La dama vestía de azul. Arturo Castellá

La dama vestía de azul - Arturo Castellá


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timón, finamente bordado en el pequeño bolsillo sobre el corazón, lo hizo sonreír: «Parece un marino de salón». Fugazmente pensó en su padre.

      —No me consta. Le explico —continuó el abogado—, el estudio recibió unos cuantos miles de dólares que se depositaron en un banco bajo nuestra administración y una minuta con documentación e instrucciones que tenemos que seguir… Por supuesto que todo está en orden, todo es legal.

      —Así que no sabemos nada de esa persona. ¿No es extraño? —preguntó Helmud, medio alarmado, medio desilusionado, por una situación que temía poco transparente.

      —Bueno, sí y no, según se mire. La clienta no es más extraña que tantas otras personas a las que también manejamos sus asuntos. La gente con plata es caprichosa, es misteriosa, es fantasiosa…

      —¿Usted cree que lo de su hija es fantasía?

      —No, no he dicho eso —replicó nervioso el profesional—. Su hija probablemente existe o existió, eso tiene que averiguarlo usted. Mire, aquí tengo un sobre con todos los datos que necesita de la persona que busca. —El abogado tomó un enorme sobre manila y rompió el lacre. Una carpeta cayó sobre la mesa. —Hay una fotografía y un escrito de la señora Noemí —dijo el profesional extendiéndole el papel.

      Helmud tomó la elegante hoja membretada. Era de color sepia y lucía una pequeña filigrana donde se leía «Casa Zanjahonda». Con la vista atenta, continuó la lectura del manuscrito de prolija caligrafía, mejorada por las bondades de una estilográfica, seguramente, de mayor calidad aún. «Caligrafía de escuela de monjas», caviló.

      Nací en M. en el barrio Atahualpa. La familia era muy pequeña. Solo se componía de mis padres, modestos trabajadores, ambos fallecidos, y de un hermano mayor que dejé de ver muy joven. Siendo poco más que una adolescente y producto de una fugaz como inoportuna relación pasajera, quedé embarazada de mi hija Eleonor. Nació el 23 de mayo de 1952 en el Sanatorio Marbiú y fue anotada en el Registro Civil como Eleonor López López. Vivió conmigo hasta el año 1971, luego se independizó y se mudó a Tomás Ambrosi 210, última dirección que conocí de ella. Como consecuencia de una mala relación, producto de grandes diferencias por conceptos sobre la vida, nos veíamos muy esporádicamente, aunque manteníamos permanentes contactos telefónicos. A fines de 1976 emigré para España. La última vez que hablé por teléfono con Eleonor fue en los primeros días de marzo de 1977. Conversamos poco, pero me expresó que se encontraba bien y que estaba trabajando en una importante empresa comercial. Desde entonces no tuve más noticias suyas. No recuerdo exactamente la empresa de referencia, creo que era una importadora de maquinarias, PRADIS, TRADES o algo parecido. La única foto que conservo de ella es la que adjunto, cuando tenía quince años. Estudió en la Escuela 281 y el Liceo Quiroga. En la Universidad seguía Derecho, pero nunca estuve segura de que fuera así. La amiga suya más cercana en esa época se llamaba Susana Picart, a la que nunca conocí personalmente. No sé más nada.

       P.D.: No se puede tener ningún contacto directo conmigo. Para todos los efectos, diríjase al Dr. Alejo Barón.

      Helmud pegó un enorme suspiro. Miró la foto en blanco y negro ligeramente borrosa de la adolescente y sintió pena por ella.

      —¿Es todo? —preguntó desilusionado por tan escueta información.

      —Yo diría que es bastante —respondió amigablemente el abogado.

      Helmud era un artesano de la investigación. No contaba con computadoras ni banco de datos, salvo el almacenado en la cabeza de su madre. No usaba ningún aparato sofisticado para grabar conversaciones ni pinchar teléfonos ni nada que se le pareciera. Si por ventura, alguna vez tenía necesidad de una fotografía, de una grabación o de una filmación, contrataba al profesional del ramo para el cumplimiento de esa tarea puntual. Pese a que obraba mucho por intuición, sometía luego todos sus datos a un puntilloso análisis que le abrían los ojos sobre nuevas pistas o nuevas posibilidades para continuar siempre con las investigaciones comenzadas. Nunca dejaba atrás el trabajo iniciado y, salvo excepciones, no cesaba hasta conseguir los resultados propuestos. En ocasiones tuvo dificultades y cierto riesgo de su persona, pero jamás a extremos de sentir que su vida corría peligro. No más que un policía, un bombero, un chofer de ambulancia, un taxista nocturno o cualquier profesión donde el riesgo de vida tiene porcentajes elevados. En realidad, tampoco era de pensar en estos inconvenientes. Realizaba el trabajo con la rutina del empleo burocrático y el éxito estaba siempre coronado por la insistencia en el control y cotejo de las partes que se comportaban como un rompecabezas. Armarlas una y otra vez, hasta llegar a la figura deseada, era el secreto. Pasaba muchas horas reflexionando; lo hacía sobre su trabajo específico, pero también sobre la vida, a la que mucho no le agradecía porque, por el paso de la misma, había dejado atrás infinidad de sueños no realizados, planes nunca concretados, estudios no terminados.

      Se había casado una vez. El tiempo suficiente como para no intentarlo nuevamente. El amor no era su fuerte y lo poco que tenía para dar lo repartía entre su madre y su hija. En realidad, formaban una pequeña familia cuyos vínculos se habían fortalecido cuando todos habían madurado su propia soledad. Durante un largo tiempo estuvo distanciado de su madre, también de su hija, que creció junto a su ex esposa hasta que inició su propio vuelo, tal como él hiciera con su propia madre. Sin embargo, tenía sus caídas sentimentales y gustaba recordar a Lorena cuando bebé, toda rubiecita, de piel blanquecina y transparente; la bañaba y le cambiaba los pañales como cualquier padre de consumo, de esos que salen en los avisos publicitarios y que, tras el producto, anuncian también la felicidad conyugal. Criándola, experimentó la insoportable paradoja del tiempo: una serie de instantes que nos transforman aceleradamente en adultos. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de las tantas discusiones de adolescente con su madre, quien intentaba retenerlo más allá del tiempo fijado, un tiempo que cada uno madura internamente y que no es posible canonizar en un manual pedagógico. ¿Qué otra manera tenemos para adquirir la conciencia de los valores y de las responsabilidades? Cada vez que intentaba la aventura de vivir, su madre trancaba las puertas, repitiéndole como disco rayado: «Es por tu bien, hijo, ya lo harás cuando seas mayor». Más que allanarle el camino, lo privaba del verdadero conocimiento de la vida conjugado en los riesgos, en los aciertos, en los errores. Recordaba, en particular, un incidente que lo ayudó, en su momento, a comprender y respetar los derroteros de su propia hija. Discutía con su madre de manera encendida y cada uno esgrimía a los gritos sus razones, entonces se trepó a la mesa del comedor frente a los atónitos ojos de Hilda. Impostando la voz como los grandes oradores, recitó las palabras de Gorgias, que ya, viejo y arrugado, recriminaba a su madre haberlo mantenido siempre en estado de infante: «Me has privado de la acción que ennoblece, del pensamiento que ilumina, del amor que fecunda… ¡Devuélveme lo que me has quitado!». Tenía siempre presente su tristeza cuando, boquiabierta, asimilaba el mensaje de la parábola de Rodó. Pero es bueno reconocerlo, Hilda era inteligente y sabía corregir sus errores: «Está bien, no lo tomes así, solo quiero protegerte, andá y, por favor, no vuelvas tarde…», le expresó finalmente con lágrimas en sus ojos.

      De su padre recordaba solo breves destellos que apenas iluminaban su memoria. Lo veía sentado en el porche de la vieja casona de Punta Yeguas, siempre mirando el horizonte marino, esquivo, tapado por los árboles; los ojos rojos que se le antojaban llorosos y la pipa entre sus dedos mientras exhalaba un humo rancio, como esperando el barco que lo liberara de su destierro. Solo una vez había sentido la agradable emoción de un gesto parecido al amor paternal. Recordaba con melancolía aquel mágico instante, cuando jugaba con un autito de madera en la enorme galería. Su padre, con los pulgares enganchados en los tiradores, se hallaba sentado con las piernas sobre la baranda, la mirada perdida y cultivando, como lo hacía habitualmente, su propia nostalgia. Al quedar el juguete atrapado bajo sus largas piernas, se acercó tímidamente y, sin decir nada, se quedó observándolo a su costado. El alemán desacomodó lentamente las piernas, recogió el autito y se lo depositó en la palma de su pequeña mano, no sin antes abrazarlo fuertemente y golpearle la espalda con ternura. Atesoraba ese recuerdo como única herencia afectiva de su padre, y el odio, con el paso del tiempo, fue mitigándose hasta transformarse en pena, tristeza, quizás algo de amor… «Tu padre fue un buen hombre, pero estaba en un tiempo y


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