Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa
mis propios intereses, Antonio, quizá contagiado por mi ataque repentino de humanidad, había sentado a la pequeña sobre su regazo y le hacía carantoñas que despertaban las carcajadas de la criaturita.
Cuando Lola hubo apurado la tila, cargadita, y sus ojos, antes inyectados en sangre, habían recuperado su profundo brillo original, di comienzo a mi interrogatorio.
–Lola –dije–, es importante que conserve la calma a partir de ahora, y que piense muy bien antes de responder a cada una de las preguntas que voy a hacerle.
–¿Quién es usted, señor? –preguntó ella, dándose cuenta por primera vez de que yo no había ido a su casa para aclarar sus problemas conyugales. Una vez más, parecía tan asustada como indefensa.
–Mi nombre es Pedro Carmona –cogí sus manos y las apreté con fuerza, para imprimirle la confianza que necesitaba–. Soy empleado de la Audiencia de Granada, y me han destinado a Antequera para investigar la muerte de Antonio Robledo. Necesito su colaboración.
Contra lo que yo esperaba, el hastío, y no el miedo, inundó su rostro.
–¡Otra vez esa historia! –estaba cansada, derrotada, y carecía de fuerza para volver a enfrentarse a un caso que se había esforzado en enterrar, pero que volvía a salir a la superficie una y otra vez.
–Tranquila –repuse–. Solo quiero que me cuente qué pasó con su marido antes y después del asesinato. Quiero que sea sincera y que no me oculte nada, por favor.
Pareció tomar aliento con la escasa fortaleza que le restaba. Cerró los ojos y entonces empezó a rememorar. Fuera caía la tarde, pero aún quedaban unas horas hasta que el marido de Lola regresara a casa.
–Pepín no fue, señor.
En lugar de dirigir la conversación, bombardeándola a preguntas, preferí callar para darle tiempo a ordenar sus ideas. Mientras tanto, el inspector desenmascaraba un asombroso instinto paternal, haciendo las delicias de la niña Laura.
–Pepín y Cristóbal son... ¿Cómo le diría? La noche y el día. Él era casi veinte años mayor que yo y nunca me quiso. Quería a alguien que le cocinase y le cuidase, y quería hijos. Había crecido en la gañanía de los Robledo y se había educado, aceptando los abusos de los señoritos como si no hubiese otra alternativa posible. ¡Como un imbécil, vamos! Cuando el señorito Antonio se hizo cargo de la finca, no había día en que no llegase con una mala noticia: menos jornal, más horas de trabajo o, en el peor de los casos, una bofetada del capataz. Pero él solo descargaba su ira contra mí: él sí me maltrataba, para desahogar su impotencia.
Las cosas no me cuadraban, porque si había alguien capaz de matar al señorito, era alguien que encerraba tanta ira contenida como el difunto esposo de mi interlocutora.
–¿Qué le contaba su esposo del señorito Antonio? –inquirí, para intentar sonsacarle la información que me interesaba.
–¿A mí? Conmigo no hablaba nunca de esas cosas. Solo se dirigía a mí para preguntar qué había de comer, o dónde había dejado la picadura de tabaco. Sé que odiaba a don Antonio, pero también estoy segura de que él no lo mató. Iba en su naturaleza: hablar pestes de los señoritos, pero tragar, tragar y tragar, y desahogarse con alguien débil como yo.
Aun sin conocerlo, ya me caía mal aquel hombre que llevaba tres años criando malvas.
–En los días previos al asesinato estaba muy nervioso –prosiguió ella–. Recuerdo que cuatro o cinco días antes subió a Antequera, supuestamente a comprar unas cosas. Llegó muy tarde a la gañanía y de mal humor. Yo no me atrevía a decirle nada, porque sabía que eso aceleraría la paliza que me aguardaba. De modo que, atemorizada por mí y por la suerte del crío que llevaba dentro, me callé –aquí venía la parte interesante–. La noche del asesinato no abandonó la gañanía en ningún momento. Puedo dar fe de ello, porque dormí con él, o mejor dicho, dormí a su lado. El día después del crimen estaba tranquilo, pero dos días más tarde, cuando ya se había enterrado a don Antonio, lo llamaron a casa y pasó allí toda la mañana. Yo creía que le iban a pagar el jornal extra de Navidad, que llegaba con retraso aquel año, pero regresó con las manos vacías y los ojos a punto de estallar.
Aquella entrevista misteriosa entre Pepín y alguien en el cortijo parecía ser una de las claves de la historia, y sería uno de los hilos de los que tenía que tirar para llegar a la solución.
–Apenas dormía –seguía relatando Lola–, y cuando lo hacía, hablaba en sueños y despertaba bañado en sudor. No comía. Tenía la mirada ausente, y en más de un ocasión lo sorprendí mirándome...
Dejó de hablar un segundo, como para apartar un pensamiento de la cabeza, aunque dicho pensamiento acabó imponiéndose.
–Le parecerá una tontería, don Pedro –me dijo, llamándome por mi nombre por vez primera–, pero más de una vez creí que me miraba con ternura, como si en el fondo de su alma hubiese un poquito de cariño hacia mí, y como si antes de despedirse del mundo quisiera pedirme perdón, por sus abusos, con la mirada.
Ciertamente, resultaba una conducta más que sospechosa.
–El día 30 de diciembre volvió a marchar a Antequera, pero nunca me dijo a qué iba. La mujer de un compañero, que también había tenido que subir a la ciudad para visitar a un hermano moribundo, me dijo que lo vio salir de la parroquia de la Trinidad, justo a las afueras. A la mañana siguiente, se levantó muy temprano y, aunque yo todavía estaba adormilada, sentí que me besaba la nuca. Luego se fue... y ya nunca volví a verle con vida. Por la noche vinieron a darme la noticia y a echarme del cortijo.
Intenté exprimir un poco más el relato.
–¿Nunca supo ni sospechó con quién se vio en el cortijo?
–Nunca –respondió ella, con firmeza.
–¿De quién vino la orden de echarla de allí, en su estado?
–A mí me lo dijo el capataz. Me dijo: “Lola, tienes que irte, hazte cargo”. Si me pregunta quién le dio la orden a él, ni lo pude averiguar ni tuve tiempo de hacerlo, porque en menos de dos horas ya estaba en el camino a Antequera, con lo puesto y el vientre a punto de estallarme.
Medité mucho antes de hacer la siguiente pregunta, pero era necesaria.
–¿Qué puede decirme del señorito Pedraza?
Efectivamente, como había previsto, Castillo, que había pasado unos minutos deliciosos en un mundo de fantasía, con la niña en brazos, dejó de juguetear para mirarme con asombro. Tenía que entenderlo: Pedraza era su amigo, pero yo no podía casarme con nadie en aquella investigación.
–¿De don Álvaro?
Asentí.
–Don Álvaro era un alma noble, señor Carmona. Siempre leal a Robledo el Viejo, siempre protector de don Antonio y doña Teresa... ¡Pero si hasta se fue del cortijo para no presenciar las barbaridades de Antoñito!
–¿Cómo sabe usted que no era él quien mandaba reducir los jornales, aumentar los destajos, o maltratar a los jornaleros?
Había aspirado a cogerla desprevenida con la pregunta, pero mi plan se frustró con la respuesta que me brindó Dolores, más que satisfactoria:
–¡Qué va, qué va! Mire, en el treinta y nueve entró una partida nueva de jornaleros en el cortijo. Ellos no conocían la vida allí y empezaron a hablar, a decir que Pedraza era un abusador, que si tal, que si cual... A la gente le encanta hablar sin saber, se lo digo yo. Pero yo misma había vivido en aquel cortijo desde el treinta y cuatro, ¿sabe? Don Álvaro era la voz del viejo, que siempre se portó bien con nosotros. Solo cuando el señorito Antonio heredó la finca empezó a haber abusos. Una tiene que ser muy tonta para no darse cuenta de quién era el culpable verdadero... Más tarde el propio don Álvaro habló con el señorito y se fue.
–¿Cómo sabe usted que se marchó para no cometer más abusos? –contraataqué, para ver si incurría en alguna contradicción.
–¡Anda!