Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
y hacerme pagar mi falsa ilusión: tuve un matrimonio fracasado y tengo un hijo que apenas me recuerda, porque jamás les presté atención, y los amigos, que los hubo, huyeron de mi lado cuando antepuse el sable de la justicia a su afecto y su devoción. Una vez más, me resulta hasta gracioso darme cuenta de todo justo ahora, cuando invierto mis últimas fuerzas en redactar este humilde testamento existencial. Mi principal error consistió en prestar demasiada atención a asuntos banales y en descuidar el afecto humano, que es el único y el verdadero motor de nuestra existencia. Antes que en mi gente, creí en ideales y creí en una responsabilidad de la que solo yo era víctima, porque solo yo era su creador.
Y lo más curioso es que la suerte, que yo no supe apreciar, me puso ante mis narices la clara evidencia del error en el que estaba incurriendo, del giro inadecuado que estaba imprimiendo a mi vida, cuando aún era joven y tenía tiempo para rectificar. Con apenas veinticinco años, debí ocuparme de mi primer gran caso, que me mostró la crudeza de la miseria humana y la crueldad de las pasiones. Sin embargo, decidí prescindir de cualquier enseñanza moral en aquella ocasión y solo me centré en resolver una causa que podía catapultar mi carrera de forma decisiva, acelerando un ascenso que, de otra forma, me habría costado años de trabajo oscuro en despachos aún más tenebrosos.
Así pues, cuando apenas puedo asegurar si veré el próximo amanecer, siento la necesidad de consignar este testimonio por escrito. Si no lo hago, si no me uso a mí mismo como ejemplo para advertir a quienes tengan la paciencia necesaria para leerme y para sacar conclusiones, España y sus desgraciados hijos seguirán padeciendo los mismos males que nos aquejan desde que Viriato murió traicionado por uno de sus amigos.
Dejad al menos que os avise y evitad repetir mis errores. Permitid que mi voz resuene en vuestra conciencia. Dejad que descanse en paz.
* * *
–Regresa pronto.
Estas fueron las últimas palabras que mi padre me dirigió antes de abandonar Granada. Mi padre, que había sido siempre un hombre enérgico, presto a defender a su hijo con toda su fuerza, se había convertido en un anciano débil e indefenso, de pelo cano y profundos surcos alrededor de los ojos, abatido por los golpes sucesivos con que la vida se había prestado en obsequiarle. Hice memoria y pude verlo quince años atrás, erguido e impecable, asiendo del brazo a un chico de mi calle que había adoptado el pasatiempo de hacerme la vida imposible, para reconvenirle severamente y advertirle de las graves consecuencias que debería padecer si seguía increpándome en el futuro. De modo que ahora me costaba reconocerlo en aquel hombre que ni siquiera había tenido el valor de venir a despedirme al pie de la diligencia, y que desde el zaguán de nuestra casa, envuelto en su elegante batín, me había expresado su deseo de volver a verme en breve, aunque ambos intuíamos que tardaríamos en volver a compartir tiempo juntos. Como suele pasar siempre, las circunstancias se encargan de complicar hasta el trámite más simple, y acaban apartándote de la senda que creías segura e invariable en tu vida.
Por aquel entonces, en el otoño de 1843, yo era un funcionario de segundo rango en la Real Audiencia de Granada que aspiraba a convertirse en juez con paciencia, haciendo gala de buen trabajo y abnegación. Mi situación laboral tenía muchas ventajas, pero también un gran inconveniente: mis superiores me tenían permanentemente ocupado en pleitos locales aburridos para ganar experiencia y méritos. Por tanto, para conservar mi salud mental intacta, me imponía la obligación de ocupar mis pocas horas libres en varias actividades lúdicas: cenas románticas, debates de café con los amigos, y demás distracciones cuyo fin era evitar que me devorase la maquinaria anquilosada de la burocracia española. Ni progresista, ni moderado, era amigo de unos y otros, y apreciado por todos. Gracias a ello, pese a mi juventud (por entonces apenas contaba veinticinco años) había conseguido permanecer en mi puesto por encima de las convulsiones políticas, que en los últimos años no habían sido pocas.
De modo que a aquellas alturas atesoraba ya una amplia experiencia y un profundo sentido de la responsabilidad y la profesionalidad, inculcados por mis padres. Además, tenía el orgullo de no haberme visto jamás en la necesidad de pasear la condición de “cesante” de puerta en puerta, implorando favores a alguien que me emplease cuando este o aquel partido saliese del poder. Esa era la ventaja de no tener partido.
Cierto es que nunca fui un gran abogado por cuyos servicios se peleasen los litigantes. Mi formación había sido más bien tradicional, y la situación económica de mis padres, desahogada sin ser boyante, solo me había permitido pasar una corta temporada en la Universidad de Alcalá. Mi padre siempre me había ofrecido pagarme más tiempo de estudio fuera si repercutía en mi beneficio, pero yo tenía conciencia suficiente para no exprimir el sueldo de un escribano público y para no alejarme de mi madre, cuya salud era algo delicada por aquel entonces. Años después, un tumor acabó llevándola a la sepultura y dejando un vacío en el hogar que ni mi padre ni yo hemos sido capaces de llenar jamás.
Pese a las limitaciones descritas, respondía perfectamente al perfil que se buscaba en la Real Audiencia de Granada: serio y expeditivo. Además, me había ganado cierta fama de Quijote, es decir, de abanderado de causas imposibles, por lo que los togados más venerables de aquella santa casa siempre derivaban en mí cualquier empresa que les diera pereza afrontar. Así podría explicarse el acontecimiento que dio un giro a mi vida.
Era una mañana lluviosa de otoño, la primera de aquellas características de un mes de noviembre que había comenzado algo caluroso, pero que se había ido templando poco a poco hasta preludiar el frío invierno que nos aguardaba a orillas del Darro. Yo acababa de dar por cerrado un caso que se había fallado unos días antes, y estaba recopilando y archivando el material para poder consultarlo cuando fuese necesario. La perspectiva era más que cómoda. Con una jornada relativamente despejada de trabajo, me proponía comer con mi padre, tomar el café y leer el periódico en el casino, y cenar con una chica a la que frecuentaba desde hacía unos meses. Entonces se abrió la puerta de nuestra oficina y un alguacil me dijo:
–Don Pedro, el señor presidente requiere su presencia de inmediato.
Temblando dentro del pantalón, atravesé aquellos pasillos ancestrales, donde el mobiliario, que no había sido renovado desde que la casa se inaugurase en tiempos del rey don Carlos I, proyectaba siniestras sombras que se asemejaban a fantasmas que me acechaban en cada recodo del camino y maldecían mi dicha. Finalmente, llegué frente a una puerta de mayores dimensiones, que daba acceso al despacho del presidente de la Audiencia. Tímidamente toqué con los nudillos sobre la dura superficie de nogal, entreabrí una rendija, por la que introduje mi cabeza, y pronuncié, casi susurré, un apagado “¿da usted su permiso?”. El presidente parecía esperarme, porque me miró sin sorpresa, hasta diría que con cierta indiferencia, y me respondió:
–Tome asiento, licenciado, por favor.
Nunca me cayeron bien los altos cargos, y este menos que ninguno. Desde que había tomado posesión de la presidencia de la Audiencia, había dejado claro que solo le importaba medrar en su puesto para, con el tiempo, llegar a ocupar algún puesto de diputado, o incluso a detentar algún ministerio. Mientras tanto, todo lo que deseaba era una vida apacible, que no estaba dispuesto a poner en riesgo por la menor reforma de la institución, que por otra parte necesitaba un lavado de cara urgente. Sin embargo, era evidente que ahora algo le rondaba la cabeza, una idea incómoda que le impedía rendir sus horas reglamentarias de ociosidad diaria, y el hombre quería matar pronto esa mosca que zumbaba tras su oreja.
Una hoja amarillenta, garabateada y con el sello de la Audiencia, cubrió su orondo rostro después de que me invitase a entrar en su despacho, con una frialdad que habría helado hasta las rocas de la remota Siberia. En el reverso del documento alcancé a ver la fecha: 17 de octubre de 1831. Entonces caí en la cuenta. El documento que el presidente sostenía en sus manos era mi hoja de ingreso en la Audiencia, como simple chico de los recados de la sala de lo criminal. Aquel documento no era sino el primero de una larga sucesión que conformaban una nutrida carpeta sobre su mesa: mi hoja de servicios, que él estaba revisando cuando me hizo llamar, y que seguía consultando en mi presencia sin inmutarse. El mensaje parecía claro: “tu futuro está en mis manos, pollo”.
–Sus compañeros hablan bien de usted, Pedro, y halagan sus servicios.