Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

Un trienio en la sombra - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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bien: antes de suicidarse, Pepín el de Dolores, el supuesto autor del crimen, se confesó con el cura de la Trinidad y reconoció que le habían obligado a suicidarse para encubrir a otros... Ni siquiera se respeta el secreto de confesión en este país, diantre. Pero, ¿quién apuñaló entonces a Antonio Robledo? Y lo que es más importante, ¿quién dio la orden? Preciso pruebas, no suposiciones.

      Me atreví a decir:

      –Pues que las busque Narváez, ¿no?

      Su sonrisa me conmovió, porque era la sonrisa de un perro apaleado por años de batalla y sinsabores. Hasta juraría que el lustre de su cicatriz aparecía más apagado.

      –No, eso no puede ser. Si el Espadón asume mi jurisdicción, entrará en la ciudad como un elefante en una cacharrería, extorsionando, viendo sospechosos tras cada portal... en una palabra, purgando, para quitarse de la vista a enemigos políticos. Y créeme, los hombres de Narváez son mucho menos sutiles que yo, por muy expeditivo que uno pueda llegar a parecer. Esas costumbres que se las deje en su Loja natal, pero que no las traiga aquí, ni mucho menos.

      Aún no había acabado:

      –Además, prefiero ser yo el que lave los trapos sucios del progresismo en casa.

      Las últimas palabras me las había susurrado mientras nos sumamos a la multitud de la plaza. Ya habían hablado las autoridades, ya se había descubierto en obelisco, y se recitaba en voz alta la elegía que Juan María Capitán había compuesto para la ocasión, y que el autor no podía pronunciar porque le había sido imposible acudir al evento:

      Joven discreto, laborioso, humano,

      apoyo firme de paternos lares,

      huérfano los dejó, y entre pesares

      a sus deudos, y suelo antequerano.

      Cuando entre luz, y sombras aguardaba

      a los umbrales del cercano templo

      el sacrificio augusto, triste ejemplo

      aún sin ver los aceros ya expiraba.

      Víctima horrenda del puñal aleve,

      crudo fin le guardó fortuna impía,

      lozana era su edad, y a sangre fría

      matole inerme despiadada plebe.

      Eleva ¡oh pueblo! tu oración ferviente

      al gran Jehová, que las alturas dora,

      y su piedad sin límites implora,

      en favor de esta víctima inocente.

      Pero aún quedaba el colofón: la voz desgarrada de un pobre anciano, indefenso ahora, pero terrible unos años atrás. El lamento de don Vicente, Robledo el Viejo, traumatizado por la muerte de su ojito derecho, rompió el silencio, señalando a los miembros del Ayuntamiento que habían acudido al lugar:

      –Hace tres años que la memoria de mi Antonio aguarda venganza. Por eso este acto es insuficiente, y además... además... –se tambaleaba, emocionado– ¡¡¡llega tarde!!!

      3. Ojos felinos

      El balbuceo de aquel pobre viejo, emocionado por el póstumo homenaje a su hijo, había puesto fin a una ceremonia bastante concurrida. Los miembros del Ayuntamiento separaron sus caminos, contritos, recapacitando quizá sobre la imprecación que acababa de dirigirles Robledo el Viejo, con el fin de que vengasen de una vez por todas la memoria de su hijo Antonio. Los curiosos se dispersaban, agarrados del brazo la mayoría, cuchicheando sobre el desarrollo de los acontecimientos, mientras muchos de ellos se adentraban en la iglesia para asistir a misa. Y entonces, cuando la plaza comenzaba a despejarse de gente y solo quedaban los familiares y los allegados del difunto, pude verla. Es curioso: ella no se había movido de su puesto, siempre había ocupado el mismo lugar, a la siniestra de su madre, enlutada de pies a cabeza, enjugando el atisbo de una lágrima con la esquina de su pañuelo, de un blanco inmaculado.

      Aquella mujer era Teresa Robledo, la dueña de los ojos felinos por los que media Audiencia de Granada había suspirado, tres años atrás, cuando toda la familia Robledo se había desplazado en masa a la capital para testificar en el juicio por el asesinato de Antonio. Más de una vez desatendí los papeles que se amontonaban sobre mi mesa en la oficina para colarme en la sala donde se celebraba la vista, y colocarme lo más cerca posible de ella. No siempre tenía la dicha de encontrar una asiento frente a Teresa, con un campo visual amplio para recrearme en la belleza de su rostro. De hecho, fueron pocas las veces en que disfruté de esa suerte, pero grabé al rojo vivo cada facción suya en mi memoria, trayéndola de nuevo a mi imaginación en cada momento en que la soledad me abrumaba, preguntándome entonces por qué Dios era tan injusto y no me permitía acariciar la mano de aquel ser celestial.

      En aquella época, Teresa Robledo debía rondar los veintitrés años, aunque apenas aparentaba dieciséis. En su cara existía permanentemente una mueca semejante a una sonrisa, que irradiaba serenidad y parecía tranquilizar al observador, diciéndole “no pasa nada, todo está bien”. Era ella la que sufría por la muerte de su hermano, que había sido su compañero de juegos y su cómplice de fechorías durante una adolescencia que yo me imaginaba alegre y desenfadada. Pero aún ahora, cuando Antonio ya no estaba más con ellos, ella simulaba disfrutar de su compañía espiritual.

      Nunca la vi dirigir una mirada fría a nadie: ni al juez, ni a la defensa, ni a los fisgones que se agolpaban


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