Jenisjoplin. Uxue Alberdi
de menos nuestras noches de series.
En los cuatro meses que llevaba en casa, nos habíamos tragado Mad Men, Breaking Bad y Carnivale una detrás de otra. Al anochecer, nos distraíamos juntos en el sofá, ya que aun siendo socialista nos había contagiado fácilmente su filia por las series yanquis a mi madre y a mí. A partir de entonces tendría que resignarse a la telenovela cubana.
—Acostumbrado a este jaleo, te vas a desesperar con el ritmo cubano.
—No creas, soy un tío bastante calmado.
Llenamos las copas de nuevo.
—Y tú, ¿qué tal con Igor?
Tuve que golpearme el pecho para ayudar a pasar el trozo de pan que se me había quedado trabado.
—¿Con Igor?
Era un colaborador que vivía en Donostia, un analista político que, por lo visto, me atraía de manera más evidente de la que yo creía.
—Una pena: es monógamo convencido —sorbí el vino—… por ahora.
Era cuestión de tiempo, pero ya se me estaba haciendo largo. Llevábamos semanas acordando reuniones absurdas en bares de Bilbo o Donostia con la excusa de decidir el tema y el hilo político de las próximas colaboraciones. Como el emparejado era él, yo asumía que le tocaba dar el primer paso, aunque lo de esperar no se me daba demasiado bien. Si no resolvía pronto la tensión sexual y demás guerras, perdía la dignidad poco a poco. Era más hábil sobreviviendo en el campo de batalla y aceptando cualquier daño colateral del fuego que gestionando la incertidumbre de la tregua. Igor, sin embargo, llevaba la dilación con estoicidad.
—La espera es un arte —Luka alzó la copa—, otro tipo de placer.
—Que pase lo que tenga que pasar; pero que pase ya —le dije, dejando en duda si hablaba sobre la detención o sobre el encuentro con Igor.
Ambas cosas me causaban una sensación parecida. A principios de verano, tras la comida con los colaboradores en Zarautz, después de que todos se marcharan a casa, acabamos bañándonos en el mar de noche y medio desnudos. Sin toalla, nos tumbamos a secarnos en la cálida arena. No llegamos a tocarnos, no hablamos. Contuvimos el deseo que palpitaba en los labios y las yemas de los dedos, nos miramos durante dos horas, fumamos cigarros, probando hasta dónde podía tensarse aquella cuerda.
Hice café tras la cena; estábamos medio aturdidos con el vino.
—Tengo que ducharme —le dije a Luka.
Me lavé el pelo y me vestí con ropa de calle. Pasé un buen rato eligiendo el atuendo. Ya era medianoche. Vi a Luka tumbándose en el sofá cama, en vaqueros y con un jersey de deporte. Le temblaban las rodillas.
—¿Quieres dormir conmigo?
Le tomé la mano y lo llevé a la cama de mi madre. Dejamos los zapatos preparados junto a la puerta. No era nada cómodo acostarse con ropa de calle, el roce de las sábanas contra los vaqueros era desagradable, pero nos tumbamos y tiramos de la colcha. Me dio la mano.
—No pasará nada.
Se lo decía a sí mismo. Lo abracé y le acaricié la espalda por encima del jersey. El miedo en los hombres me resultaba excitante.
Nos desvestimos despacio y acabamos desnudos bajo las sábanas, con los pantalones y las camisetas, los calcetines y las bragas escogidos para el momento del arresto desparramados por el suelo. No sé en qué momento nos venció el sueño, pero cuando nos despertamos ya era de día.
Lo despabilé.
—¡No han venido!
Tenía ganas de rendir cuentas con alguien. Nos habían tomado el pelo. Recuperé mis ropas del suelo y me vestí deprisa. Luka me siguió a medio vestir.
—¿Hago café?
No le contesté, un montón de mensajes estaban entrando a mi teléfono.
—Se han llevado a Karra.
Abrí la ventana, ni rastro de los txakurras debajo de casa. La operación había sido cuatro horas antes, mientras Luka y yo dormíamos enmarañados.
La calle latía con su pulso habitual. Una señora entró al portal de enfrente con el periódico y la barra de pan bajo el brazo.
Era una mañana absurda, como el día posterior a una muerte o a un enamoramiento. Una tan conmovida y el universo tan ordinario, impasible al temblor, en absoluta discordancia con la realidad propia, colisionando torpemente, como si un hecho quisiera negar el otro.
—Los hemos tenido cerca —dijo Luka.
Éramos libres y la rabia me tensaba los músculos. Me había preparado para ser detenida, para medirme cara a cara con ellos. El bajón de la adrenalina desperdiciada era un insulto. Me sentí dueña de un privilegio que no me correspondía de ninguna manera. Volvía, otra vez, el lastre de la impunidad que me perseguía desde la infancia: mientras castigaban injustamente a mi gente, yo tenía que gestionar mi privilegio como mejor pudiera.
«¿Vamos a mirar ropa?», le escribí a Irantzu.
Nos encontramos a las diez en la puerta del Zara. Le di un beso, entramos. Nos paramos frente a unas camisas floridas.
—Solo se han llevado a Karra —sostuvo una percha en el aire—; ha sido una detención sin incidentes.
—¿La radio?
—La han registrado. Está patas arriba.
Pasamos a la sección de chaquetas.
—¿Has estado allá?
—He hablado con los vecinos.
—¿Y los ordenadores?
—Confiscados.
—¿Todos?
—Creo que sí.
Les echamos un vistazo a los zapatos.
—Tendremos que dar una rueda de prensa —le dije.
—¿Te encargas tú del texto?
—Bien.
Eran las diez y media.
—Me tengo que ir —le dije.
—¿A dónde?
—Al médico.
Irantzu tomó las escaleras mecánicas. Yo pasé por el detector de alarmas sin llamar la atención, el agente de seguridad no se molestó en mirarme. Subí al hospital con el sentimiento de culpa de poder coger un autobús, en deuda con Osakidetza por haberme ofrecido un trámite de repuesto para sortear la mañana. No sabía con exactitud qué tipo de pruebas iban a hacerme, tampoco me importaba, me bastaba con que me sirvieran de distracción durante unas pocas horas. Tenía la sensación de que, con un poco de pausa, los hechos se ordenarían por sí solos. En aquel momento no me preocupaba mi salud, tenía problemas mayores.
Recibí un mensaje de Luka: «De camino a Madrid». Me lo imaginé con la ropa que le había quitado la víspera. «En el médico, de mañaneo».
El autobús era un carraspeo, estornudo y cansancio colectivo. La multitud desprendía olor a sudor. Me sentía aparte de ellos, joven, limpia, sana.
Vislumbraba el cercano agosto como algo remoto. Habían sido veinte días febriles que recordaba como un solo y largo día. Me quedé con mi madre en la ciudad de los que no tienen vacaciones. También ella convalecía tras romperse la clavícula en una caída tonta. Aquello era un querer y no poder cuidarnos.
El mal cuerpo y el dolor de garganta del principio se fueron convirtiendo en una fiebre con delirios, y cuando empecé a quejarme de dolor en los pulmones ama decidió llevarme al ambulatorio. A mí me faltaban fuerzas para negarme. Ella sin permiso de conducir, yo sin poder levantarme de la cama, al final tuvo que llamar a una ambulancia. «¿A quién tenemos que atender?», preguntó el enfermero mientras mi madre, de mala