Lucha contra el deseo. Lori Foster

Lucha contra el deseo - Lori Foster


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te ves en la necesidad de preguntármelo, es que no prestaste suficiente atención.

      —Pero tú dijiste…

      —Eso es asunto tuyo, cariño, no mío. Pero siempre estoy encantado de complacerte.

      Se acercó a él, bajando la voz:

      —¿Ahora?

      Medio sonriendo, respondió:

      —Excepto ahora —vio que hacía un delicioso puchero, que sin embargo no tuvo efecto alguno en él—. Si vas a casarte, deberías reservar todos tus recursos para él.

      —Como si tú le hubieras sido fiel a alguien alguna vez…

      —Si me casara, ten por seguro que lo sería. Y ahora vete —le dio la vuelta, le dio una palmada en el trasero y añadió—: Teniendo en cuenta lo que me has dicho, no deberías volver a contactar conmigo nunca más.

      Con el rostro ruborizado y una mirada soñadora, se frotó el trasero.

      —Eso me temo.

      —¿Hablarás entonces con tu novio?

      —Sí —se mordió el labio—. Se lo diré… pero, si te equivocas, volveré aquí para abofetearte.

      Armie se sonrió.

      —Puedes intentarlo.

      Tan pronto como ella empezó a bajar los escalones, Armie volvió a entrar y cerró la puerta, volvió al sofá y se dejó caer boca abajo sobre los almohadones.

      ¿Tendría Merissa alguna fijación sexual, del tipo quizá de la que tenía Cass?

      Dios, le encantaría averiguarlo.

      Volviendo la cabeza hacia un lado, revisó su móvil una vez más, y allí estaba. Un mensaje de texto que decía: Rissy estuvo aquí.

      Sentada en el escalón, indecisa, Merissa evitó mirar a la morena que pasó a su lado y la saludó con un breve movimiento de cabeza. La mujer parecía feliz y sonriente mientras se alejaba.

      Merissa no era mujer inclinada a escuchar a escondidas, pero, cuando subió el último escalón y oyó a Armie hablando con la mujer, se había quedado paralizada.

      Una vez que detectó la conversación, ya no pudo moverse de allí ni aunque lo hubiera querido. Sus pies habían quedado convertidos en pesos de plomo mientras sus oídos registraban hasta la última palabra de su diálogo.

      Estaba claro que Armie había rechazado a la mujer.

      Pero las cosas de las que habían hablado… ¿Qué sería lo que le gustaba a aquella chica?

      Merissa tenía el móvil en la mano, esperando, anhelando… hasta que sonó el aviso de que había llegado un mensaje.

      Humedeciéndose los labios, leyó: ¿Estás bien? ¿Necesitas hablar?

      Vaya. Desde luego que sí. Le escribió a su vez: ¿Ocupado?

      No.

      Guau, sí que había respondido rápido. Se giró para alzar la mirada a la puerta aún cerrada y volvió a concentrarse en el teléfono. Estaba tan cerca…

      ¿En persona?

      Transcurrieron varios segundos. Apretó los labios, contuvo el aliento, tamborileó rápidamente con el pie sobre el escalón.

      Finalmente apareció el mensaje de texto: No deberías conducir.

      Merissa tecleó la respuesta, titubeó aún más y pulsó luego la tecla de enviar.

      Ya lo he hecho.

      Armie se quedó mirando fijamente el mensaje. Ya lo he hecho. ¿Qué quería decir? ¿Que estaba deambulando por allí?

      Mala idea.

      Escribió: ¿dónde estás? En caso necesario, saldría a buscarla. Como fuera. Pero, diablos, estaba borracho y lo sabía.

      Un taxi. Tomaría un taxi y…

      Aquí.

      Desorbitó los ojos. ¿Allí? Estúpidamente, miró a su alrededor y envió otro mensaje de texto: ¿Aquí?

      Sí.

      ¿Aquí… dónde?

      De pronto llamaron a la puerta, muy suavemente.

      Armie se quedó paralizado, y luego todo se aceleró. Su corazón, su respiración…

      La sangre le atronaba en las venas.

      Levantándose, cruzó la habitación, abrió la puerta y… ah, diablos.

      —Hola, Larga.

      Ella arqueó una ceja.

      —¿Estás borracho?

      —No —desde luego que lo estaba. Y, por culpa de ello, se sentía lento y tremendamente inseguro a la hora de recibirla. ¿O debería quizá despacharla a su casa? Sabía que no lo haría, por muy prudente que eso fuera, de modo que quizá debería llamar a Cannon…

      Al final entró sin que la invitaran.

      Se quedó donde estaba, todavía de espaldas a ella, intentando reordenar sus pensamientos.

      —Estás en calzoncillos.

      Oh, diablos. Se había olvidado. Dejando la puerta abierta, se volvió hacia ella. Maldijo para sus adentros: sí que estaba cerca. Como a la distancia de un beso.

      O a la distancia de poder hacer el amor.

      —Son bonitos.

      —Son absurdos —la corrigió. Los boxers ostentaban dos flechas: una que apuntaba hacia arriba y decía: El Hombre, y otra que apuntaba hacia su entrepierna: La Leyenda.

      —Me gustan —se inclinó hacia él, con lo que el corazón de Armie casi se detuvo, y cerró la puerta de un pequeño empujón. Luego se quedó donde estaba, dejando que él se embebiera de ella, sintiera el calor de su esbelto cuerpo y oliera el aroma de su piel.

      Ella le tocó suavemente la cabeza, revisando su vendaje.

      —Te has duchado.

      —Sí —y se había masturbado mientras se duchaba. Solo que su miembro parecía haberse olvidado en aquel momento.

      —La venda no está tan tensa como debería —procedió a tensársela suavemente, con cuidado.

      Tomándole la muñeca, él presionó su palma contra su mejilla y cerró los ojos.

      —¿Armie?

      «Recupérate», se ordenó.

      —Ven aquí —pasándole un brazo por los hombros, la guio hasta el sofá y la hizo sentarse—. ¿Quieres una copa?

      Ella alzó su vaso y olió, bebió un sorbito y esbozó una mueca.

      —Esto mismo. Lo que estás tomando tú.

      Él le pellizcó la barbilla.

      —Tú no bebes whisky.

      —Hoy podría ser un buen día para empezar, ¿no te parece?

      Sí, probablemente. Recorrió con la mirada sus tejanos de pitillo, sus botas sin tacón y su ancha sudadera con capucha, pero no se permitió entretenerse tanto como le habría gustado.

      De camino a la cocina sintió su mirada clavada en su trasero. La sintió… literalmente. Necesitaba ponerse unos tejanos, solo que eso le haría parecer un poco gallina. Puritano incluso.

      Y no era ninguna de las dos cosas.

      Después de servirse otra copa, le sirvió un chupito de whisky y regresó para encontrársela sentada a la turca en el sofá, estrechando un cojín contra su pecho, con la cabeza baja.

      —Hey, ¿qué pasa? —le preguntó con ternura.

      Ella


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