Las maletas del olvido. Pilar Mayo
lo que le rondará por la cabeza. Con quien debería hablar también es con Inés, no puede seguir así, está sufriendo y yo con ella.
No es la primera mujer a la que abandonan, aunque sí una de las pocas a las que dejan el día antes de la boda. Fue terrible, lo recuerdo como si fuera ayer. El vestido de novia colgado en la lámpara del comedor para que no se arrugara. Ella tan contenta, tan ilusionada. Siempre tuvo buen carácter, no se parece en nada a Elena, no pueden ser más diferentes. Parece que la estoy viendo, paseando por casa con el pijama y los tacones para que no le hicieran daño al día siguiente. Le hicieron daño, pero no fueron los zapatos.
No entiendo por qué él esperó al día antes para decirle que no se casaba, qué cobarde. Aunque, pensándolo bien, podría decirse que romper con ella antes de empezar un matrimonio que los habría hecho infelices a ambos fue un gesto valiente. Ahora la única infeliz es Inés, y me cambiaría por ella para evitar verla así. Ese día, mi pequeña no perdió solo a su pareja, perdió la autoestima, la ilusión, la confianza... Después perdió mucho más: se quedó sin trabajo, sin amigas… Al principio la escuchaban, pero todo el mundo se cansa, además, se aisló, no salía de casa y no contestaba al teléfono.
Está hundida, pero no quiere salir del pozo, se pasa el día en pijama o en chándal, con esa chaqueta larga de punto que parece un abrigo y que tiene un agujero en la manga. Me entran ganas de arrastrarla a la bañera para lavarle el pelo, ese pelo graso pegado a la cara que lleva suelto todo el día como si quisiera esconderse debajo de él.
A veces pienso que está trastornada. Ha engordado un montón de kilos, está obesa y le da igual, porque no para de comer. Y aunque es descuidada con su aspecto nunca deja de pintarse los labios de rojo. Da verdadera pena verla con esa ropa, ese pelo y esos labios rojos. Se pasa el día hundida en el sofá o acostada escuchando música, siempre las mismas canciones de desamor, me las sé de memoria. El vestido de novia sigue colgado detrás de la puerta de su habitación. Al principio no quise quitarlo de ahí, pensaba que necesitaba un tiempo de duelo, pero ya está durando demasiado. Echo tanto de menos a mi hija, esta no es ella, es una réplica, una copia barata y de mala calidad. Está amargada. Lo peor que te puede pasar es vivir amargada, estar triste es malo, pero sentir rencor es horrible.
Llaman por teléfono y dejo que suene cuatro veces antes de cogerlo, es otra manía, pienso que si lo cojo antes será una mala noticia. Propaganda de telefonía, pensaba que sería Elena; cómo puede descuidar así a su hija; yo moriría por las mías y a ella parece que no le importe, no entiendo cómo puede ser así.
—Buenos días, abuela.
—Buenos días. —Al girarme veo a Muriel en la puerta de la cocina y pienso en lo menuda que se ve en pijama. Sin gota de maquillaje es una niña, aunque se empeñe en disfrazarse de adulta—. ¿Has descansado?
—No mucho, la tía Inés ha estado llorando toda la noche, y me daba tanta pena… Ya ha pasado mucho tiempo, y ese tío era un gilipollas, ya debería estar bien. He intentado hablar con ella, pero no me contesta. ¿Por qué tiene el vestido de novia colgado detrás de la puerta?
Saca una botella de Cacaolat de la nevera y bebe a morro.
—No lo sé, por más vueltas que le doy no encuentro explicación, y ella no habla de eso. Una vez lo guardé mientras se duchaba y, cuando se dio cuenta de que no estaba, se volvió loca. Voy a ver si baja a desayunar con nosotras.
Hace nada que me he levantado y ya estoy agotada. Subo la escalera para ir a la habitación de Inés arrastrando los pies, como si lo que llevo a cuestas pesara demasiado. Odio esta casa y pienso que nos trae mala suerte. Llamo a la puerta, Inés no contesta y, en cuanto oye que entro, se tapa la cabeza con la sábana. Me siento en el borde de la cama y le pongo una mano en el hombro.
—Inés, ven a desayunar con nosotras, anda, Muriel necesita compañía y yo soy mayor, no entiendo de cosas de jóvenes. Te vendrá bien madrugar un poquito, después podemos ir al centro comercial, necesitas ropa, y así te distraes. —El bulto que hay debajo de la sábana y que se supone que es mi hija no se mueve ni contesta, es como si hablara con la pared. —Está bien, haz lo que quieras, pero te vas a arrepentir del tiempo que estás desperdiciando, tirándolo a la basura. El tiempo es lo más valioso que tenemos, no vuelve nunca, no podrás recuperarlo jamás. ¿Por qué te empeñas en ser infeliz? Tu actitud es masoquista, ¿te acuerdas de cómo eras antes? Derrochabas alegría, igual agotaste tus reservas y por eso ahora no te queda nada. Nadie se merece este sufrimiento, Inés. Si ese hombre no quería estar contigo, peor para él. Tú estás aquí, dejándote la vida, escondida detrás de ese pijama viejo, montañas de donuts y ese pintalabios rojo, y él seguramente no se acuerda de ti ni un segundo del día. Déjame ayudarte, no sabes lo que supone para mí ver como desaprovechas tu vida de esta manera absurda.
Me da la sensación de que se ha encogido. Me duele hablarle así y acabo callando; le diría muchas más cosas, pero no quiero hacerle más daño. Espero unos instantes en los que Inés no se mueve, casi parece que no respire, como si además de estar muerta por dentro lo estuviera también físicamente. Me levanto de la cama y salgo de la habitación sin obtener respuesta. Me dan ganas de entrar de nuevo, arrastrarla escaleras abajo y echarla a la calle para no tener que ver en lo que se ha convertido. ¿Qué clase de madre soy que me veo incapaz de ayudar a mi hija?
Después de desayunar acerco a Muriel, que se ha disfrazado de nuevo, al instituto. Esa ropa y ese maquillaje para parecer más dura no engañan a nadie. Tengo hora en la peluquería para ponerme el tinte y ella me dice que volverá a casa con una amiga, que no me preocupe. Al despedirnos me da un abrazo, siento su cuerpo menudo entre mis brazos y pienso que es tan frágil que la vida podría destrozarla de un zarpazo en un suspiro. Espero en el coche hasta que la pierdo de vista, porque se camufla entre un montón de adolescentes, y me siento vieja, como si la vida ya no tuviera sentido para mí porque no me tiene nada nuevo reservado.
En la peluquería tengo que esperar un poco y la cabeza no deja de dar vueltas. Tengo una revista en las manos, aunque no leo nada, estoy escuchando a la mujer que está sentada a mi lado y no sé si reírme o llorar. Está hablando con la peluquera, dando lecciones de cómo ser una buena madre y una perfecta ama de casa. Me parece increíble.
Dice