Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

Un trienio en la sombra - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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      Hoboken – New Jersey, 25 de septiembre de 2010 /

      Antequera, 30 de agosto de 2013

      A Porthos, Aramis y el pequeño d’Artagnan,

      por toda una vida caminando juntos,

      agarrados del brazo como buenos camaradas

      A Adela de Otero, por haber llevado la sonrisa

      al solitario estudio de Jaime Astarloa

      A mis amigos, por reírse siempre de mis chistes,

      que yo no encuentro nada graciosos

      A don Benito Pérez Galdós,

      por su testimonio inmortal

      de una época irrepetible

      “It was the best of times, it was the worst of times;

      CHARLES DICKENS, A Tale of Two Cities.

      “With regard to Spain, that country flourished as a province,

      and has declined as a kingdom. Exhausted by the abuse,

      EDWARD GIBBON, The History of the Decline and Fall

      of the Roman Empire

      “Lo importante es lo que la gente quiere creer,

      y la gente tiene necesidad de creer,

      así como también de soñar”.

      VALERIO MASSIMO MANFREDI, Las arenas de Amón.

      Ofenden

      Era una tarde sombría de finales de septiembre. El verano daba sus últimos coletazos antes de ceder su puesto a un otoño reflexivo que, una vez más, teñiría las copas de los árboles de distintas tonalidades anaranjadas. El Real Sitio estaba tan animado como todos los años por esas fechas: bullicioso, tanto de gente que había acudido a acompañar al Monarca en su retiro estival, como de los nobles perennes, hijosdalgo y “donnadies” los más, pero con muchas pretensiones y con un ardiente deseo de aprovechar cualquier ocasión para solicitar un favor regio. Hasta bien entrada la tarde casi todos dormían, y solo se levantaban después de comer, perezosos, para permitir que la sangre irrigase sus órganos lentamente, y así acometer lo que quedaba de día con la energía justa.

      Así pues, a primera hora de la tarde los jardines comenzaban a animarse. Los padres y madres respetables caminaban con despreocupación aparente, y mataban el tiempo comentando las banalidades de su vida, deseosos de tropezarse a cualquier otro matrimonio con el que poder chismorrear a la sombra de un álamo, o al que poder criticar al doblar el seto más próximo, tras intercambiar los saludos y las reverencias hipócritas, a la par que pertinentes.

      Las jóvenes casamenteras paseaban en grupo, cogidas del brazo y susurrando tras sus abanicos, biombo de sus mejillas pudorosas que revelaban la zozobra que experimentaban cuando divisaban a cualquier apuesto galán también en edad de merecer. Los adolescentes, cuya voz comenzaba a cambiar, alternaban los juegos viriles con el relato del destino que les habían deparado sus padres, en la Corte, en algún ministerio o en Francia. Otros iban a educarse a Inglaterra, cuna del paganismo y del progreso, pero ellos se guardaban bien de confiar a nadie su futuro inmediato, ya que dicho destino no gozaba de muy buena prensa entre sus amigos. A veces, los chicos cruzaban la mirada con las muchachas de su condición, respondiendo a su candor con los tan ibéricos codazos de regocijo y las risas rayanas en la imbecilidad, como cualquier otro joven de su edad.

      Mientras todo esto ocurría, los niños y las niñas correteaban e infundían un chorro de vitalidad a los parterres de La Granja, entonando el “tú la llevas” y demás gritos llenos de inocencia.

      Pasaban lentas las primeras horas de la tarde, como ocurre siempre en verano, mientras las cigarras rompían el silencio con su canto estridente. Poco a poco iban apareciendo transeúntes por los jardines del Real Sitio, pero nadie se atrevía a alzar la voz al principio: la escasa concurrencia animaba a ser discreto, porque cada conversación destacaba siempre en medio del silencio, y podía ser una mala compañera de viaje si un jardinero fiel o alguna criada alcahueta oía algo inconveniente. Un lapsus línguae en un momento desafortunado, viajando rápidamente en boca de un informante propicio, podía condenar para siempre las posibilidades de ascenso de su autor.

      Sin embargo, conforme pasaban las horas y el sol comenzaba a alejarse de la esfera terrestre, la temperatura se iba suavizando, y más personas se animaban a acudir a los jardines. Ahora el volumen de las conversaciones subía, hasta conformar una babel que aseguraba discreción y anonimato a cualquier comentario pronunciado en voz alta, salvo que el autor del mismo estuviese en el punto de mira de alguien demasiado influyente y deseoso de hacerle desaparecer de la vida pública.

      Algunos días, justo antes del ocaso, la familia Real honraba a todos los presentes con su presencia, paseando entre ellos: rolliza ella y pálido él, aunque ambos sonreían a diestro y siniestro, mientras la infanta Isabel correteaba a su alrededor y la infanta Luisa Fernanda intentaba imitar a su hermana y atraer la atención de sus padres. Como se ha dicho, el Rey estaba pálido, o quizá sea más conveniente decir que tenía la tez cerúlea. Su nariz, de normal bastante larga y aguileña, se perfilaba marmórea, casi cadavérica. Sus ojeras estaban más acentuadas que de costumbre, y su cuerpo parecía reverenciar la tierra por donde pisaba. María Cristina lo sujetaba firme, con la fuerza que le imprimían las calorías contenidas en cada brazo, atenazando el de su esposo con sus poderosas manazas, y pretendiendo aparentar que todo iba bien.

      Hasta aquella tarde: la tarde en la que comienza esta narración. Es sabido que, en circunstancias críticas, las miserias de cada familia quedan siempre a la vista de todos, y la familia Real era, al fin y al cabo, una familia. Hacía una semana que el matrimonio regio estaba desaparecido: nadie los había visto por los jardines y nadie despachaba con el monarca. Ni siquiera se habían asomado a los balcones del Real Sitio para disipar los rumores. Solo se veía a las niñeras pasear


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