Jenisjoplin. Uxue Alberdi

Jenisjoplin - Uxue Alberdi


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las mentiras.

      Despertarse dentro del mundo de la heroína fue un duro golpe para ella. Su hija le decía que necesitaba la droga de la misma manera que una máquina necesita combustible para funcionar. Que no podía levantarse de la cama a no ser por el chute. Acabó desayunando, comiendo, cenando y acostándose con la jeringa.

      Cuando se le acabaron los castigos, los encierros, las amenazas, las declaraciones de amor y las súplicas, la amama empezó a darle dinero para comprarse la droga. Sabía que si se lo negaba ella empezaría a robar fuera de casa, en la farmacia de Maritxu, en el estanco de Jose, en cualquier bolso que tuviera a mano. Tendría problemas con la policía y los camellos la zurrarían por no pagar a tiempo. Se dio por vencida, sobre todo, porque no era capaz de soportar el dolor de Karmen. Un vacío desgarrador que nada más que la heroína podía llenar.

      Los esfuerzos de la amama fueron en vano. La policía vino más de una vez en busca de Karmen mientras ella gemía de abstinencia en la cama. La acusaban de robos, de daños contra la propiedad. Con tan solo quince años, la amama veía una niña en pleno sufrimiento; la policía, un desperdicio de yonqui. Prometía a los agentes que llevaría a su hija a comisaría al día siguiente, que se la entregaría a las nueve de la mañana en punto, pero que, por favor, no se la llevaran así.

      Encerraron a Karmen en un reformatorio de Madrid durante tres meses y, al convertirse en mayor de edad, la metieron dos veces a la cárcel, aunque se le agotaron las fuerzas hasta para robar. A duras penas se levantaba para ir en busca de su dosis. Pasaba cada vez más tiempo en casa, en cama, bajo la manta. Le suplicaba a su madre que la cogiera en su regazo. Y ella la tomaba sobre su falda, le cantaba, le acariciaba los pies.

      —Era tan joven cuando se enganchó a la heroína que siendo yonqui creció más de diez centímetros… —solía decir la amama.

      La amama Rosa llegó a ayudar a la tía Karmen a inyectarse heroína. Al tener que chutarse todos los días, cada vez se le hacía más difícil encontrar las venas; tenía bloqueadas todas las partes del cuerpo que había utilizado para pincharse, el pulso le temblaba. Su hija le explicó cómo preparar la dosis, cómo absorberla con la jeringa para que no entrara aire, cómo limpiar la aguja, cómo meterla en la vena. La amama la atendía con alma de enfermera.

      En casa se derrumbaron. El aitita le pedía a la amama que echara de casa a Karmen, Rosa lo amenazaba con irse junto con ella.

      La amama bajó las persianas y en tres meses ni le abrió la puerta ni le cogió el teléfono a nadie. El único pensamiento que tranquilizaba su mente era acabar con ese infierno junto a su hija. Si pasaban más de doce horas desde que tomaba la última dosis, Karmen empezaba a sudar y a vomitar, las pupilas se le dilataban hasta que el iris se le volvía completamente negro, tenía violentos escalofríos, convulsiones, calambres en brazos y piernas, taquicardias. Mientras todos los demás dormían, algunas noches, la amama encendía el butano y se metía en la cama con ella, que temblaba y gemía de frío. Abrazaba con fuerza a la tía Karmen, pero el cuerpo de la madre no servía ya para calmar a su hija. La carne de la hija dañaba la de la madre. Demasiado tarde. A Karmen el cuerpo le pedía heroína; para entonces era imposible que la ternura traspasara la piel de aquella niña. A los pocos minutos, arrepentida, se levantaba de la cama, iba a la cocina, respiraba la última bocanada del aire envenenado, cerraba el butano y los ojos, y abría la puerta del balcón.

      Mi madre, Arantzazu Alkorta, llegó al pueblo en 1979. Originaria de algún perdido rincón de Goierri, vino al mundo en una familia pobre en un caserío llamado Bernarats. La más joven de once hermanos, fue concebida por descuido y demasiado tarde. Cuando nació, sus progenitores ya eran muy mayores. El padre no se levantaba de la cama desde que las piernas le habían dicho basta y la madre tenía más que suficiente con gobernar el caserío. Eran los hermanos mayores quienes se hacían cargo de la pequeña. La obligaban a trabajar duro; sus piernas aún guardan las caricias de la vara de avellano. Aprendió a ser resignada y obediente, a no expresar sus sentimientos.

      El día que leyó en el periódico que en el bar Zirimiri de aquel pueblo necesitaban una camarera, se escapó del caserío en el primer autobús que vio pasar y no volvió nunca más. La herrumbre del pueblo industrial, el color gris, el hedor a aceite y a cerrado, el ruido de las fábricas, las sirenas, el agobiante paisaje que formaban las hileras de casas amontonadas unas sobre otras… fueron un soplo de aire fresco para aquella mujer joven que huía del ambiente rural.

      Conoció a mi padre en el Zirimiri. Un joven al que llamaban «el sindicalista». Trabajaba de tornero en el taller más grande del valle y era una de las personalidades del consejo obrero. Supongo que él hablaría con pasión sobre huelgas generales, encierros, reuniones y asambleas mientras apresuraba chiquitos y fumaba cigarros, y que mi madre quedaría cautivada por aquel chico moreno y melenudo al que se le llenaba la boca con palabras como proletariado y clase trabajadora, lo miraría con una mueca sumisa endulzada por la idealización, mientras él parloteaba en plural y con el tono martilleante de la revolución.

      Hacían buena pareja: ambos altos y morenos, irrisoriamente jóvenes, sin heridas a simple vista, guapos. Ama, seria y flaca; aita, risueño y despreocupado. Cuando se casaron en 1980, no tenían ni un duro en el bolsillo, porque un mes antes de la celebración mi tía Karmen les había mangado las cincuenta mil pesetas que habían ahorrado para la boda, y porque acababan de despedir a mi padre del taller por armarla gorda en unas protestas. En la foto nupcial salen todos sonrientes: aita y ama, en el centro; la amama Rosa y el aitita Manuel, a la vera de mi madre; Karmen, del brazo de su hermano. Sin pasta, se mudaron a casa de los abuelos, al número 21 del barrio Lasalde.

      Karmen comenzó el proceso de desintoxicación al poco de que mi madre se quedara embarazada. La habían detenido por un delito contra la propiedad. Le impusieron una pena de tres meses de cárcel por robar en una joyería del pueblo. La policía la pilló en la misma tienda, cuando volvió a recoger la chupa que había olvidado dentro. La encerraron en Martutene. Cuando la amama fue a visitarla, la encontró fuera de sí, tan flaca, temblorosa y asustada como un perro callejero. Dentro consumía más heroína, de peor calidad y más cara.

      —Estoy muy cansada, ama —le dijo.

      Le suplicó que la llevara a cualquier lado. Pero mis abuelos no tenían dinero para pagar el centro de desintoxicación; costaba ochenta mil pesetas al mes, y ya arrastraban deudas. Los hermanos de mi amama tuvieron que vender unas áridas tierras que poseían en Granada para poder pagar el tratamiento de El Patriarca.

      La llevaron al Cortijo de Santa Helena en Valencia. Allá redactó las primeras cartas para la amama. Decía que le dolía el cuerpo de pies a cabeza, que vomitaba a menudo.

      Somos ochenta y seis. No hacemos nada más: comer y trabajar. Nos sacan de la cama a las seis de la mañana y pronto nos ponen en marcha: aramos la tierra, transportamos carretillas, descargamos ladrillos para unas duchas que estamos construyendo. La casa está bastante dejada y necesita muchos arreglos. A los que no pueden trabajar porque están con el mono los llevan a hacer la «maratón»: les ponen mochilas llenas de piedras y les hacen andar hasta que caen al suelo hechos polvo. Los responsables son gente como nosotros, yonquis que ya han dejado la droga. Manejan el dinero, nos quitan el tabaco, nos dan solo cinco cigarros al día. No me gusta esto, ama.

      Yo nací mientras la tía Karmen estaba en el Cortijo de Santa Helena, el 15 de marzo de 1982. Preguntaba por mí en las cartas. Le pedía a la amama que le mandara fotos mías. Se preocupaba por mi peso, solía querer saber si había cogido un resfriado o si era de buen apetito, si me había salido algún diente. Pasó año y medio en la comunidad del Cortijo de Santa Helena y, además de fortalecer su salud, consiguió dejar la heroína.

      Volvió en agosto de 1984, recuperada, al menos en apariencia. Lucía hermosa, resplandeciente, guapa y sonriente. Yo tenía dos años.

      Nada más entrar a casa me cogió en brazos. Había tenido un apego especial hacia mí desde el principio y, como mis padres tenían que trabajar en el bar, se ofreció para cuidarme. Se encargaba de alimentarme, dormirme y limpiarme. Me sacaba a pasear. Los conocidos la paraban para darle la bienvenida, le hacían comentarios bonitos sobre mí. Le decían que nos parecíamos mucho.

      La


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