Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
lo eran también habrían cantado las maravillas de mi trabajo, sin duda para engordar mis méritos artificialmente con objeto de cargarme el muerto cuya podredumbre hedía a kilómetros de distancia.
–Seguro que mis amigos han exagerado mis virtudes ante usted, señor –repuse–. Uno trata de cumplir con su trabajo como mejor sabe y de corresponder a la amistad de quienes tanto le aprecian.
Una media sonrisa de chacal se dibujó en sus labios. Yo había procurado ser suficientemente irónico para que se percatase de que preveía el golpe. Así sabría que le sería difícil darme gato por liebre, y que le convenía ser directo conmigo, andándose sin rodeos. Si tenía que afrontar alguna empresa que nadie quería cargar sobre sus propias espaldas, pero que todos querían descargar sobre las mías, lo mejor era ser francos el uno con el otro y empezar a trabajar en firme cuanto antes.
–He de reconocer, licenciado, que no todos tienen la curiosa habilidad de hacer amigos en el trabajo –siguió diciendo el presidente, mirándome impávido–. Sinceramente, no sabría si la suya es una virtud, o simplemente una inteligente estrategia de supervivencia.
No había arena suficiente en el desierto para llenar el silencio que siguió a aquella reflexión, mientras él permanecía parapetado tras varias montañas de papel, estrujando las cuartillas que contenían el resumen de mi carrera entre sus dedazos, que se asemejaban a diez palillos de tambor: un augurio de que su salud vascular acabaría llevándoselo a la tumba más pronto que tarde.
–Además, tengo entendido que trabaja fuera de las horas de oficina. Según se comenta, suele usted llevarse pesados legajos a su casa a hurtadillas, para sumergirse en los recovecos de cada caso que atañe a su jurisdicción... Y que muchas veces presta su auxilio desinteresadamente a sus compañeros, para contribuir a agilizar el seguimiento de alguna que otra causa.
Me miró durante algo más de un minuto, serio primero y sonriente después, con el apetito insaciable de una hiena que busca la carroña debajo de las piedras.
–¿No cree usted que su “servicialidad” hiperbólica puede ocasionar inconvenientes a sus compañeros?
“Suficiente”, pensé. Entre las declaraciones veladas de mi superior se abría camino, tímidamente, el nombre de la persona que me había recomendado para aquel trabajo. Era cierto que había adoptado la costumbre de llevarme algunos expedientes de vez en cuando para estudiarlos en casa, detenidamente, en parte porque mis compañeros me habían sugerido que era un buen método para aprender el protocolo de acción en cada investigación y en cada juicio. Como también era cierto que, a veces, porque los míos eran ojos que aún no estaban viciados por la inercia burocrática, había sido capaz de apuntar algunos indicios que, en ciertas ocasiones, habían ayudado a mis colegas a salir adelante en una causa enquistada desde hacía tiempo. Hasta la fecha, nadie se había molestado por ello, entre otros motivos porque mi nombre nunca figuraba cuando una causa se resolvía, como ocurre con el nombre de todo buen aprendiz que se precie. Pero un personaje sí que me había increpado hacía ya algunas semanas.
El interfecto no era otro que un funcionario carca, con el rostro plegado de arrugas que intentaba disimular con varias toneladas de polvo blanquecino en cada mejilla. Hacía algo menos de un año que lo habían trasladado desde Valladolid. Puesto que venía de Castilla y tenía muchos más años de servicio a sus espaldas, aunque con escasa eficacia, desdeñaba a todos cuantos le rodeaban. En cierta ocasión, cuando me marchaba a casa, le sorprendí a la luz de su lamparita de aceite, dejándose las cejas en preparar una acusación que se le resistía por doquier, puesto que el acusado había cubierto su crimen con un manto tan denso de coartadas bien hiladas que era casi imposible encontrar algún resquicio por el que hacer caer todo el peso de la ley sobre él. Desinteresado y jovial, me aproximé a él para despedirme hasta el día siguiente y, distraído, ojeé las cuartillas que tenía sobre su mesa. Entonces intuí algún detalle que a él se le había pasado por alto, tan insignificante que ni siquiera ante el presidente de la Audiencia conseguía recordarlo. Aquel vejestorio, lejos de agradecer mi ayuda, emitió un gruñido, cubrió todos los documentos con sus manos, ocultándolos a mi vista, y me espetó:
–Cuidado y no se pase de listo conmigo, pollo, o la jugada puede salirle cara.
Turbado ante aquella reacción desproporcionada, sin duda motivada por el orgullo herido de aquel personaje, balbucí una breve disculpa y emprendí el camino de regreso a casa. En el momento, creí que aquello no tenía por qué pasar de una amenaza sin mayores repercusiones, pero estaba claro que aquel individuo, que se creía mejor que todos nosotros juntos, no iba a dejar pasar la ocasión y que, a la más mínima posibilidad, me haría comprender la diferencia entre la eficacia del funcionario joven y los colmillos retorcidos del chupatintas viejo y curtido en los sinsabores de aquella España.
Mientras maquinaba la manera de propinar a aquel ser un sonoro puñetazo, que le desempolvase de un plumazo sus carrillos apergaminados, trataba de situarme en el escenario de aquel despacho y de asumir las palabras del presidente de la Audiencia, cuyo tren de razonamiento debía averiguar con urgencia para amortiguar los golpes antes de que llegasen. ¿Dónde pretendía llegar este buen hombre?
–Yo siempre he actuado con la mejor intención, señor presidente. Si en algo he ofendido a alguien...
Como si aguardase aquella respuesta, mi interlocutor respondió al momento:
–Usted debería saber que el mundo no solo se construye con buenas intenciones, sino también con sentido común.
Entonces pareció apartar un pensamiento de su cabeza con un suave gesto de su mano, y cambió de tema de conversación, conduciendo aquel diálogo nuevamente por un camino del todo inesperado:
–¿Qué le sugiere el nombre de Antequera, licenciado?
Segundo golpe que me asestaba en apenas cinco minutos. No obstante, ahora me tocaba contraatacar a mí. El hombre esperaba un discurso sobre la materia, y a mí me encantaba ilustrar a ignorantes que se las daban de ilustrados.
–Bueno, parte de mi familia materna vive allí actualmente, de modo que estoy algo familiarizado con la ciudad –comencé–. Antequera es una villa importante del corazón geográfico de Andalucía. Creo recordar que el primer asentamiento es romano, “Antikaria”, que quiere decir algo así como “ciudad antigua”. Después de una ocupación visigoda breve, que apenas está documentada, cayó en manos de los moros poco después de la batalla de Guadalete, allá por 711, y se convirtió en “Madinat Antaqira”. A principios del siglo XV, en la época de los Trastámara, los castellanos la conquistaron con un ejército dirigido por el infante don Fernando, tío de Juan II, el todavía rey niño. Desde entonces, ha permanecido en manos cristianas, dentro de los límites geográficos del Reino de Granada y, en los últimos años, en la circunscripción de la provincia de Málaga.
El asombro se pintaba en sus ojos, abiertos como platos. Su mano, rendida sobre la mesa, había dejado caer los legajos donde se contenía mi vida entera. Ahora el sorprendido era él, porque yo había superado sin duda las expectativas que había depositado en mí, y porque seguramente habría esperado que me quedase en blanco, para dejarme en ridículo. No obstante, no podía permitir que su asombro se revelase durante demasiado tiempo, y mucho menos que yo lo percibiese. Por eso dio un giro inesperado a la conversación:
–Más que notable, licenciado –le costó admitir–. Y, ¿qué me dice del estado actual de la villa?
Ahora intentaba comprobar si mis horas de lectura a todo libro de materia histórica habían redundado en el incumplimiento de mi trabajo en la Audiencia.
–Sé que el orden público se ha visto perturbado en los últimos años, desde que murió el rey don Fernando, por varios motines y actos violentos de signo progresista– dije, tratando de hacer memoria de los informes que habíamos recibido, y de lo que había podido leer en la prensa–. Además, mis amigos y familiares que residen allí me describen con amargura su inquietud por la tensión permanente.
Me habría bastado aludir a mis amigos, sin mencionar a mis familiares, porque las dos hermanas de mi madre que residían en Antequera estaban desaparecidas en combate desde que ella