Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
palabras reposasen en mi mente un rato–. Yo he visto esa nota después... ¿Sabes qué siglas la rubricaban?
–Déjame adivinar, inspector... V.R.
–Casi, amigo –respondió, sonriendo–. R.V.: Robledo el Viejo.
–A ver, Antonio, me he vuelto a perder... Pese a todo, el marqués acabó siendo presidente de aquel Ayuntamiento revolucionario, ¿no?
–Hombre, claro –dijo, entre elemental e indignado–. El marqués era asustadizo por naturaleza; por eso se negó a venir a Antequera durante una semana. Pero también tenía sus influencias, ¿qué te crees? Así pues, respondió a la nota de R.V. mandando a sus sicarios para que vigilasen al viejo de cerca. Si no vino a Antequera hasta unos días después, fue porque prefirió asegurarse de que Robledo y sus secuaces estaban fuera de juego, antes de poner en peligro su propia persona.
“Valiente revolución liberal”, pensé. “Cambiar todo para que nada cambie. Valiente país”.
–Pasados aquellos tumultos, Robledo el Viejo acabó dándose cuenta de que las cosas no se solucionan así, a tiros, ni con amenazas, como en la campiña siciliana, ¿sabes? Por eso decidió ser más sutil y controlar el cabildo desde dentro. Para ello, colocó a su hijo mayor, que se llama como él, de secretario del Ayuntamiento. Así sabría qué se cocía en la casa capitular en cada momento, pudiendo mover sus hilos oportunamente para evitar que sus intereses, políticos o económicos, se viesen perjudicados. Cuatro años le duró el dulce, hasta la regencia del duque de la Victoria, en el cuarenta.
Acompañó el epíteto de Espartero con un conato de suspiro que daba más pena que ternura.
–Y con Espartero en el poder, los hilos de Robledo el Viejo se rompieron por completo, porque los tentáculos del de Luchana eran más largos y más fuertes.****10 En los primeros meses, don Vicente intentó desaparecer de la vida pública totalmente, para salvar su patrimonio, que era el de sus hijos. Por eso dividió sus negocios entre ellos: para que fuesen los nombres de estos últimos los que figurasen en las cuentas y en los documentos. Pero lo que importaba a Espartero, que conocía de sobra los manejos del personaje y lo contaba entre sus enemigos mortales, no era el de “Vicente”, sino el apellido “Robledo”, que quería extirpar de la sociedad antequerana, tan próxima a una Málaga que el Regente deseaba abrir al comercio con Inglaterra.
Cuando hablaba de las acciones de Espartero, el brillo de sus ojos era más que elocuente.
–Por eso, en apenas un mes, los negocios empezaron a hundirse: los comerciantes dejaron de comprar los paños de Robledo, los jornaleros empezaron a marcharse de sus tierras... Su hijo Vicente siempre ha sido más comedido, por eso es también más gordo. En tales circunstancias, prefirió esperar al ascenso de los moderados, porque sabía que el régimen de Espartero tenía pies de barro, y que el tiempo le brindaría en bandeja la carta de su venganza. Pero su otro hijo, Antonio, el señorito Antoñito Robledo, era mucho más impulsivo que su hermano.
Esta era la parte que atañía a nuestro caso... y habían pasado casi dos horas con los preliminares.
–Antonio decidió tomarse la justicia por su mano, reírse de Espartero en sus bigotes, y eso era demasiado. Sin hacer caso del boicot de los progresistas a sus negocios, e ignorando la vigilancia del Ayuntamiento por el testaferro del de Vergara, el conde de la Camorra, Antonio Robledo, redujo el jornal en su finca, sometió a los jornaleros incluso a maltrato físico, amenazó a los intermediarios que debían distribuir su grano por la comarca para que obligasen a todos los vecinos a comprarlo... Se creía que nadie podría hacerle frente. Y un día, cegado por la rabia de ver cómo se hundía su familia, no pudo más y fue a perder los papeles en plena calle Estepa, en el Casino, ante varias decenas de testigos.
Hizo una breve pausa para apurar el sorbo final del chocolate, más frío que un témpano a aquellas alturas.
–Estaba conversando en el local con algunos amigos cuando entró el conde de la Camorra. Era mediado el mes de noviembre, todos habían asistido a misa de doce en San Sebastián, y el azar había reunido a partidarios de uno y otro bando en el café del Casino. Fatal ocasión. El conde de la Camorra estaba deseoso de vengarse de los Robledo por la extorsión que habían ejercido sobre él en el 35, y ahora había llegado su momento. Al principio, todo fueron bravuconadas y amenazas verbales, pero de pronto el conde, que nunca se ha caracterizado por su talante diplomático, cometió el error de preguntar a Antonio por su padre: “¿Dónde se esconde el viejo? Mira que como lo sigáis guardando tanto, va a haber que venderlo a algún anticuario”. Cuatro hombres no fueron suficientes para sujetar a Antonio, que saltó por encima de una mesita, agarró al conde por las solapas del chaqué y lo abofeteó sonoramente. El pobre don Luis trastabilló y cayó al suelo. Cuando se levantó, su nariz sangraba como la de la Fuente del Toro****11. Pese a todo, consiguió rehacerse, se llevó un pañuelo a su apéndice nasal, y salió, seguido por sus íntimos, mientras Antonio se quedaba en el Casino a fanfarronear.
Durante el relato de estos últimos acontecimientos habíamos recogido nuestro gabán y habíamos salido a la calle, encaminándonos lentamente hacia el atrio del templo de San Pedro, con paso decidido. Yo habría preferido saborear los detalles más jugosos de aquel caso al calor de otro chocolate, pero la hora se nos había echado encima y no era conveniente olvidar el menester que nos había conducido hasta allí.
–Algo más de un mes pasó desde aquel incidente, Pedro –prosiguió el comisario–. Nadie en absoluto se atrevió a hablar al de la Camorra de aquello, pero los silencios y los cuchicheos a su paso durante semanas eran más elocuentes que el más afilado de los dedos acusadores. Antonio se creció, creía haber amedrentado a su rival... hasta aquella fatídica noche de diciembre. Estaba exultante: quería celebrar la Navidad con sus amigos por todo lo alto, una vez que todos ellos habían cumplido ya sus compromisos familiares de días pasados. Su propósito era emborracharse y alegrarse luego con las muchachas de San Pedro... pero alguien se alegró más que él, a su costa... y a costa de todos, joder.
Se paró en seco. A lo lejos se veía la multitud congregada en la plaza de San Pedro. No cabía ni un alfiler, aunque aún faltaba media hora para que diese comienzo el acto oficial. Estábamos en una esquina de la calle de Santa Clara, parados, embozando nuestro cuello en el gabán para combatir el frío cortante. El inspector me sujetaba por los hombros, para que le mirase fijamente mientras me abría parte de su conciencia:
–Mira, Pedro –dijo, en un súbito arrebato de sinceridad–. No puedo engañarte: mis lealtades están con los progresistas. Pero sobre todo soy inspector de Policía: sirvo a la ley y el orden. Eso quiere decir que bajo ningún pretexto puedo permitir que se solucionen las cosas así, a las bravas, cada cual tomándose la justicia por su mano. Y mucho menos a través de terceros, como los cobardes: si yo tengo un problema contigo, voy y te suelto una bofetada yo, pero no pago a otro para que lo haga, hostia. Riego no vistió el sambenito para esto.****12 Por eso, si tengo que meter en la cárcel a alguno de los míos, no me temblará el pulso, lo juro por Dios.
Dejé que mi silencio y mi mirada franca le sirviesen de apoyo.
–Maldito Narváez... Si quiere culpables, ¡que los busque él! Como si fuese tan sencillo. Y lo que me fastidia de esta historia es que los cabos más pequeños del ovillo están bien atados: por una parte, el conde de la Camorra nunca ha afirmado ni desmentido nada sobre el asesinato. Ni siquiera estuvo en el entierro de Antonio, aunque lo condenó en público en una de las reuniones del Ayuntamiento, como le correspondía en sus funciones de alcalde. No obstante, me consta que ante sus íntimos ha confesado alegrarse de la tragedia.
Dejó de hablar un poco mientras comprobaba que el discurso oficial no había comenzado todavía en la placita.
–Por ahí todo parece claro –prosiguió–. No será el primer asesinato político ni el último. Nadie le meterá mano por ello: el pueblo, porque tiene un motivo más para cotillear;