Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

Un trienio en la sombra - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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cierto rubor pueril, que ponían la guinda al más tierno de los dulces. Sus labios, de sangre esponjosa, brillaban como si ella misma, coqueta hasta la saciedad, los humedeciese cada tanto con la puntita de su lengua, para mantenerlos frescos al natural, sin necesidad de afeites. El mentón, más redondo que afilado, quedaba rematado por un hoyuelo donde el mejor jardinero habría ansiado plantar una rosa blanca para entregarla a la misma dueña de que aquella sonrisa, como muestra del amor puro que cualquier mortal debía profesarle. Su nariz era pequeñita, de punta algo roma, y le daba un aire de curiosidad que incitaba a ser saciada a la luz de una chimenea, acariciando suavemente la palma de sus manos, mientras se susurraba una historia de princesas y héroes junto a sus orejillas de duende. Su pelo, castaño claro, era fuerte, frondoso como la Selva Negra, y caía en tirabuzones a ambos lados de su cara, componiendo el marco perfecto para la más hermosa obra de arte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: dos piedras preciosas de suave miel, capaces de mirar a la vez con la astucia de un gato que ha descubierto una sardina, y con la ternura febril del enamorado.

      Ya fuese ilusión de quien admira a la dama de sus fantasías, ya confusión por el perpetuo gesto candoroso colgado de la cara de aquella hija de Eva, ya realidad (la esperanza es lo último que se pierde)... El caso es que cuando Teresa oteaba el panorama de la plaza deshabitada, reparó en mi presencia. Entonces encogió levemente sus ojos, tratando de rememorar el último lugar en el que había divisado mi cara, que debía resultarle familiar, y cuando su cerebro ejecutó la asociación de imágenes pertinente, ella hizo algo que me llevó a sentir tal plenitud, que gustosamente habría firmado mi certificado de defunción en aquel momento, consciente de que nada mayor me cabía aguardar ya en la vida: con una sonrisa perfecta, limpia, me mostró sus dientes de marfil, regularmente alineados, de blancura superior a la de la más límpida luna.

      Yo no podía, no quería, marcharme de aquel lugar sin besar su mano enguantada en un suave punto de cruz de motivos vegetales, por lo que respondí a su sonrisa con otra mucho menos estética, pero bastante más elocuente, y me dispuse a ir a su encuentro. Entonces una voz poderosa, que sonaba al otro extremo del mundo, o al menos al otro extremo de la plaza donde yo me encontraba, reclamó mi atención:

      –¡Pedro, Pedro! Por favor, hay alguien a quien debes conocer.

      Seguramente, al mismo tiempo que mi ser había quedado hipnotizado por primera vez por aquellos ojos felinos, el inspector Castillo había reparado en alguien importante para el cometido de nuestra investigación. Por tanto, había dejado mi compañía momentáneamente, sin que yo lo lamentase lo más mínimo, porque me había pasado totalmente desapercibida en aquella caverna platónica en la que acababa de adentrarme. Los escasos minutos que ocupé en la contemplación deleitada de la belleza de Teresa Robledo habían bastado a Castillo para intercambiar algunas palabras con el individuo en cuestión, reubicarme entre una multitud que comenzaba a desinflarse, y rescatarme de la más dulce ensoñación jamás experimentada por un mortal.

      He de reconocer que me fastidió su interpelación, pero poco después de recobrar la conciencia me di cuenta de que no iba por buen camino: yo estaba en Antequera para trabajar, y mientras antes me pusiese a ello y mejores resultados cosechase, antes podría regresar a Granada y exponer mis méritos o mis desméritos ante mis superiores. Entonces, ¿quién sabe? A lo mejor mi ex compañera de romance granadino, que merecía un luto más sentido que el que yo le estaba brindando enamorándome de la Robledo, aún aguardaba mi llegada, y volvía a recibirme con la ternura de sus caricias.

      Convenciéndome a mí mismo de que debía retirarme del campo del honor pronto, asentí a la llamada de Antonio Castillo y me dispuse a reunirme con él y con el señor que le acompañaba. Antes, con la terquedad del niño que reclama un caramelo, volví a dirigir mi mirada al lugar donde había dejado la figura de Teresa, para darle a entender, con un solo vistazo, que el trabajo me impedía rendirle pleitesía. Pero ella ya se había girado y asía el brazo de su madre, mientras, colgada de su brazo libre, se había materializado una figura masculina, indigna de más descripción que la que puede derivarse de una sola palabra: mezquindad. Un caballero de unos treinta y cinco o cuarenta años, patillas bigoteras, sombrero de copa, pelo ralo y canoso, allí donde aún quedaba algún atisbo del mismo, y una mirada desafiante que se había cruzado con la mía para reclamar su propiedad. Sin duda alguna, el interfecto era Matías Romero, el marido de Teresa: se confirmaba así que no hay tonto sin suerte.

      Devorado por la contrariedad, llegué a la misma cuestecita de la calle de San Pedro que habíamos subido hacía una hora el inspector Castillo y yo, con objeto de asistir a aquel acto público. Allí, mi nuevo amigo me presentó a un sujeto de lo más curioso: espigado como él, de mejillas ligeramente carnosas, ojos achinados, pelo más rubio que castaño cortado a cepillo, y una simpática expresión de diversión en sus facciones. Álvaro Pedraza, que así se llamaba nuestro contertulio, era uno de los comerciantes más conocidos de la comarca. Desde hacía tres años era tratante de grano, oficio gracias al cual se había labrado una modesta fortuna que le permitía disfrutar de una pequeña servidumbre, una casa desahogada en la calle Calzada, carné de socio en el Casino, y el respeto de propios y extraños, impuesto por el papel moneda. Sin embargo, antes de cultivar el arte de Hermes, Pedraza había sido el administrador de la finca que Antonio Robledo había recibido de su padre en la Vega de Antequera, frente a la Peña de los Enamorados. Antes que a Antonio, había servido a Robledo el Viejo desde sus tiernos quince años, cuando su madre había muerto de fiebres tifoideas, dejando a un niño huérfano de padre que había despertado la ternura del patriarca de la familia Robledo. Todo aquello nos lo contó al fuego de la chimenea de su salón, mientras una lozana criada nos servía una copa de licor e intercambiaba con su señor miradas que me parecieron más íntimas de lo habitual.

      –¿Cuánto tiempo transcurrió desde que dejó el servicio de Antonio Robledo y empezó su negocio de tratante? –el inspector Castillo conocía los pormenores de la historia, pero viciado por la familiaridad del lugareño, se había despreocupado de indagar determinadas cuestiones que a alguien venido de fuera, como yo, le parecían vitales. Así pues, emprendí mi interrogatorio con el tono más amistoso de que fui capaz, siempre con la venia de Castillo, que al mismo tiempo garantizaba a mi interlocutor que todo estaba en orden y que podía sincerarse sin problema.

      –Aproximadamente medio año, licenciado Carmona –respondía con tranquilidad, prueba de que o no tenía nada que ocultar, o me encontraba ante un consumado especialista, con cuyo rostro volvería a cruzarme en el transcurso de aquella investigación.

      –¿Por qué decidió dejar de trabajar para don Antonio? Tengo entendido –añadí, sin darle tiempo a respirar– que eran muy amigos, señor Pedraza.

      El rictus de diversión no abandonaba su cara ni para ir al baño, lo cual me desconcertaba considerablemente.

      –Me independicé de la familia porque había amasado un capital considerable gracias a la herencia de don Vicente, y manifesté mi deseo de establecerme por mi cuenta, que el patriarca siempre aprobó. Y es cierto, licenciado, éramos muy amigos. Antonio y yo éramos más o menos de la misma edad, y su padre nos crió casi como hermanos, para envidia de su hermano mayor Vicente. Sus padres siempre asumieron que este último podía valerse por sí mismo y que, por ello, apenas necesitaba de las atenciones que prestaban a Antonio y a Teresa.

      Una hipótesis comenzó a formarse en mi cabeza, pero el propio Pedraza disipó el humo antes de que yo pudiese sugerirle nada:

      –Intuyo por dónde caminan sus pensamientos, señor Carmona; y no, Vicente Robledo hijo está fuera de toda sospecha. Vale que tuviese envidia del cariño que sus padres volcaron en Antonio, vale que me envidiase a mí mismo, vale que siempre añorase un beso en la mejilla de doña Remedios, su madre... pero nunca ha pasado de ser un infeliz –sus ojos brillaban, mientras dibujaba las intimidades de la casa Robledo, de su casa, de su familia–, un infeliz que quería a su hermano con locura, como un padre más, y que cuidaba a su hermana Teresa como si fuese una vajilla de cristal de Bohemia. Asumió su rol de segundón, pese a ser el primogénito, y se convirtió en el instrumento de su padre, sin rechistar.

      –Lo que dice es cierto, Pedro –medió el inspector Castillo–. Yo mismo tengo algún trato personal con Vicente, y es incapaz de hacer daño a


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