Lucha contra el deseo. Lori Foster
hermano… y su tácito permiso.
Fuera cual fuera la razón, en aquel momento estaba allí, dispuesta a pelear con uñas y dientes para conseguir lo que quería.
Armie había aceptado su mano y en aquel instante sus dedos estaban estrechamente entrelazados. Con la mirada intensa, rígido su gran corpachón, la siguió en silencio, quizás un tanto anonadado. La tensión sexual llenaba el aire, tan densa que hasta podía cortarse.
No conocía la casa de Armie, así que tuvo que asomarse a cada habitación mientras pasaba por delante. Él tenía todo bastante ordenado, pero no inmaculadamente limpio. En su baño de color blanco y negro había una toalla tirada por el suelo y otra en su sitio. El cesto de la ropa sucia estaba desbordado, y encima la camisa de franela manchada de sangre.
Aquello la transportó de nuevo al momento en que Armie se puso delante de ella, dispuesto a recibir una bala. La emoción la asaltó hasta que le ardieron los ojos por las lágrimas, pero luchó contra ella. No era una llorona, nunca había llorado, no le veía el menor sentido.
Aquellas circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes. Tarde o temprano rompería a llorar… pero no delante de Armie.
Demasiado mal lo había pasado Armie a lo largo de aquel día, peor que ella seguro, dado que había estado dispuesto a dar su vida para protegerla.
Ella no siempre lo entendía, no siempre comprendía sus motivaciones o sus razones, pero lo amaba. Por lo que se refería a aquella noche, con eso le bastaba.
Junto al baño había un dormitorio con la puerta abierta. Mordiéndose el labio, expectante, se asomó. El mobiliario era negro. La cama, enorme, estaba sin hacer y tenía un foco en la cabecera. En la pared de enfrente colgaba un espejo gigantesco.
A su espalda, con un tono suave a la vez que levemente amenazante, Armie preguntó:
—¿Te estás arrepintiendo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Estás buscando acaso látigos y cuerdas?
Se giró para mirarlo. Estaban muy cerca, boca contra boca.
—¿Tienes?
—La curiosidad mató al gato —sonrió.
Adivinando que solamente pretendía ahuyentarla, se burló a su vez.
—No creo que tengas.
Él entrecerró los ojos.
—Tengo todo lo que necesito para hacer feliz a una dama. Y, por feliz, me refiero a que chille cuando se corra.
Guau. Ciertamente sonaba muy confiado.
—Así que… ¿las atas si ellas te lo piden?
Su expresión se endureció.
—No estoy teniendo esta conversación contigo.
—Claro que sí —intentó aparentar seguridad, cuando por dentro se sentía un tanto consternada ante la imagen. Y quizá un poquito excitada también—. Además, te oí hablando con aquella mujer. Me muero de ganas de saber lo que le hacías.
—¿Qué mujer? —inquirió, confuso.
—La que vino a visitarte esta noche.
Se la quedó mirando con la boca abierta, y apretó luego los labios.
—¿Estuviste escuchando a escondidas?
—Eso me temo —le resultaría difícil preguntárselo sin haber admitido antes que les había escuchado—. Pero no a propósito. Cuando vine, ella ya estaba aquí. No quise molestar, así que esperé.
—¿A una distancia suficiente para escucharlo todo?
—Estabais en el descansillo. No tuve necesidad de pegar el oído a la puerta.
El disgusto le arrancó un profundo suspiro.
—Diablos. Estoy demasiado fundido para digerir todo esto.
—¿Fundido?
—Borracho —la señaló con un gesto—. Y que tú estés aquí no me está ayudando precisamente.
—No me pidas que me vaya —dijo ella, y admitió—: Cuando me quedo sola, no puedo dejar de pensar en el atraco, en aquel hombre y en cómo me…
—Shh. Tranquila —allí mismo, en el umbral de su dormitorio, Armie la acorraló de repente contra la pared, le tomó las manos y se las sujetó a cada lado de la cabeza—. Estás a salvo.
La presión de su cuerpo le robó el aliento. Sobre todo con su dura erección rozando su vientre. Su única ropa eran aquellos estúpidos boxers, y ella podía sentir cada largo y duro músculo a través de su camiseta y de sus tejanos de cintura baja.
La mirada de Armie vagó por su rostro, deteniéndose en su boca, para bajar luego por su cuello hasta sus senos. Le rozó la nariz con la suya y ella pudo sentir el olor a whisky de su aliento.
—No sabes lo que estás pidiendo, Larga.
Por una vez, el uso de aquel apodo no le molestó.
—Sí que lo sé.
Sus labios rozaron su mandíbula amoratada, llegando hasta el lóbulo de la oreja.
—Rissy… —susurró, como si estuviera sufriendo.
—Te estoy pidiendo a ti, Armie. Solo a ti.
Él vaciló, y en seguida se apartó bruscamente de ella.
—No es tan fácil y lo sabes. Nadie se mete en mi cama así por las buenas, solo porque me desea.
—Yo sí —musitó.
—Dios mío, estoy borracho… —gruñó.
Si eso era cierto, y ella estaba segura de que lo era, entonces no sería ético por su parte aprovecharse de él. Armie deseaba resistirse y ella quería vencer su resistencia.
Pero no quería embaucarlo para que hiciera algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse.
Le dedicó una larga mirada y entró en el dormitorio.
Él se echó a reír, se frotó sus cansados ojos y masculló:
—Lo intenté.
—Sí, desde luego —para convencerlo, le preguntó—: ¿Te ayudaría a relajarte si te dijera que lo único que quiero es dormir? Además de tu compañía, quiero decir, porque, sinceramente: no quiero estar sola —y estaba absolutamente segura de que él tampoco.
Lleno de arrepentimiento, Armie sacudió la cabeza.
—Lo siento, nena, pero no puedo. Dormiré en el sofá.
¿Nena? Aquello era nuevo, pero, una vez más, había bebido demasiado y su cerebro no debía de estar funcionando muy bien.
—Pues vamos a estar muy incómodos los dos allí.
Al ver que se quedaba donde estaba, sin retirarse ni tampoco entrar del todo en el dormitorio, Merissa decidió forzar las cosas. Se llevó las manos al botón de sus tejanos.
Armie no apartó en ningún momento la mirada de sus ojos, pero empezó a respirar aceleradamente.
Ella se bajó la cremallera, deslizó las manos dentro de los tejanos a lo largo de sus caderas y empezó a bajárselos lentamente.
Pudo ver que las aletas de su nariz se dilataban.
Dejó los tejanos sobre una silla, apartó el edredón y, llena de incertidumbre, se metió en la cama y se arropó. Se lo quedó mirando, expectante.
—Si no estuviera bebido —le dijo, mirándola fijamente—, quizá podría hacerlo —se acercó, agarró el edredón y volvió a apartarlo. Su ardiente mirada recorrió su cuerpo de pies a cabeza, abrasándola—. No quiero hacerte daño.
—No