Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

Un trienio en la sombra - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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a planear mis próximos movimientos cuidadosamente. De momento, solo tenía claro que mi primer paso consistiría en ir a la cárcel para conversar con los empleados e informarme de los trámites sobre la prisión y el juicio de Pepín el de Dolores, el pobre infeliz que había pagado con su cabeza las intrigas de los de arriba; siempre la misma paradoja.

      Aún sonreía entre sueños, como un cándido infante, cuando el aporreo en la puerta de mi pulgosa habitación me arrancó de los brazos de Morfeo, con la sutileza del astado que enviste la muleta. Sin duda, estaba visto que los primeros compases de mi nueva vida estaban aún muy lejos del alcance de mi batuta, sospecha esta que quedó confirmada cuando comprobé mi reloj a la luz del candil, y pude ver que apenas pasaban unos minutos de las cinco de la mañana. Primero pensé, aplicando la lógica: “Será el posadero, que se ha confundido de hora. Si es que en estos pueblos...”. Malhumorado, entre otras cosas para ganar ventaja frente al dueño de la posada, si él era efectivamente el culpable de mi despertar, grité “¿quién va?”. Mientras aguardaba respuesta, mi cerebro ya trabajaba arduamente, buscando por orden alfabético un insulto apropiado para espantar a aquel ser. No obstante, la contestación que recibí me dejó totalmente desarmado; a mí, que creía que, después de haber dado su merecido a Peláez en los baños de la Audiencia de Granada, carecía de enemigo digno de mi talla, como el burlador de Sevilla.

      –¿Licenciado Pedro Carmona?

      La voz que me había interpelado me era absolutamente desconocida, pero su dueño parecía bastante seguro de lo que hacía, o por lo menos aparentaba una dureza de carácter que superaba la mía. Vencido por esta percepción, solo acerté a responder:

      –Sí, soy yo. ¿Quién se sirve buscarme a estas horas? Apenas pasan diez minutos de las cinco, buen hombre.

      De pronto, una terrible sospecha inundó mi pensamiento: “ya está”, me dije, “Peláez le ha contado al presidente de la Audiencia mi venganza, y ahora alguien viene a detenerme y a llevarme de vuelta a Granada, para exigir mi responsabilidad por los hechos. De esta no te libras, muchacho: te llevan de vuelta a tu tierra, pero directo a los calabozos”. Asumiendo mi destino, que yo solito me había imaginado y me había creído, decidí vestir mis mejores ropas mientras rogaba a mi despertador personal que aguardase un momento. Decidido, abrí la puerta y salí al corredor, pero aparte del brillo de los pomos del resto de habitaciones en aquella penumbra tenebrosa, no había un alma. Usando el sentido común, intuí que quienquiera que me andase buscando habría decidido calentar su espera tomando un café en la cantina de la posada, mientras de paso tiraba de la lengua al posadero sobre los chismes del pueblo, o sobre los míos propios, por qué no.

      Cuando llegué ante la puerta del habitáculo que hacía las veces de cantina, escruté en su interior, aunque no me hizo falta ser un lince para identificar a quien me buscaba: aparte de él y el posadero, cuya frente monoceja se había grabado al rojo en mi memoria, no había nadie allí. Precisamente el posadero fue el primero en advertir mi presencia a su espalda: demasiado maleante suelto por el mundo, y más en su profesión, como para no estar siempre alerta de lo que se cocía a la retaguardia de uno. Inmediatamente se giró, me miró, y se encogió de hombros, queriendo decir “¿Qué quiere que le haga?”.

      La visión del individuo que había conversado con él hasta entonces me heló la sangre: delgado, de piel cerúlea, nariz aguileña y mirada penetrante, aquel tipo estaba vestido de negro de pies a cabeza. O alguien cercano había fallecido recientemente, o el sujeto en cuestión no parecía albergar aprecio alguno por los placeres de la vida con que el Señor le había obsequiado. La levita, el corbatín de terciopelo y el bombín conferían un aspecto aún más enjuto a su anatomía, triste como la figura de Don Quijote. Pero no quedaba la cosa ahí: antes de incorporarse hacia mí, apuró el resto del contenido de su taza de café, girando su cara levemente hasta permitirme ver, estoy convencido de que con toda la intención de mundo, una profunda cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, desde la sien hasta el mentón. Parecía conocer al posadero, con quien habría conversado animadamente hasta entonces, porque lo despidió con una risa familiar y un golpecito en el hombro, dándole a entender que no debía preocuparse por un posible ataque de ira por mi parte porque había perturbado mi sueño de forma nada fina.

      Cuando estuvo a mi altura, solos los dos en la cantina, entornó los ojos en una expresión indescifrable, y lentamente accionó cada músculo de su brazo derecho para tenderlo hacia mí y decir:

      –Don Pedro Carmona, supongo.

      Su voz sonaba poderosa. Algo me decía que debía llevarme bien con aquel ejemplar humano. Paralizado por la confusión de sentimientos en mi cabeza, miré su mano, tendida hacia mí. Él bajó la vista, la miró también, algo confundido, y la agitó levemente en mi dirección, significando que esperaba que la estrechase:

      –Mi nombre es Antonio Castillo; soy el inspector jefe de Policía de Antequera.

      Aliviado porque sabía que no había llegado desde Granada para detenerme por agresión a un funcionario público, así su mano con fuerza y la estreché, efusivo. Sin embargo, el alivio dio paso a la incertidumbre en mi mente: ¿quién diantre le había avisado de que yo estaba allí, y de que me alojaba precisamente en aquella fonda? El inspector pareció leerme el pensamiento y se anticipó a un montón de preguntas que yo ya formulaba en mi cabeza.

      –Disculpe que me atreva a interrumpir sus horas de descanso, caballero. Anoche recibí un telegrama urgente de la Audiencia de Granada, cuyo presidente fue compañero mío de universidad hace ya muchos años, en el que me informaba de que su llegada a la ciudad era inminente.

      Aguzó la mirada:

      –Por lo demás, licenciado Carmona –prosiguió– debo confesarle que, si se hubiese alojado usted en cualquier otra fonda... quizá le habría dejado descansar, ¿sabe? Pero en un pueblo todo se acaba sabiendo. Además, soy muy dado a solidarizar mis vigilias, querido amigo, y han sido muy pocas las horas de sueño de que he disfrutado desde que Antoñito Robledo sacó a pasear su virilidad por los burdeles del barrio de San Pedro, hace ya casi tres años.

      No me parecía justo seguir callado, impasible, ante la perorata del inspector, por lo que dije, lacónico:

      –Soy todo oídos.

      Media sonrisa, unos dientes teñidos por la cafeína y un colmillo canino, los tres a la vez, asomaron por la comisura de sus labios. Todo en él parecía decir “te tengo en mis manos”, pero en lugar de sublevarme contra aquel aura acaparadora, aturdido como aún estaba por las escasas horas de sueño, sucumbí a la robustez de su carácter.

      –No sabe cuánto me alegra conocer su buena disposición, Carmona. Tenga a bien acompañarme a mi despacho, en el edificio de la cárcel: solo hay que cruzar la calle. Allí conversaremos pausadamente, mientras nos tomamos un chocolate caliente que mandaré traer expresamente de la cafetería del Casino. ¿Le hace?

      “Pues no”, me dije, “no me hace, pero quien manda aquí eres tú, así que...”. Además, su pregunta era retórica porque la acompañó de un gesto de su brazo hacia la puerta, para indicarme la salida de la posada, mientras sonreía amablemente. Cuando salíamos, aún pude apuntar mis ojos hacia el posadero: reza por que hoy llegue tarde y cansado, compadre, porque yo no te voy a dispensar de responsabilidades con una palmadita en la espalda. Mis horas de sueño son sagradas.

      En la oficina, inundada de legajos desparramados por la mesa, las estanterías y el suelo, el inspector Castillo se relajó y pareció hasta resultar agradable. Sin duda, el desorden era el reino de aquel desterrado de las criaturas de Dios. Durante media hora conversamos sobre futilidades, sobre el clima del pueblo, la vida en Granada, mi formación, mis pasatiempos... Entonces, cuando el joven camarero del Casino dejó los chocolates sobre nuestra mesa y recibió su generosa (muy generosa) propina, aquel hombre se recostó en su sillón, fijó la vista en un horizonte invisible, al parecer situado más allá de las manchas de humedad de la pared, y sin tocar el chocolate empezó a contarme, sin más preámbulos:

      –Don Vicente Robledo, el padre del señorito Antonio, fue miembro del Ayuntamiento liberal de 1834, ya sabe, el del Estatuto Real de Rosita la Pastelera.

      Hacía


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