, la abuela llegó a cubierta para buscar a Kiyoshi. Los tres grupos cantábamos la historia de un amor imposible, muy parecida a un libro que la profesora Hiroko nos había traducido en clase. Unos jóvenes que pertenecen a feudos enemigos luchan por su amor. Cuando vi llegar a la abuela por el pasillo creí que mi amigo estaría mucho tiempo encerrado escuchando un largo sermón, pero no: la voz increíblemente joven de la abuela comenzó a entonar los versos en que la protagonista canta sola para declarar su amor al joven. Alguno de nosotros debía responder, pero ninguno parecía dispuesto a hacerlo. Cuando pensaba que la canción había llegado a su fin, Kei se acercó a nosotros y fue él quien cantó.

      Saato, el viejo del sake, había perdido el brazo defendiendo mi isla. Deberías tener un poco de respeto, respondió Kei cuando le pregunté dónde conseguiría el viejo tanto sake. Entonces supe que la botella siempre estaba llena de agua, que actuaba como un borracho porque no le gustaba estar con otras personas. Algunas veces me sumaba a ellos en el depósito para escuchar las historias del viejo, historias de guerra. Cuando estaba en la escuela, el director solía entrar a clase para informar sobre los logros de nuestros hombres: batallas que parecían perdidas y en las que siempre nos encontrábamos en desventaja terminaban por ser victorias heroicas, siempre


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