Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
profesional. Así evitaba ponerme a favor o en contra de los “revoltosos”, al mismo tiempo que demostraba estar al día del estado de las cosas en nuestra circunscripción.
–Excelente, licenciado –dijo el presidente, impasible–. Veo que siempre tiene la respuesta adecuada para cada situación...
Miré hacia abajo momentáneamente, no abrumado, ni mucho menos, sino deseoso de ocultar una sonrisa socarrona. El presidente sabía a quién quería encomendar el trabajo que tenía preparado, envuelto en lazo de regalo de color rojo, rojo sangre, y acababa de constatar que sus informes sobre mí eran ciertos.
–¿Y qué le dicen los apellidos Robledo Checa?
¡Acabáramos! ¿De modo que era eso? El tan traído y llevado “caso del señorito putero”, como se le conocía por los corrillos de la Audiencia...
Hacía tres años, dos días después de la fiesta de Navidad, en la madrugada del 27 de diciembre de 1840, Antonio Robledo Checa y algunos amigos habían ido de parranda a un prostíbulo en el barrio de San Pedro, en Antequera; una zona no demasiado reputada, para más señas. Cuando acabaron la juerga, hasta arriba de alcohol y con sus apetitos sexuales saciados, se entretuvieron en el atrio de la cercana iglesia de San Pedro: algunos para recuperar el equilibrio, otros para evacuar líquidos, mayores y mejores, y otros para vomitar sus excesos. Entonces, un desconocido, embozado en una capa y resguardado por la oscuridad del atrio de San Pedro a aquellas horas, se había materializado entre las sombras y había espetado a los presentes: “¿Quién de vosotros es el señorito Antonio?”. El susodicho, envalentonado por los vapores del vino y chulesco por naturaleza, se había plantado frente a él, clavando los pies en el suelo, y había respondido: “Yo soy. ¿Quién coño eres tú, a ver?”. Cuando quiso darse cuenta, tenía la respuesta en forma de un sable que le entró por el pulmón izquierdo, junto al corazón, atravesándolo de parte a parte. La embriaguez había impedido a los concurrentes reaccionar rápidamente para detener al agresor. Eso y un coche de caballos convenientemente apostado en la esquina de la calle, que recogió a este último en el momento oportuno cuando se daba a la fuga, asido al estribo. Mientras tanto, los adoquines, teñidos de púrpura, arropaban a Antonio Robledo, ya cadáver.
Vuelto ya de mi recuerdo de aquel caso, balbucí:
–Creo recordar que esos son los apellidos de la víctima de un asesinato que se despachó aquí hace unos años, señor.
–Tres años –respondió el presidente, casi sin dejarme acabar–. Para ser exactos, tres años, Pedro. Los hechos tuvieron lugar semanas después de la subida de Espartero al poder.
Era evidente por la expresión de su rostro que quería decir más, pero necesitaba un tiempo para pensar:
–Licenciado, ¿recuerda el fallo de aquella causa?
–Claro, señor: homicidio en primer grado. Asistí a algunas sesiones del juicio.
Otro silencio eterno...
–¿Y el nombre del imputado?
Había dado en el punto débil. En realidad, en su momento solo me había informado del proceso y había asistido al juicio para contemplar a la hermana del difunto, Teresa Robledo, una belleza de apenas veinte años, desposada con un nuevo rico, un tal Matías Romero, conocido de nadie y envidiado por todos.
–He de reconocer que no lo recuerdo, señor.
Aquí vino su sonrisa felina, que parecía decir “te pillé”, además de algún que otro mensaje que se me escapaba.
–Ni usted ni nadie, licenciado –dijo, con toda la parsimonia de que fue capaz para dotar de solemnidad al momento. Entonces, inició la perorata más seguida que yo jamás le oiría–. No existe imputado. El asesino huyó en un coche de caballos, y los compañeros del difunto, borrachos como una cuba, fueron incapaces hasta de aportar un testimonio válido de la tragedia. Nadie en el barrio oyó nada, y si lo oyó, todos lo niegan, porque no quieren inmiscuirse en los problemas de los señoritos. El sable desapareció, junto con su dueño, y ahí acabó la historia.
No estaba dispuesto a seguir aguardando a que la soga apretase mi cuello sin reclamar, por lo menos, la rápida resolución de aquel problema que el presidente intentaba plantearme desde hacía una hora, sin ser capaz aparentemente de ser directo conmigo.
–Con el debido respeto, señor presidente –se irguió en su asiento, ya que por primera vez yo tomaba la iniciativa en la conversación–. Usted no me ha llamado aquí para contarme todo esto, ¿me equivoco?
En el minuto que transcurrió entre mi pregunta y su respuesta, juraría que se debatió seriamente entre arrearme un sonoro guantazo, o firmar mi destitución por desacato a su autoridad. Se incorporó en su asiento, hasta que su nariz y la mía casi se tocaron. Su cara enrojeció y sus orejas parecían a punto de estallar. Una gota de sudor frío recorrió su mejilla, se balanceó en su papada y calló sobre mi fecha de nacimiento, en el primer documento de mi expediente. ¿Una señal, quizá? Tras recapacitar un momento, recobró la serenidad, sonrió forzosamente y me respondió:
–No, licenciado, claro que no.
Se levantó, se encaminó a la puerta, asomó su cabezota calva al pasillo, miró a ambos lados y cerró, echando el pestillo. Entonces, se apoyó en el borde de la mesa, miró su caja de puros con indiferencia, me la acercó, cogió uno él mismo, me dio fuego y regresó a su sillón, recostándose y adoptando un rictus serio.
–Mire, licenciado, usted ha permanecido en su puesto contra viento y marea. Eso dice mucho a su favor, habla de su habilidad camaleónica, pero a mí no me gusta ni un pelo. Prefiero a quien se decanta por un partido o por otro, no a quien se parapeta tras su escritorio y reverencia a unos y otros, vengan de donde vengan. Pero da la maldita casualidad de que es usted nuestro mejor funcionario, y de que en esta empresa también yo me la juego, y mucho.
Le sostuve la mirada, desafiante.
–Usted dirá.
Y dijo, vaya si dijo. Si hubiese sabido lo que venía detrás, jamás habría pronunciado esas dos palabras que cambiaron mi vida para siempre.
–Como usted mismo ha señalado, el fallo fue homicidio en primer grado, aunque nunca se identificó al autor del crimen. El padre del difunto, Vicente Robledo Castilla, había hecho testamento hacía poco y había dividido sus propiedades entre sus dos hijos varones: sus tierras fueron a parar a Antonio y su fábrica de paños, a Vicente, que es escribano del Ayuntamiento de aquella ciudad. Como el señorito Antonio era bastante abusivo con sus jornaleros, todos en la época creyeron que el asesino habría sido alguno de ellos. Para redondear la coartada del verdadero asesino, días después un trabajador de una de sus fincas, conocido como Pepín el de Dolores, desapareció sin dejar rastro, y en Nochevieja lo encontraron muerto en una loma cercana: con un tiro en la sien, que él mismo se habría propinado con la pistola que tenía en la mano. Los lugareños asumieron que el suicida había sido el asesino, que asediado por la Policía, se había quitado la vida. ¿Qué le parece?
Todo parecía encajar a la perfección.
–Más que plausible, señor –respondí.
–Por desgracia, en Madrid son bastante más “quisquillosos” que nosotros –me respondió él, con un tono fatídico que me descompuso el cuerpo–. Alguien en Gobernación está empeñado en que el asesinato obedeció a un móvil político, licenciado. Al parecer, los Robledo siempre han sido conservadores. De hecho, el patriarca de la saga perteneció al Ayuntamiento del gabinete de Martínez de la Rosa.****5 Después, cuando salió del cabildo, siguió operando desde la sombra: atacó a liberales inocentes, los denunció sin pruebas, los intimidó y los extorsionó. Por eso, muchos progresistas ansiaban alzarse con el poder en la ciudad: para vengarse de ellos. Y la muerte de Antonio, mano derecha de su padre, podría haber respondido a ese deseo.
Mal estábamos si la reapertura del caso, cristalino tal y como estaba, obedecía al capricho de Madrid. Y si encima andaba detrás el