Las maletas del olvido. Pilar Mayo
horóscopo: se cree todo lo que lee y cada mañana busca el significado de lo que ha soñado en un diccionario de sueños. Esas supersticiones son típicas de gente inculta y de pueblo. Me pone enferma cuando sale de casa con esa bata de los chinos encima del pantalón y con las zapatillas de andar por casa, aunque sea para ir a casa de su amiga, que está a una manzana.
—Señora.
Levanto la vista de la revista que estoy ojeando; he pasado las hojas con tanta rabia que algunas se han rasgado.
—Dime, Agustina.
—¿Cuántos serán a la hora de la cena?
—Estaré yo sola, aunque no hace falta que prepares nada, voy a salir.
—Como diga la señora.
Tiro la revista encima de la mesa y me asomo a la ventana. La ciudad está iluminada, el tráfico no descansa y en cada coche viaja una historia: algunas tristes; otras, me imagino que cargadas de buenas noticias. De esas, hace tiempo que no llegan a esta casa.
Santiago piensa que soy tonta, pero estoy al tanto de todo. Sé que estamos en números rojos, que debe dinero a mucha gente y que los negocios no están saliendo como él esperaba. Aun así, no ha sido capaz de decirme nada, seguimos con el mismo ritmo de vida. Yo es que no me lo explico, aunque la verdad es que tampoco pregunto, porque no me conviene. Lo que sé lo escuché en alguna conversación de las muchas que tiene por teléfono. Soy tan invisible a sus ojos que a veces se le olvida que no vive solo. Corro la cortina y voy a mi habitación. Los tacones se hunden en la alfombra de pelo, que cuesta un dineral, igual que todo lo que hay en esta casa. Un piso grande y lujoso en el que nunca me he sentido cómoda, ni siquiera al principio, a pesar de ser todo lo que anhelaba cuando estaba soltera. Los cuadros que cuelgan de las paredes ni me gustan ni los entiendo, además, no me transmiten nada.
Mientras busco qué ponerme, un buda enano que Santiago compró en un viaje a la India y al que le tiene un cariño especial, me mira desde la cómoda. Me acerco y lo sopeso. Todavía no entiendo por qué pagó tanto dinero por él, debe creer que tiene poderes mágicos. Lo tiro al váter y descargo el agua de la cisterna.
Me tengo que vestir, he quedado con Arturo. También estoy harta de esta situación; cualquier día le doy puerta. ¿Por qué sigo quedando con él? No estoy enamorada, es solo atracción, me pone cachonda. Aunque tengo que reconocer que, si no lo veo en varios días, lo echo de menos; a pesar de que nuestros encuentros sean fugaces y no compartamos más que sexo. Desde luego a él le conviene más que a mí esta relación: tiene una puta disponible a precio de saldo. Entre nosotros no hay prohibiciones ni tabúes.
Me pregunto por qué sigue con su mujer. Yo no abandono a Santiago porque me quedaría sin nada, pero no es su caso. Él tiene un buen trabajo y no tiene hijos; que es la excusa que utilizan la mayoría de los hombres infieles para no romper sus matrimonios. Nunca hablamos de ella, me parecería una falta de respeto. Aunque supongo que eso es lo que pasa cada vez que me acuesto con su marido. ¡Qué hipócrita puedo llegar a ser!
Entro al vestidor enorme y lujoso y que hoy, después de lo que ha pasado con Muriel, me repugna, como todo en esta casa. Siento rabia hacia mi madre por amargarme el día, busco algo provocativo y arrastro las perchas en la barra descartando prendas. Elijo un vestido ajustado de punto negro con escote en uve, un liguero y unas medias también negras y unos zapatos rojos de tacón que lo vuelven loco. No me pongo sujetador —el bisturí hace milagros— y puedo permitirme lucir un buen escote sin utilizarlo. Arreglarme para ir a su encuentro me pone a cien. Nunca he sido una mojigata, pero Arturo es el único hombre que me provoca esta clase de deseo, estas ganas de más. En nuestros encuentros no hay ternura ni conversaciones, ni nos quedamos en la cama abrazados después del sexo. Nos vemos, satisfacemos nuestros deseos sexuales, aunque no los del alma —algo que a mí me haría mucha más falta— y se acabó, hasta el próximo encuentro.
Ya en el taxi, llamo a Muriel; no lo coge. Ya me lo esperaba, pero aun así, esa manera de ignorarme me duele. Espero que se le pase la rabieta pronto, aunque si está con mi madre no tengo que pasarme el día discutiendo con ella por cualquier cosa, es agotador. Seguramente ahora estarán cenando las tres en la salita, como la llama mi madre, con dos barras de la estufa eléctrica encendidas, nunca una ni tres.
¿Desde cuándo tiene esas manías? No sabría decirlo. El día que mi padre se largó para no volver nunca más, Inés y yo éramos muy pequeñas, quizá empezaron a raíz del abandono. Qué paradoja, mi madre y mi hermana abandonadas por sus parejas y yo, que pagaría lo que fuera por quitarme de encima a Santiago, tengo que cargar con él. Sé que sería más feliz sola. No lo soporto. Me irrita todo lo que hace: leer el diario por las mañanas mientras desayunamos sin dignarse a dirigirme la palabra, la manera de ajustarse las gafas continuamente y, lo peor de todo, cuando se equivoca al dirigirse a mí y confunde mi nombre con el de su amante, porque sé que lo hace a propósito. Le tengo tanta manía que me saca de quicio hasta que respire, suerte que la casa es enorme y coincidimos poco. A veces me sorprendo imaginando que tiene un accidente y ya no tengo que aguantarlo más, después me siento una arpía por desearle la muerte. Sería mucho más sencillo separarme, pero me aterra tener que empezar de cero y sé que me dejaría sin nada.
Lo de la cena del sábado me provoca hastío. Forma parte de la comedia de mi matrimonio: aunque cada uno haga su vida, hay obligaciones de las que no puedo escaquearme. Fernando, el socio de Santiago, es un cerdo baboso; no me puede dar más asco cómo me mira.
Pago al taxista y cierro la puerta demasiado fuerte, como si quisiera descargar mi rabia a golpes, porque no soy capaz de hacerlo de otra manera. Entro en el ascensor que me llevará al séptimo cielo, al piso del pecado y la lujuria. Por un rato me olvidaré de mi marido, de que no lo quiero, de que mi hija es una infeliz, de que a veces me doy asco por lo ambiciosa que soy y de que, a pesar de tenerlo casi todo, no tengo nada.
Me detengo delante de la puerta y retiro el dedo del timbre. ¿Es esto lo que quiero? Podría dejar a Santiago para poder encontrar a alguien con quien compartir mi vida. Aún soy joven y quiero sentir la magia del enamoramiento, pero no me imagino otro tipo de vida que no sea la que tengo ahora. Mi dedo, como si tuviera vida propia, toca el timbre sin atender mis dudas