La dama vestía de azul. Arturo Castellá

La dama vestía de azul - Arturo Castellá


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jueces, abogados estaban debidamente archivados en distintas categorías: confiables, no confiables, corruptos, honrados, ingenuos. Su cabeza funcionaba como libro abierto, guardando datos, hechos, documentos, expedientes e información burocrática reservada, clasificada o secreta, a extremos de que jefes, ministros y políticos la mayoría de las veces tuvieran que recurrir personalmente a ella para interiorizarse de la buena o mala marcha de algún expediente desaparecido de su curso normal.

      Pese a tener solo una rústica educación primaria, su inteligencia notable se complementaba con una fina sensibilidad. De extrovertida personalidad, integró cuanta comisión existía para la promoción del funcionario policial y de sus familiares, con los que desarrollaba vínculos estrechos y a quienes, dentro de sus posibilidades, ayudaba personalmente criando algún ahijado, haciendo de dama de compañía o brindando apoyo material a quien lo necesitara. Salvo algún odio particular, su persona era más bien querida, y quienes la conocieron personalmente hablaban de ella como de un mito viviente.

      Sobrevivió a todos los gobiernos. Políticos, ministros, jefes policiales, llegaban y se iban, pero ella seguía incólume en su escritorio, que, de pronto, variaba algo de giro pero no de lugar en un rinconcito del segundo piso de la calle San José, donde se encontraba la sede central de la policía. Sin embargo, cuando llegaron los militares al gobierno del país, Hilda no fue de su confianza. Por primera vez, un poder dentro del poder le hizo frente, mandándola sin más trámite a su casa en calidad de jubilada. Pero ese despido tan furibundo no la amilanó. Con cautela y mucha diplomacia, siguió interiorizándose de todos los acontecimientos de la institución ahora comandada por los militares. También algún que otro jerarca castrense en calidad de policía tuvo necesidad de contar con sus servicios para saber de expedientes trasnochados y de fidelidades traicionadas.

      Por los años cuarenta, Hilda se casó con Krausse, un marino alemán recalado en el país luego de los incidentes del Graf Spee, el recordado combate contra la flota inglesa en la llamada batalla del Río de la Plata, a comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Con él tuvo un hijo al que bautizaron Helmut, aunque el Registró lo asentó como Helmud, con d, y así quedó de por vida. El alemán, víctima de la añoranza por su lejana Turingia, abandonó definitivamente estas tierras, dejándola sola con el pequeño. El niño creció odiando la figura de su padre y todo lo relacionado con la idiosincrasia germana: sonidos, nombres y lugares le parecían manifestaciones contagiosas del nazismo, imaginándolo como una enfermedad maligna e incurable propia de todo el pueblo alemán. Solo la muerte del padre mitigó un poco su resentimiento. Contribuyó, para apagar su encono, la suculenta pensión en marcos alemanes que un día le llegó a su madre y que, mes a mes, con rigurosa puntualidad, jamás dejó de percibir.

      Hilda, provista de buenos recursos económicos, brindó a su hijo una óptima educación, soñando con el día en que se recibiera de abogado, cosa que nunca sucedió. El sueño de mi hijo el doctor se concretó pasados los años en su nieta Lorena Krausse Vega, quien le había concedido finalmente el postergado anhelo de contar con un profesional en la magra familia.

      Fue precisamente a través de su nieta que comenzó toda la historia de la agencia de investigaciones especiales. El azar quiso que el primer caso penal de la todavía inexperta doctora Lorena fuera en extremo complicado. Estaba en juego no solo su debut en los estrados judiciales, también la confianza de doña Clara, vieja amiga de Hilda, que había depositado en ella la defensa de su nieto. «Un joven puro trabajo y corazón acusado injustamente por esa perra…», le había manifestado a Lorena. Se trataba de algo muy grave, una acusación por intento de violación patrocinada por la hija de un conocido almacenero del barrio de doña Clara. Detrás de todo este asunto existían zonas grises propias de la complejidad de los sentimientos de amor y odio de la pareja humana, tal como alegaba el imputado, ser víctima de venganza al no haber prosperado con la demandante una antigua y pasajera relación sentimental. «¡Qué descaro, Lorena, acusar al nene de violador…!». Pero la doctora no las tenía todas consigo a pesar de las palabras de doña Clara clamando por la inocencia de su nieto. En apariencia, no se habría configurado ese delito por el cúmulo de contradicciones en los hechos que motivaron la acusación. Lorena pidió ayuda a su abuela; entusiasmada con el encargo de su adorada nieta, investigó personas, lugares, pruebas y un sinfín de testigos, armando un verdadero dosier que permitió a Lorena un firme alegato de defensa que concluyó con la absolución de su cliente y su primer caso ganado.

      Hilda había delegado todas esas actuaciones en Helmud, quien mostró en la oportunidad notables aptitudes para la investigación: sobriedad, intuición, capacidad para el análisis de datos. Virtudes que se agregaban, además, a su natural manera de ser: una personalidad afable y responsable que facilitaba el trabajo e inducía respeto en los indagados. Muchos abogados comenzaron a contar con sus servicios, de tal manera que se fraguó una profesión no buscada donde su madre se constituyó en eje estratégico, logístico y centro de la información. Hilda contaba con contactos y respuestas para todo: dónde empezar, con quién hablar, cómo ubicar un lugar, un dato, una persona. A su vez, su hijo era metódico, tenía constancia, tenía educación y asentó con el tiempo una metodología de trabajo que les permitió culminar con éxito la mayoría de las investigaciones emprendidas. Una dupla muy pronto respetada, tanto en los estrados judiciales como en los ambientes policiales.

       3

      La luz reflejada en los cristales del edificio Ciudadela lo destacaban del entorno de la Plaza Independencia. Helmud, parado frente a la magnificencia de la construcción, registraba el contraste con el suyo, modesto y oscuro, de la calle Juncal. Las paredes marmoladas del escritorio del doctor Alejo Barón imponían una elegancia exagerada, propia de los profesionales a quienes les va bien, que huelen siempre a lavanda, donde nunca falta la secretaria hermosa de piernas sinuosas y de color canela, eternamente quemadas por el sol. Mientras esperaba en la antesala de la oficina, no pudo evitar quedar fascinado por un original de Barradas, cuyos colores transparentes saturaban al ambiente de una luminosidad cargada de energía. Centró sus pensamientos en la mujer que por la mañana lo había visitado, en el dinero que le había dejado y en el tipo de profesional que atendía sus asuntos. «Que es de los caros, no tengo ninguna duda», pensó, mientras seguía hipnotizado en la contemplación de la obra.

      —¡Señor Krausse, hágame el favor de pasar! —La dulce voz femenina lo trajo a la realidad.

      La oficina del doctor Barón era todavía más lujosa que la antesala. El enorme espacio saturado por la luz se conformaba como verdadera pinacoteca. Por doquier había originales de pintores nacionales: Damiani, Solari, Ramos…, más allá, un par de españoles, Sorolla, Miró y, la frutilla del pastel, un… ¿Utrillo? Sí, definitivamente era un original de Utrillo con los coloridos empastes de un rincón parisino. Una fortuna en obras de arte.

      El doctor vestía impecablemente. Parecía un hombre con aire juvenil, aunque no podía disimular las incipientes bolsas debajo de los ojos.

      —¡Cómo le va Helmud! —Su voz era eufórica, hablaba casi a los gritos. —¿Su querida madre cómo está? ¡Qué mujer fascinante! —suspiró.

      —Muy bien —contestó a secas. No se molestó en averiguar de dónde la conocía. Su madre era así y punto.

      —Veo que le gusta la pintura… Todos originales.

      Helmud sonrió, no con muchas ganas, ante la petulancia del abogado.

      —Ya me enteré de la visita de la señora Noemí…

      —Efectivamente, doctor. Tengo algunos interrogantes que espero me ayude a responder.

      —Claro, claro. Pregunte nomás.

      —Usted… ¿qué conoce de ella?

      —Bueno, en realidad sé muy poco. Ella tiene documentación española… Parece que se fue del país hace unos veinte años y se casó con un duque, conde…, lo que sea que haya en España…, un hombre de gran fortuna. Es dueño de campos, fábricas, sociedades anónimas, financieras, en fin, un hombre muy rico. Yo en realidad soy representante de la señora aquí en el país.

      Helmud lo interrumpió.


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