Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
a conocer), y un chatarrero que debe tratarla por la punta del pie... O eso parece, porque más de una vez hemos recibido quejas de los vecinos por los escándalos de la casa. Al parecer, se oyen llantos persistentes, gritos... Yo sospecho que él no le perdona que en este tiempo Dolores haya sido incapaz de darle un hijo.
Aquello era un folletín por entregas en toda regla, tirase uno del hilo del que tirase.
–Si te parece, creo que sería pertinente hacerle una visita –sugerí.
–¿Hoy? –preguntó el inspector, calculando mentalmente el tiempo del que disponíamos, teniendo presente la agenda que él ya había planeado para el día, y que me iría revelando poco a poco.
–Claro –atajé–. Después de comer sería un buen momento...
–Por mí está bien –respondió–. Así, cuando hayamos hablado con ella, te llevaré al Casino para el café de la tarde y te mostraré el ambiente de la alta sociedad. Si te parece una buena idea, antes de retirarnos a descansar, podemos intercambiar impresiones en mi oficina. ¿Qué me dices?
Respondí animado:
–Te digo que el estómago me pide a gritos un buen plato de potaje, así que vamos –y partimos al mesón El Quijote, embozados en las capas y pensando en las sorpresas que nos aguardarían al atardecer.
****13 Con este sobrenombre se conocía a los generales que acompañaron a Espartero durante los años de su regencia (1840-1843), porque muchos habían combatido contra los independentistas de Hispanoamérica en la batalla de Ayacucho, en 1824, que ratificó la pérdida de las colonias de ultramar, salvo Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
4. La Dolores, o la resignación
La miseria campaba a sus anchas por aquel cuartito que hacía las veces de casa de Dolores y su exigua prole. Una silla de mimbre era el único mobiliario lujoso, junto al jergón desvencijado que se perfilaba al fondo, aún deshecho, donde Dolores y su pareja, Cristóbal, conciliaban las pocas horas de sueño que les permitía su trabajo. En una esquina del jergón, al calor de su madre, su hija de dos años y medio jugueteaba con dos taquitos de madera.
Dolores era una belleza andaluza a la que los años no habían hecho justicia. Su pelo y sus ojos eran de un negro azabache penetrante, llenos de vida, pero las arrugas en las comisuras de su boca, las ojeras y las patas de gallo hablaban de una anciana prematura de treinta años. Después de dejar el servicio de los Robledo, obligada por las circunstancias, había pasado un año infernal: dio a luz en el hospital de San Juan de Dios, donde la habían llevado unas monjitas que la habían encontrado en la plaza de la Estrella, en una esquina, desmayada después de haber roto aguas, deshidratada y a punto de morir de inanición. Solo estaba embarazada de ocho meses, pero se ve que la criatura que llevaba dentro no había soportado más las penurias de la dieta y la vida de su madre, y había decidido salir ya a la luz para, por lo menos, morir por voluntad propia. Allí, en el hospital, una señora que profesaba la caridad cristiana con fruición enfermiza, la marquesa de Villadarias, se había apiadado de ella, la había llevado a su casa para ayudarla a reponerse y sacar a la cría adelante, y después le había ofrecido trabajo como asistenta doméstica. Un año poniendo la ropa en remojo y fregando escaleras y suelo habían sido más que suficientes para deformar las manos de Dolores, cuyas uñas se agrietaban cada invierno para ganar el pan de su hija.
–No crea todo lo que oiga, señor don Antonio –decía aquella mujer al inspector–. Por mucho que digan que Cristóbal me maltrata, es mentira. La gente es envidiosa y no sabe qué inventar. No tienen piedad... como si una no hubiese sufrido ya bastante.
Aquella conversación había escapado de mis manos porque, cuando nos vio en la puerta de su casilla, en la hora de la siesta, Dolores había pensado que íbamos a detenerla para interrogarla, otra vez, por las denuncias de sus vecinos. Hacía casi una hora que habíamos llegado, y tanto Castillo como ella seguían intercambiando pareceres cada vez con más énfasis, mientras yo aguardaba paciente a que se me diese la oportunidad de mediar en el diálogo.
–Entonces, Lola –repuso el inspector–, ¿me puedes explicar a qué vienen tres denuncias en un mes? Se habla de gritos, de llantos de la niña escandalizando... A ver, explícamelo, anda.
–Cristóbal es un buen hombre, don Antonio, se lo aseguro –repuso ella–. Me recogió cuando yo no tenía a nadie. Un día había ido a recibir una carga de chatarra de mi señora la marquesa, que lo conocía desde hacía un tiempo. Entonces me vio, arrodillada sobre la escalinata principal de la casa, y se enamoró de mí. Ni siquiera le importó que yo fuese una madre viuda, y que mi difunto hubiese sido señalado por todos como el asesino del señorito Robledo... –se detuvo un momento, antes de añadir, una vez más–: Nunca me ha puesto una mano encima, se lo juro. ¡Nunca!
Y lo cierto era que la cara de aquella mujer estaba pálida, pero no presentaba la más mínima marca de violencia. Y ella defendía su postura con vehemencia.
–¿Entonces qué diantre es lo que pasa en esta casa, Lola? –preguntó el inspector con vehemencia.
Sorpresivamente, Dolores empezó a sollozar. Si hay algo capaz de vencerme, es la debilidad humana. La imagen de aquella mujer, maltratada por la vida, envejecida cuando apenas había comenzado la treintena, me despertó tal ternura que me apresuré a ir junto a ella. Suavemente, aparté las manos de su rostro, que se había cubierto para ocultar las lágrimas que se derramaban por sus mejillas. Entonces la miré a los ojos y le dije, con toda la franqueza de que fui capaz:
–Dolores, no tiene usted por qué temer nada –esperé un momento para que se convenciese de que le decía la verdad–. No hemos venido aquí para discutir este tema precisamente, pero entienda que el inspector se sienta mínimamente obsesionado por la jarana que se monta en esta casa noche sí, noche también.
Las lágrimas seguían cayendo con la rabia del reo liberado. Aquella mujer no debía ser demasiado propensa a sincerarse con los demás, pero cuando se derrotaba se convertía en un ser vulnerable, a quien había que sujetar para que no se derrumbase sin remedio.
–Cristóbal ya va para los cuarenta –dijo, mirando ahora fijamente al suelo, avergonzada por confesarnos algunos detalles de su vida íntima–. No es el buen mozo que paseaba por el barrio de San Miguel y tenía enamoradas a todas las niñas de la calle. Nunca quiso casarse hasta no sentirse enamorado de verdad, y el pobre ha ido a enamorarse de mí. Ahora quiere un hijo... y no puedo dárselo. Desde que nació Laura, quedé incapacitada para ello. El médico me lo advirtió: “Lola, has sufrido mucho y el parto ha sido complicado”. Pero Cristóbal no lo sabe, porque nunca me he atrevido a decírselo. ¡Y es que no sé cómo! –exclamó, desesperada–. El que llora todas las noches es él, porque cree que aún sigo enamorada de Pepe, y que por eso no me puedo quedar en estado. Se enfada, grita fuera de sí, y yo pierdo la paciencia y también intento convencerle a gritos, a mi manera, de que si Dios no lo ha dispuesto... pues no puede ser, qué remedio. Pero yo le quiero, le amo de verdad, y él trata a Laurita como a su propia hija.
La paradoja era notable: ella temía decepcionar a la única persona que le había hecho sentir amada por primera vez en su vida, sin darse cuenta de que su silencio era mucho más doloroso que la verdad más cruda.
–Lola –terció Castillo–, tienes que decírselo. Si os queréis, Laurita será vuestra hija y seréis felices. Pero si callas... si te callas va a ser mucho peor.
–El pobre... –dijo nuevamente la mujer– se quita la comida de la boca para dársela a ella. La arropa, la acuna... ¡Es un santo, una bendición del cielo!
–Por eso precisamente, mujer –intentó hacerla entrar en razón Castillo–. ¿Te parece justo seguir engañándolo?
Aún pasó un rato más llorando, hasta que se desahogó totalmente. Mientras tanto, yo había salido a una cantina cercana y le había llevado una tila, para que se calmase. Tanteando el suelo con sus piececitos de cristal, la nena había llegado